
Aterrizó el
ovni en el jardín
y nos bajamos.
Vino envuelta en un chicle de melón. Al desenrollarla, se abrió la imagen de una vidente, su pelo eléctrico, un pañuelo púrpura rodeándolo, una bola de cristal en sus manos y la locura en su mirada. Hoy las olas salpican esa calcomanía que ayer pegué en tu tobillo. La espuma diluye los ojos de la vidente, que mira desde tu tobillo hacia mí, que te observo en la orilla, tú sentado, yo de pie, los dos bajo un cielo de luz y avionetas publicitarias. Qué aburrido es cuidar de un hermano pequeño. Y cuánto tardan en venir papá y mamá. Imagino que estarán con las maletas, porque hoy es mitad de mes y hay que dejar el apartamento. Vendrá otra familia cargada de toallas, de cubos de plástico y rastrillos. Giro la mirada y ninguno está en el balcón.
Pero en verdad no los veo porque papá, recién salimos mi hermano y yo hacia la playa, cerró la puerta e inició la discusión. Le costó decir la palabra divorcio, como si fuera de otro idioma. Mamá asintió con naturalidad: ella tampoco era feliz. Papá caminó por el salón, igual que un animal enjaulado. Mamá se tumbó en el sofá. Tardaron en salir al balcón pero lo hicieron juntos, como una familia real en crisis. Estaban convencidos de que su futuro era el de sus hijos, que jugaban en la arena. Desde la arena yo me giré, los vi por fin, agité la mano, y justo por el paseo marítimo, entre los apartamentos y la playa, me devolvió el saludo nuestro vecino alemán, un chico de nombre imposible y que hablaba algo de español.
Nos habíamos conocido en la piscina. Él jugaba muy bien al pimpón, al billar, a los recreativos, al fútbol y al minigolf. Allí, al terminar el último hoyo, cogió mi mano y subimos a la azotea. Te mostraré cómo hay que besar, dijo, me besó, y yo tardé en responderle: tú no me quieres enseñar, tú lo que quieres es besarme. Decepcionada por su mentira, me acerqué hasta el borde de la azotea del lado del mar, desde donde me hubiera podido ver justo en el lugar que estoy ahora, en la playa, devolviendo tonta su saludo.
Su padre era hispanista y hablaba un español perfecto. Al igual que mi padre, adoraba el ajedrez. De ahí que se pasaran las vacaciones bajo el mismo toldo, en una mesita del bar de los apartamentos, levantando las piezas tras extensas cavilaciones, desplazándolas con cuidado, como si fueran explosivos, y celebrando cada movimiento con un trago de cerveza. Volvían a cualquier hora del bar, aunque siempre tarde, siempre oliendo a alcohol y siempre provocando el malestar en acorde de dos apartamentos.
Yo volví la vista al mío, donde un gesto de mamá me indicó que regresáramos. Mi hermano recogió la pelota y el cubo. En el vestíbulo de los ascensores alcancé a mi amigo alemán. Le conté que esa tarde nos marchábamos. Se limitó a decirme adiós.
Algo había ocurrido en el apartamento. Papá guardaba un silencio hosco. Mamá me daba órdenes con impaciencia para, un instante después, pedirme disculpas. Tras almorzar bajé al salón de juegos, aunque debía volver en una hora, pues saldríamos después de la siesta.
Mi amigo alemán se acercó. Le sudaban las manos cuando me entregó de regalo un pequeño ajedrez portátil. Compartía la afición de su padre. Luego sacó un papel de su bolsillo. Había escrito unos versos pero le daba vergüenza mostrármelos allí, y prefería un lugar más íntimo, como por ejemplo la azotea. Qué listo, pensé mientras subíamos allí y donde, de pie, sobre un suelo que ardía, leí en voz baja los versos.
¡Sí!
¡No!
¿Quién te quiere?
¡Yo!
¿Sí?
¡No!
