Coldplay en medio del ambiente

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Olvida la memoria, recuerda internet: domingo 20 de mayo de 2012. Coldplay presentaba en el estadio Vicente Calderón su disco Mylo Xyloto, de contenido tan feo como su título.

Era el cansancio. Era la lluvia. Era la perspectiva amarga del lunes. Era la mezcla de curiosidad -poca- y de pereza -mucha- ante los conciertos de estadio. Era la época del tinnitus. Del mío y de Chris Martin, cantante de la banda. Era la gira de las pulseras luminosas, activadas por radiofrecuencia, agitadas por el público y cambiando de color en sincronía con la música. Era.

Mi amiga Isa decidió que fuéramos en coche hasta el pie del escenario. La idea me pareció un error, aunque respondí que perfecto. Mi sobrino Aitor, cuando era niño, colocaba sus cochecitos de colores en línea. Movía luego los del final al inicio de la fila, y así sucesivamente. Un atasco perpetuo, parecido al que Isa y yo nos encontramos. Hoy, 2019, Aitor cumplió dieciocho años. Nosotros, 2012, conseguimos por fin aparcar, pero en el otro margen del río. Había dejado de llover. El estadio se veía a lo lejos.

Llegamos al recinto, nos robaron veinte euros y bebimos dos minis de cerveza; o fue más bien al revés. Entonces se apagaron las luces, rugió Madrid. Durante el concierto sentí que. No, no sentí nada. Ante la ausencia de emociones, me dediqué a observar. La euforia de la banda, la sobredosis de luz y confeti, el espíritu de éxtasis colectivo, todo hacía más doloroso mi vacío, mi ausencia de empatía hacia el espectáculo. Las canciones llegaban, era procesadas, se marchaban sin casi emoción. ¿Era porque mi interés musical caminaba ya por otros estilos? No, pues al volver canciones antiguas -de Coldplay, pero también de otras bandas-, se revelaban vigentes, y me emocionaban. ¿Por qué entonces mi apatía? ¿Porque Yellow me parecía muy buena y Paradise muy mala? ¿O tal vez porque presentía que el pasado sería siempre más poderoso que el presente, más lleno de significado, y que lo nuevo sería una versión débil, repetida, de algo ya conocido? Deseé que mi presentimiento fuera falso -lo deseé un domingo de mayo de 2012, pero también ahora, mientras escribo-: no, no, no, nunca convertirme en una persona adormecida, incapaz de estar alerta, nunca vivir condenado a que la vida fuera, sea, es, una gramola.

Todo el concierto respondió al canon de la grandilocuencia. El único fuera del guion era yo. Quizás por este motivo, y porque apretaba la vejiga, salí de escena mientras sonaba Clocks. Llegué con facilidad a los urinarios. Mientras meaba conté los segundos que duraba el pis -rareza que, hago prolepsis, he extendido al pis de mi perra-. En el segundo veinticinco comenzó Fix You. Entonces. Entonces punto y aparte.

Entonces los vomitorios del estadio temblaron. No cantaba Chris Martin, no cantaba el público. Cantaba el estadio: su hormigón, sus pasillos, sus gradas, sus pulseras y sus teléfonos móviles, cantaba el césped protegido con su lona azul, cantaban la hilera de banderas en lo alto, cantaba mi colita -definida así con la mayor precisión- y que agité rápido antes de subir la cremallera -afortunadamente en ese orden, sí-.

A la salida del baño el tema de esta anécdota: una pareja peleando en el pasillo. A gritos. El estadio chillaba y ellos chillaban. La discusión era tan exagerada, tan de teatro griego, que parecía una actuación. Otra actuación. Programa doble. No podía ocurrir algo así de dramático, así de irreal, ella alejándose, subiendo unos escalones, señalándolo con un dedo pontificio, él sintiéndose el hombre más desdichado del mundo un instante, el más cabrón al siguiente y, a nuestro alrededor, todos aturdidos mientras Chris Martin a lo suyo con Fix You. Supongo que pensé lo mismo que cualquiera: si Fix You no puede -literalmente- arreglar tu relación, es mejor ir hacia otro lado. Tal vez ese otro lado que yo había iniciado alejándome de Coldplay, aunque estuviera frente a ellos, ahora de nuevo junto a Isa, sin demasiadas ganas de estar allí, pero al menos sin pis.

Años más tarde, de noche, una luz se reflejó en la pantalla del ordenador. Provenía de mi espalda. Era la pulsera de Coldplay. Había que devolverla al salir del estadio. La pulsera se había encendido. Parpadeó unos instantes y luego se apagó. ¿Una señal? ¿Una señal de qué?

Siete años después, en el 2019, leo que han publicado un nuevo disco y que, por evitar el impacto medioambiental, no harán gira para promocionarlo. El futuro está en el pop de proximidad -Ignacio dixit-. Toca barrer el grafiti lanzado, e imagino una escoba limpiando el estadio vacío, que además ya no existe, y me pregunto qué habrá sido de esa pareja. Me pregunto también si volvería a un concierto de Coldplay. Y si lo hiciera, por qué razón. Por confirmar si reside en mí -así lo espero-, una ventana a lo nuevo, que mantenga el interés por escuchar y mirar aun cuando el pasado sea cada vez más grande. O tal vez por orinar de nuevo, ir contando los segundos y, al salir, encontrarme con la música y no una discusión. Por sentirme parte de un colectivo y agitar convencido una pulsera que, aún sin batería, siento o deseo sentir llena de luz y de presente. Por eso que, cuando escucho Champion of the World, un nuevo tema, y algo aletea, se agita dentro de mí, siento la felicidad de estar vivo, despierto al talento de lo simple, de lo bien hecho, y concluyo con la frase que debió ser la primera, y también la última: Mylo Xiloto me pareció una contaminación medioambiental. El nombre de una mala gragea Un ruido en los oídos que todavía sigue pero que ya no molesta tanto, porque sabes que es una parte, aunque incómoda, de ti. Ha bastado una canción para descubrirme, siete años después, que la vida no es una gramola. Espero que tampoco para esa pareja: estadio vacío.

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