Relicario de objetos perdidos y no recuperados: las cabinas telefónicas

No siempre la custodian los libros. Tampoco es patrimonio de pizarras y museos. En ocasiones brota por ensalmo, del simple hecho de vivir, que nunca es simple pero es siempre un hecho. Su naturaleza, de molde curvo, se nos arraiga con la obsesión de una trepadora. Sus ramificaciones, roto el molde, son imprevisibles. La historia íntima, al margen, de extensos hilos enredados, la historia tras las puertas y los jardines, la historia en los portales y azoteas, en los dormitorios, en las ventanas, la historia doméstica pero sin domesticar, nace de un abuelo al que subimos el volumen, de una herida que fue pelea y patio, de un horror al que no suceden los títulos de crédito, de una mandíbula prieta, pero también de objetos que, póstumos, descubren la historia de quienes los usaron.

Así ocurre con las cabinas telefónicas, emblemas de un tiempo que envejece a quien lo convoca. Así ocurre con sus usuarios, perplejos por la llamada de su ausencia. Como en toda revolución, el auge y caída de las cabinas telefónicas mezcló hermosura y brevedad: pioneras de un futurismo traslúcido, hicieron del escondite un arte y, por fin inasibles, grávidas, duraron lo que un globo infantil.

En las pantallas de los cines, hoy acrópolis, las cabinas anunciaban la colocación de bombas, el secuestro de inocentes y la exigencia de un rescate. En el mundo real, nos permitían llamar a cobro revertido, otra forma de mantener la trama, pero en bolsillos sin fondo ni fondos.

Anticipando la ausencia de respuesta, registrábamos nuestro ánimo como un apellido, seguros de tranquilizar a quien nos escuchara decir: Susana, aquí bien; Sergio, de maravilla en Ámsterdam. Precedente de las llamadas perdidas, nuestro mensaje podía truncar la opción de una respuesta: Pablo, todo guay, no aceptes. Y se calificaban a cobro pervertido las que tenían por nombre una invitación sexual y, como respuesta, un saco adolescente de risas.

El rechazo a nuestra llamada abría dudas sobre su destinatario: ¿llamábamos a un hogar vacío o a uno con problemas, a la vez estridente y sordo? Idénticas dudas acechaban cuando éramos el lado opuesto de la línea, y con frecuencia no había peor culpabilidad que la de volver a casa, descolgar el auricular y oír un nombre sin atender.

Cabinas telefónicas y llamadas a cobro revertido comunican con un mundo que hoy no existe. Lo que permanece es nuestra necesidad de oír historias y sostener su continuidad: sirve de ejemplo el relato de un niño a sus padres al volver a casa, con palabras que saben a merienda.

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