Me sorprendió mi hostilidad cuando afirmé que, aunque solo tenía catorce años, eran los peores versos que había leído en mi vida. Él se quedó sin palabras. Su silencio me recordó al de mi padre hoy. Se alejó de mí, regresó y dijo: copié los versos de un libro de Lorca que está leyendo mi padre, así que eres tú la que tiene mal gusto. Le respondí que era imposible que esos versos fueran de Lorca, que si me había mentido una vez podía mentirme dos, y en caso de que lo fueran, había elegido los peores versos que jamás escribió Lorca. Quería besarle pero mi cuerpo se levantó, dándole la espalda y soñando a la vez que se acercara. Escuché entonces la puerta de la azotea y las piezas del ajedrez se me escaparon de las manos, y cayeron blandas sobre las baldosas.
Nos reencontramos en mi apartamento, donde se despedían mis padres y los suyos. Su papá lamentó nuestra partida: habían sido unas vacaciones estupendas. Ellos regresarían a Alemania a final de mes, pero estaríamos en contacto: mi papá tenía su dirección en Alemania, para cuando quisiéramos visitarles, y también el correo electrónico de su hijo y de él, para jugar partidas de ajedrez a distancia. ¿Seguía el plan de coincidir las próximas vacaciones?, nos preguntó la madre de mi amigo, y mis padres, cogidos de la mano, respondieron que sí, que por supuesto que sí.
Durante el viaje estuve en silencio, triste y desorientada. El paisaje era monótono y no quería volver a la ciudad. Mi padre conducía y mi madre miraba al mar. Pregunté si en casa teníamos algún libro de Lorca. Mi padre respondió que no y mi madre que sí. Al tocar mi vestido, encontré en un bolsillo la figura de una torre. ¿Qué hacía allí? ¿Y qué hice yo en la azotea? Sobre la ventanilla, contra el paisaje, se reflejaba la vidente de la calcomanía de mi hermano. Con el dedo índice rocé su transparente bola de cristal. Pedí que el tiempo volara y que papá diera media vuelta, rumbo al próximo verano. Pero papá simplemente bajó las ventanillas, porque hacía bochorno. La bola de cristal desapareció y, a lo lejos, cargada de presente, la ciudad comenzó a anunciarse.
que encienda y apague el mundo, trayendo la luz de los que están y la sombra de los que no, y con esa varita, sin moverme de la cama, ¡pum!, mi habitación llena de personas, ¡tan llena que ya no cabe un día más!, y entonces sonreír, brindar, saber que existen los teatros, la infancia, una canción, y con la varita, por fin, ¡pum!, desaparecer, desaparecer lentamente, con tiempo para abrir y cerrar los párpados, para veros a todos y a continuación no, abrir y cerrar los párpados, veros y a continuación no, abrir y cerrar y a continuación no.
El montoncito de arena que se está formando a mis pies. Alguien silba a lo lejos. Cerca, otro montoncito, pero de patatas. En la radio se encarecen las hipotecas. Sobre el fuego, un cucharón remueve aceite, cebolla, jengibre, pimiento y cilantro.
¿Y el azafrán?
Me estrangula una mano y pone mi mundo del revés. Ahora sí, ahora el azafrán, que asciende de la mano al caldero. El montoncito de arena construye tiempo bajo mi cabeza. Las patatas se incorporan al fuego mientras que el montoncito de arena descansa, por fin, en la base de este reloj.
I
Si en un bosque cae un árbol pero nadie lo escucha, ¿hace ruido? Esta pregunta, formulada por Berkeley en 1710, no sólo cuestiona la realidad —su observación y conocimiento—, sino que plantea la posibilidad de una realidad no percibida: miles de árboles que caen sin que nadie los escuche, y que sin embargo existen.
II
Hay árboles que intentan huir de su soledad. Se acercan unos a otros siguiendo el curso de los ríos, o las faldas de una montaña, o los pliegues amplios de un valle. En su hermanamiento hay una ética de la supervivencia, porque juntos aspiran a existir y ser percibidos.
