Unos zapatos

Calzaba zapatos recios, elegidos por comodidad antes que por estética. Era de piel oscura y afilado rostro: un hidalgo español. Del bolsillo de su bata sobresalía, punta de misil, el capuchón de un bolígrafo. Lo recuerdo alto, tal vez porque apenas bajaba de su tarima, tal vez porque, con diez años, el mundo era un jardín colgante.

Se llamaba Jesús Ibáñez. Que careciera de apodo reflejaba el temor a su rígida disciplina. También, quizás, una admiración: él era solo su nombre, exactamente su nombre, Jesús, Jesús Ibañez, el Ibáñez.

Aguardando su llegada, y en cónclave de adolescencia, peleábamos por acertar el número de zancadas con las que alcanzaría, desde el pasillo, su mesa de trabajo. Cuatro: son pocas. Ocho: qué dices. Seis: tal vez. ¡Cinco!: cuidado, que viene, que viene. Lo cierto es que un día eran cuatro y otro seis y alguno cinco, pero siempre zancadas larguísimas: más que un maestro era un saltador olímpico antes de su impulso. También se movía con decisión y rapidez de un extremo a otro del patio, como si llegara siempre tarde, y de vuelta a casa, porque éramos vecinos, yo seguía su estela, imitando, en vano, sus andares firmes.

Me dio matemáticas con diez años y lengua con once: ya anunciaba la vida que eran más urgentes los números que las letras, saber contar que escribir. No cesó hasta que memorizamos, del uno al veinte, los números cuadrados, e interrumpía las clases de lengua para confirmar que dieciséis por dieciséis, en nuestras cabezas, seguían siendo doscientos cincuenta y seis. También en lengua me adelantó que odiaría la sintaxis y amaría la literatura, y tal vez diga una redundancia.

Fue precisamente en clase de lengua, tras las Navidades, cuando un ordenador entró en mi vida. De golpe cambié los cuadernos por las pantallas, los lapiceros por las teclas. Mis estudios dibujaron un crac bursátil. Sé que había un sol en Madrid cuando me llamó al estrado. Me preguntó la lección, busqué ayuda en la ventana, y en la ventana encontré una infancia de luz. Entonces Jesús, Jesús Ibáñez, el Ibáñez, se acercó a mí, levantó su brazo, yo cerré los ojos, aguardé un golpe, no pasó nada. Al abrir los ojos su brazo seguía en alto y sus labios decían: así empezaste el curso. El brazo descendió hasta señalar sus zapatos: aquí, aquí estás ahora. Humillado, en silencio, regresé a mi pupitre mientras se hundían las baldosas. Supongo que, señalando mi hundimiento, de estatua caída, buscaba dar una lección colectiva, moral. Supongo.

Qué extraña la memoria: cuando hoy, por la inercia de la vida, se desbaratan los planes, observo esa ventana de luz y, en eclipse, un brazo largo blanco que baja hacia el suelo, y sobre el suelo unos zapatos. Pienso en mi itinerario adulto, hecho de pasos breves, torpes, de turista perdido en un zoco. Pienso entonces en las zancadas de Jesús Ibáñez, de compás abierto, y en cómo me hubiera gustado, algunos días, caminar la vida sobre sus zapatos, que tenían tan claro su destino.

Un pensamiento en “Unos zapatos

  1. Muchas gracias, Dani por este post, me encantó este microrrelato: lo que cuenta y cómo lo haces. Muy evocador. Intenté dejar el comentario desde el móvil pero me dió problemas, así lo hago ahora y veo que hay muchas cosas que no había leído. Me pongo a ello para disfrutarlo poco a poco. Gracias

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