El oráculo

Cuenta el historiador Heródoto que, bajo el gobierno del rey Alejandro, la ciudad de Anzia fue asolada por una epidemia. Callaron las voces de los mercaderes, el bullicio de los viajeros, los dados y las risas. Anzia replicó la necrópolis que la observaba desde lo alto del monte.

A este monte, necesitado del oráculo, se dirigió el rey. Subió los peldaños, recorrió el templo, alcanzó el altar, lo encontró vacío. Su asombro se hizo fatiga y el rey se tumbó sobre el espacio llamado adyton, que significa lugar sin acceso. Al despertar advirtió un espejo. Se situó frente a él, mirándolo, mirándose, primero sin comprender nada, después dialogando con su reflejo, como si fuera él mismo aquel a quien estaba buscando. Se sintió su propio oráculo, dueño de las preguntas y también de las respuestas.

El rey Alejandro durmió durante tres lunas. Al cuarto día abandonó el templo, recibiéndolo el mismo sol en los peldaños. La emoción del regreso se agrandó al ritmo de sus pasos. Atravesó el río, cruzó el foso, la muralla, encontró a la ciudad subida sobre sus rutinas, y sonrió.

Dice Heródoto que esa noche el oráculo bajó a visitar al rey, y que le preguntó qué sueños tuvo frente a su altar. El rey respondió: “soñé con la felicidad curva de las copas de vino, con el tacto de los pergaminos, con la longitud optimista de las rutas comerciales”. Luego fue el rey quien preguntó por la ausencia del oráculo frente a su altar. El oráculo respondió que no debíamos esperar que la realidad fuera la variación de algo anterior. Ante lo inesperado de una peste, o de un templo sin culto, la soledad y la introspección eran senderos de supervivencia. Debía aprender el rey que lo insólito podía residir dentro de lo insólito, y de ahí su ausencia en el templo, y de ahí el espejo como diálogo de salvación.

En el jardín del palacio, nos narra Heródoto, el oráculo se despide, sube a su caballo, se dirige al rey y le dice: “los sueños no tienen significado; los sueños son, terminan, y luego el tiempo, solo el tiempo, los da contenido; durante tres lunas tú, Alejandro, rey de Anzia, desbordaste el sueño de pasado: los afectos, la cultura, el comercio; durante el día, en un espacio de culto abandonado, hiciste de un vacío vivienda; te demostraste que, también en lo minúsculo, se conservaba idéntica la felicidad. En mi ausencia voluntaria, en tu reflexión frente al espejo, entendiste que la salud era el silencio del cuerpo, y que el dolor no estaba ligado a la enfermedad, sino a la capacidad de estar vivo. ¡Y tú bien que lo estabas! Por eso que soñaste un mundo lleno de pasado, y lo hiciste presente al despertar y volver. Esa es y será siempre tu fortaleza, y te dará salud y felicidad hasta el final”. Y como siguiendo el sentido de esta palabra, se abrió un portón y el oráculo desapareció en la noche.

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