Es viernes 5 de noviembre de 1926 en el Palau de la Música Catalana. En el programa de mano del Concerto para clave, su autor, Manuel de Falla, escribe:
«Por convicción y por temperamento soy opuesto al arte que pudiéramos llamar egoísta. Hay que trabajar para los demás: simplemente, sin vanas y orgullosas intenciones. Sólo así puede el Arte cumplir su noble y bella misión social».
Termina el concierto y la noche y el frío recorren las calles. Los árboles, a su manera, se abrigan formando una confusión de ramas.
III
Hay árboles que caen solitarios porque no pueden caer de otra manera. Árboles, pero también personas o proyectos —si es que no son lo mismo—, que se apartan del mundo, porque ellos sustituyen al mundo, porque ellos lo crean y después ellos viven y después ellos mueren y, como toda muerte, lo hacen en soledad.
James Joyce exigía del lector, a propósito de su novela Finnegans Wake (1939), un compromiso tan arduo como lo fue el de su escritura. Afirmaba que en su libro residía el inicio y el fin del mundo, construido mediante un puente largo y caótico donde sonaban dieciocho lenguas simultáneas. Al lector que acepta el desafío, la novela lo aturde y lleva desde una orilla de caos a otra orilla de caos, que es la inicial. Se concluye que el yo es incapaz de comunicarse, porque la realidad es ilegible, y sólo cabe la muerte de ese yo como salida de una sociedad que, precisamente, se fundamenta en la comunicación.
IV
Hay árboles que no quieren serlo. Desearían convertirse en humanos, y así nos lo narra el maestro Pablo Pérez desde el Teatro Monumental de Madrid cuando, apagadas las luces, se gira hacia el público y, con oratoria de teatro griego, declama estas palabras:
«Cuando Zaratustra tenía treinta años abandonó su patria y el lago de su patria y marchó a las montañas. Allí gozó de su espíritu y de su soledad y durante diez años no se cansó de hacerlo. Pero al fin su corazón se transformó, y una mañana, levantándose con la aurora, se colocó delante del sol y le habló así:
¡Gran astro! ¡Qué sería de tu felicidad si no tuvieras a aquellos a quienes iluminas! Durante diez años has venido subiendo hasta mi caverna: sin mí, mi águila y mi serpiente te habrías hartado de tu luz y de este camino. Pero nosotros te aguardábamos cada mañana, te liberábamos de tu sobreabundancia y te bendecíamos por ello. ¡Mira! Estoy hastiado de mi sabiduría como la abeja que ha recogido demasiada miel, tengo necesidad de manos que se extiendan. Me gustaría regalar y repartir hasta que los sabios entre los hombres hayan vuelto a regocijarse con su locura, y los pobres, con su riqueza. Para ello tengo que bajar a la profundidad como haces tú al atardecer, cuando traspones el mar llevando luz incluso al submundo, ¡astro inmensamente rico! Yo, lo mismo que tú, tengo que hundirme en mi ocaso, como dicen los hombres a quienes quiero bajar. ¡Bendíceme, pues, ojo tranquilo, capaz de mirar sin envidia incluso una felicidad demasiado grande! ¡Bendice la copa que quiere desbordarse para que de ella fluya el agua de oro llevando a todas partes el resplandor de tus delicias! ¡Mira! Esta copa quiere vaciarse de nuevo, y Zaratustra quiere volver a hacerse hombre.
Así comenzó el ocaso de Zaratustra… ».
Y así comenzó, al volverse hacia los músicos, la obra de Strauss, que es también la de todos los árboles, personas o trayectos que, un día, se descubren extraños de sí mismos.
V
Hay árboles tristes cuyas ramas aguardan actos suicidas. Esos árboles, en ocasiones, alzan sus brazos, deshacen la soga y se mantienen rígidos, sin caer, sin agitar sus ramas, sin traslucir el abatimiento callado que los domina.
En la ciudad alemana de Heiligenstadt, un miércoles del mes de octubre de 1802, Beethoven escribe una carta despidiéndose del mundo. Deja tres huecos vacíos donde debía informar del nombre de su hermano Johann: Beethoven detesta escribir aquello que le duele. Para Beethoven, igual que para Joyce, la vida consiste en comunicarse con los otros. Pero Beethoven ya es sordo y se lamenta porque no puede escuchar el sonido de una flauta, el canto de un pastor. Su salvación, que también es la nuestra, pasa por el arte, y en la misma carta —que nunca llegó a enviar, y que siempre guardó como una suerte de talismán—, concluye:
«Es sólo el arte lo que me salvó. No era posible dejar el mundo sin dar antes lo que sentía germinar en mí, y así que he prolongado esta vida miserable, verdaderamente miserable, con un cuerpo tan sensible al que todo cambio un poco brusco puede hacer pasar del mejor al peor estado de salud. Paciencia, es todo lo que me debe guiar ahora, y así lo hago».
VI
Hay árboles solitarios, hay árboles sociales, hay árboles solitarios que buscan ser sociales y hay árboles sociales que buscan ser solitarios; hay también árboles que no querrían serlo y hay árboles tristes pero cuyas ramas son fuertes, más fuertes que su propia tristeza, y resisten la tentación de venirse abajo.
Todos los árboles hacen ruido al caer cuando nosotros, también árboles, atendemos a su sonido.
Silencio o palabra: palabra.
Palabra.
Hoy palabra.
Palabra y mecha a este fuego
que se apaga al hablar,
y en silencio te observa,
Caronte de viernes tarde,
que muerdes mis uñas
y remas tu regreso
a un mundo de estanterías,
de viajes con papiroflexia
y una estudiante que bosteza en el salón.
Silencio o mirada: mirada.
Mirada.
Hoy mirada.
Mirada que me guía por
una escalera que sube hasta ti,
que continuas abajo.
¿Escuchas este fuego,
bibliotecaria en manos de los libros?
Silencio o palabra: palabra.
Hoy palabra.
Palabra pero de dragón
que incendia al hablar su voluntad.
Adiós, adiós fuego y adiós viernes.
Malavenidos
zaguán, acera, hormigón, rejilla, acera, túnel,
noche, jardín, hormigón, puerta, ascensor, puerta.
Silencio o palabra: ¿palabra?
Mano adormecida sobre hoja de cuaderno:
última reunión.
Noche intermitente y un garaje que bosteza.
En el retrovisor, un lunar.
Por el pasillo avanza
una familia en zapatillas,
Entre silencio y verduras
el padre quiere ser niño,
la madre quiere ser niño,
y el niño que lo dejen en paz
Si los afectos hablaran
el mundo sería un jardín de infancia.
Pero es un televisor quien habla
a una mano adormecida donde se aburre un pulgar,
y dice
que el gol no debió ocurrir,
que la suerte tocó en otra puerta,
que es variable la nubosidad y está usted,
sí, usted, nominado
Mano adormecida que pulsa un botón:
duermevela electrónica.
Desde habitaciones contiguas
inician vuelo tres cohetes
hacia regiones remotas.
Mano adormecida que acaricia con desánimo,
mano adormecida que no sabe hablar,
mano adormecida que apaga esta luz.
—¡Han llegado los Reyes!
La voz de un niño cruza la pared. Doy un golpe a la mesilla y otro al despertador: son las nueve y diecinueve de la mañana, vaticinio de un día capicúa.
¿Tendré algún regalo? Se pone en pie mi inocencia. En la cocina todo sigue igual: la cafetera, el exprimidor, las sartenes sin fregar. Interrumpo el runrún del frigorífico: los tomates, el queso, algunos yogures. Allí tampoco hay novedad, porque la novedad me aguarda en el salón: los Reyes se han llevado el televisor sin dejar nada a cambio.
No está lejos la comisaría. De camino, sobre la acera, sorteo cajas de embalaje que guardaron perfumes, casas de muñecas, vinos y videoconsolas.
—Vengo a presentar una denuncia.
—¿Los Reyes Magos, verdad? Lo de estas Navidades no tiene nombre.
Agitando el cascabel de unas llaves, el policía me ordena que lo siga. Caminamos hasta el final de un pasillo. El policía se detiene ante una puerta, la abre y pulsa un interruptor. Tiembla dentro un fluorescente que ilumina, a ráfagas, el caos de una chamarilería: hay televisores y radios, rebujos de papel y ropa, mesas camillas, una pierna ortopédica, botes de pintura, una guitarra sin cuerdas, la mascota de la Expo 1992, un aparato para hacer abdominales. Me parece escuchar el ladrido de un perro.
El policía se muerde las uñas, suspira y dice:
—Son objetos decomisados a los Reyes. Se encuentran bajo depósito judicial mientras la investigación siga abierta. Y seguirá abierta mucho tiempo. Es difícil detener a tres tipos que aparecen una vez al año, apenas durante unas horas, y que, cuando están a punto de ser descubiertos, allanando una morada o saliendo de ella, entran en otra con facilidad. Y al día siguiente, si te he visto no me acuerdo. ¿Qué demonios hacen el resto del año? ¿Dónde tienen su residencia? ¿En Babilonia? Ni domino la geografía ni tampoco el derecho, pero imagino lo complicado de su extracción a España.
—Querrá decir extradición.
—Usted me entiende.
Descuidando los límites de su trabajo, o queriendo quizás descuidarlos, el policía pregunta:
—¿Se encuentra bien? Parece cansado.
—No, no estoy bien. Todo esto es un disparate.
—¿Un disparate? ¡Claro que es un disparate! La historia de los Reyes Magos es un disparate. Un cuento sin lógica. Un cuento sin lógica pero que esconde, curiosamente, una teoría de vasos comunicantes: para que unos tengan, otros tienen que ceder, por las buenas o por las malas; y entre unos y otros estamos los policías, unos parias tratando de evitar los expolios. Ay, qué cruz. Luchamos contra un robo mayúsculo, cíclico, universal y socialmente bien aceptado. Si pudiéramos sacar la porra con más libertad, y repartir justicia como es debido, ¡vaya regalo más mono que les íbamos a hacer! Todo, todo es un disparate. ¡Y para colmo escucho hoy, en la radio, que están enterrados en Alemania, donde ni siquiera los celebran! —y el policía niega con la cabeza y luego apaga la luz.
De vuelta a casa, escuchando también la radio, un hombre cuenta que, cuando era niño, pidió a los Reyes Magos un Scalextric. Quería el modelo «Persecución Americana», que consistía en un coche de policía, de color azul, otro morado, que era el de los fugitivos, y una pieza esencial: el cruce de pistas. El día de Reyes, y tras pasar la noche sin dormir, el niño saltó de la cama. En el salón, junto al árbol de Navidad, rasgó un celofán, luego otro y, por fin, apareció la caja de un Scalextric. ¡Era lo que había pedido! La fotografía exterior mostraba dos rectas unidas por dos curvas, pero sin ningún cruce. ¡Eso no era lo que había pedido! Recuerda el hombre al niño que fue, y que ese niño miró con tristeza a su padre. Recuerda que el padre le pidió que abriera la caja. El niño obedeció e, inexplicablemente, se encontró con la ficha de cruce de pistas. Corrió hacia su padre y sintió que, al abrazarlo, era el niño más feliz del barrio, como también lo era recordando ahora, en la radio, esta historia. Tardó mucho tiempo en unir la presencia de esa ficha, alojada en un modelo que no era el suyo, con la ausencia de la misma en el Scalextric de su vecino Manuel, cuya caja sí era la de «Persecución Americana». ¿Qué ocurrió? Papá había tenido problemas con algunos vecinos, historias en los garajes, el trastero. Nunca preguntó a su padre sobre ello, sobre ello y sobre otras cosas, quizás porque no quería saber la respuesta, o tal vez porque la sabía muy bien.
Apagué la radio, dejé el teléfono en su base de carga. Debía de ser muy tarde cuando me dormí. El grito de un niño me despertó. Eran las nueve y diecinueve de la mañana. Arrastré mi cansancio hasta la cocina, preparé un café, encendí el móvil, tenía un mensaje de texto: «Soy Mario de Tecnovisión. La imagen ya no se tuerce. Ha habido que cambiar la placa base principal. Mañana estamos abiertos, por si quiere recoger su televisor. Feliz día de Reyes».
Me senté en el sofá. El café ardía y un rayo de sol cruzaba el salón. Pensé en ese niño que nunca tuvo su ficha de cruce de pistas; en alguien que no encontró su regalo al despertar. Hubiera querido devolver la ficha al vecino que la soñó. ¿Habría alguna en el cuarto policial de bienes decomisados? Para saberlo, hubiera tenido que preguntar a mi padre, pero eso ya no era posible. La otra opción, la única opción, era seguir creyendo en la justicia de los Reyes Magos.
Gracias a mi amigo Manu por esta foto tan apropiada para acompañar mi texto. Fue hecha en Marruecos en los primeros días de enero de 2023.
En el Auditorio de Música de Madrid, escuchando la Novena de Beethoven, me dio por acercar la mirada hacia el atril de una flauta, con esa curiosidad, o quizás osadía, de quien pretende leer una partitura que, ya de lejos, se adivina como un bosque de obstáculos, de silencios y de fusas, de páginas que esperan, con la esquinita inferior doblada, su fugacidad, y al detener la mirada frente a la partitura que, zas, la traspasé, encontrándome por sorpresa en un sitio nuevo, aunque el fenómeno no lo era, porque esa misma partitura, abierta en otros tantos atriles, escenarios, salas de concierto y épocas, operaba desde siempre el prodigio de su trascendencia.
Y así que, tras la partitura, vi calles de adoquines, faroles de gas, calesas llegando tarde a palacios con sus ventanas iluminadas. Vi chimeneas donde siempre arde la palabra no, vi salones de baile y desde sus paredes me miraron, con rigidez, reyes y astrónomos. Vi y escuché cubiletes en los que tintineaba la pobreza, y esos mismos cubiletes, tumbados entre jarras de alcohol, repartieron duelos y fortunas, y por supuesto que vi la noche, siempre la noche, su garganta de niebla y un cuchillo paciente dentro de un pantalón, y también vi o imaginé —es lo mismo— un estruendo alegre, y es que la partitura hacía eclipse en el atril, y la mirada pestañeó de vuelta a un mundo de abrigos arrebujados, de toses y de vítores, de teléfonos que despiertan, de gente que se pone en pie y camina con lentitud, como azorados, como si la experiencia les hubiera dejado sin ganas de nada, incluso de salir de allí, y de coches y autobuses que deshacen lo que fue una efímera hermandad.
La Novena sinfonía es el latido de la Tierra; un latido que funciona con la misma regularidad que el giro de las estaciones y los cultivos y las mareas. Su música reside en nosotros, pero solo se la escucha si prestamos atención. Entonces nos levanta de esa carrera de relevos llamada humanidad y, con los pies suspendidos, observamos la inmensidad del paisaje y del tiempo, y en sus coordenadas, allá abajo, nosotros, infinitesimalmente nosotros. Frente al hechizo de esta música pierden importancia los finales de mes, las tareas pendientes y los análisis médicos, porque lo que vemos desde lo alto es un espacio luminoso, solidario y colectivo donde resuena, con la fuerza de una fanfarria, esa música que expande alegría.
Pensé en Javier Marías la mañana de un domingo en el que, al llegar la tarde, supe de su muerte. Yo esperaba mi tren a Madrid en la estación de Málaga y, por hacer tiempo, compré El País, abrí la revista y, como de costumbre, busqué su artículo en la última página donde ya llevaba escritos, como luego supe, más de novecientos, y me extrañó tropezarme con Rosa Montero, porque era 11 de septiembre y el resto de firmas ya habían regresado de sus vacaciones. Un mes antes, hacia mediados de agosto, la familia del escritor había anunciado que padecía una afección pulmonar de la que se recuperaba, y al leer entonces esa noticia sentí el alivio inesperado de una enfermedad que desconocía pero, a la vez, lo irreal de la idea de una familia asociada al escritor, quien decidió una forma de vida —o al menos así lo creía yo— basada en una lealtad solitaria, tal vez romántica pero decididamente firme, hacia la literatura, ello para beneficio de sus lectores y, posiblemente, detrimento de esa familia que yo desconocía y que, en medio de una enfermedad, sorpresivamente se anunciaba.
Pienso ahora que rememorar a una persona viva cuando no lo está es una idea próxima a Marías, cuya escritura exploró la frontera entre personajes vivos y muertos, los espacios a los que llega la palabra —y por lo tanto la memoria— y los que no, y de esa cicatriz entre la voz y el silencio, entre la verdad y la fabulación —y dentro de la verdad, entre sus muchos matices—, que su literatura nos fascinó por esos personajes nebulosos, melancólicos o coléricos y siempre cosmopolitas —intérpretes, profesores universitarios con perfil de espías, negros literarios, incluso fantasmas—, todos en búsqueda de una voz, pero lo que de verdad pensé al llegar a Madrid, abrir la puerta de casa y saber de su fallecimiento, fue en una casualidad que a él seguramente le hubiera gustado, y es que en mi anterior visita a Málaga, nueve años antes, yo llevaba como lectura su Fiebre y lanza, publicada en 2002 —veinte años antes de su muerte—, en una edición barata de bolsillo cuyo tesoro era —es, será— una dedicatoria que escribió en la Feria del Libro de Madrid —posiblemente de ese mismo 2002—, tras hablar largamente de Juan Benet, de quien él fue amigo y valedor póstumo, y de quien yo le recordé una frase —y no sé por qué lo hice— donde Benet afirmaba que, si la herencia de Proust era la del lector, la de Faulkner era la del escritor —y en verdad Faulkner fue una influencia que siempre existió en el estilo de Benet, de Marías y de cualquier apasionado por la escritura—, y tras mi frase Marías guardó silencio, quedó su cigarrillo absorto, muy cerca de sus labios, yo me giré con temor a que, a mi espalda, se hubiera formado cola —estaba solo—, y volviendo hacia él, observé caspa sobre su chaqueta, advertí también que era zurdo y que esa mano, por fin, se ponía en movimiento, tumbaba la pluma y, con caligrafía de colegial, escribía de forma aplicada: Para Daniel, sin lanza y con la fiebre justa. Saludos benetianos.
No le conté de mi confusión al terminar Cuando fui mortal, colección de cuentos del año 1996 —cuando él tenía cuarenta y cinco y yo dieciocho, edad a la que él publicó su primera novela—, ni que tal desconcierto, en vez de alejarme de su obra, fue más bien un desafío que me invitó a seguir leyéndolo, buscando comprender esa voz digresiva, enigmática, llena de matices, nunca tediosa y siempre despierta, que te urgía a continuar, y así lo hice durante toda su vida, y así descubrí que, como todos los grandes escritores, la obra de Marías reiteraba una obsesión única y fundamental, en su caso la del puro acto narrativo, sus enfoques y sus límites, sus resonancias, sus voces y ausencias, y que al lector le dejaban no solo la sensación privilegiada del goce narrativo, sino también el alivio cómplice de conocer secretos que, al igual que muchos de sus personajes, hubiera preferido ignorar.
Y por supuesto que no le conté ni le podré contar nunca que, veinte años después, cuando todos los periódicos lo recordaban con aprecio póstumo, me acerqué de noche a la Plaza de la Villa de Madrid, y que subí la mirada a ese balcón que me gustaba ver iluminado, imaginándolo con su cigarrillo mientras leía una novela, o quizás frente a la máquina de escribir, trabajando en alguno de esos artículos en los que mostraba una faceta más áspera, menos pulida, que en su ficción, o tal vez deambulando junto a su larga colección de libros y de películas y de fotografías y de soldaditos de plomo, celebrando el orden y la importancia que siempre otorgó a los objetos como portadores de la memoria, y pensé, en fin, lo extraño de marcharse alguien que siempre estuvo ahí —en la última página de una revista, en un programa de radio o televisión, en mi memoria lectora y en el goce perpetuo, adelantado, por el alumbramiento de un nuevo libro—, y a continuación concluí que no había nada de extraño en ello, pues lo normal es que los afectos y las personas entren y salgan de nuestras vidas, que el mundo se llene de ausencias y, con suerte, lo alumbren nuevas luces, pero en ese momento, con la noche pegada a la plaza, confirmé que mi forma de ver la vida —y por lo tanto de escribir— había sido a la estela de un escritor a quien ya solo cabría regresar, y con el miedo de haber agotado un itinerario, desconociendo aún qué haría su muerte en mí, que estuve un rato inmóvil en la plaza, con las campanas tañendo en algún campanario y yo mirando hacia su balcón sin luz.
Es una tragedia; una tragedia para mí, se lo aseguro. Puede que no me comprendan. O que piensen lo contrario: que la tragedia es la de los otros, aquellos que abren cautelosos la mochila que yo inspeccioné. ¿Cómo les digo que perdí mi olfato si, además, cada vez que acaba bien una misión, me regalan galletas de perro?
Las ciudades en ruinas son siempre la misma. Reducidas a escombros, no hay nada en ellas que las diferencie. O quizás sí. Quizás se diferencian por algunos objetos: un piano necesitado de ortodoncia, como salido de un túnel del terror, o las fauces de una maleta usada, o tal vez el brazo azul, aún erguido, de un peluche pidiendo ayuda. Son elementos que activan una mirada y, a continuación, la memoria de una propiedad que ocurrió, o lo contrario, de una propiedad ausente pero que, a la vez, fue de todos, la propiedad de un espacio y un tiempo compartidos, y que al hombre que allí mira, que allí mira y recuerda, le ratifican que vivió en esa ciudad que hoy, literalmente, no existe, y que hoy, literalmente, pisa. Esa sensación de compañía y a la vez soledad, de propiedad y de ausencia, de un pasado áspero, un futuro incierto y una destrucción presente, fue cantada por Sarajlic en su poema Sarajevo:
Esta ciudad en donde, a decir verdad,
no siempre he tenido mucha suerte
pero donde cada cosa es mía y donde siempre puedo
amaros a cada uno de vosotros
y deciros que estoy desesperadamente solo.
Cómo será volver a un lugar destruido. Intuir lo que fue y estimar el esfuerzo doloroso de una reconstrucción. Caída y ascenso, caída y ascenso, caída y ascenso. ¿Será que las ciudades deben caer para después levantarse? ¿Reordenan las ciudades una destrucción anterior? Y si es así, ¿es posible combinar las ruinas y volver a la situación inicial? La validez de una réplica, de ese conjunto nuevamente ordenado de restos, fue planteada por el arqueólogo británico Bill Finlayson. En el debate sobre la recuperación del Arco del Triunfo de la ciudad siria de Palmira, Finlayson se preguntaba si, asumiendo que podamos volver a la autenticidad del original, no estamos sino abriendo la posibilidad de una destrucción que, después, será restituida.
¿Y de qué destrucción hablamos? En My city of Ruins (Mi ciudad en ruinas), Bruce Springsteen canta a una iglesia sin fieles donde suena un órgano; las calles están vacías y la respuesta a la soledad está en la fe, como así repite en el cierre de la canción. ¿De qué ruinas habla Springsteen? La ciudad que él describe no parece bombardeada. ¿Habla de ruinas exteriores, y por lo tanto visibles, o más bien de un desmoronamiento interior? Unas y otras provocan el mismos efecto: la contemplación de algo que ha desaparecido; la certeza dolorosa de que volver es imposible, y de que las ruinas han borrado el camino, y de que no sabemos cómo avanzar.
Pero se avanza, siempre se avanza; las ruinas se reordenan y se levantan para que, sobre ellas, sucedan futuros derrumbamientos. Las ruinas se parecen a esas hojitas tenaces que brotan en los intersticios de las piedras, o en las juntas que dejan las baldosas. Por esa convicción de salir adelante que Blas de Otero cerraba su poema Todo con este verso: “Gracias por morir; Gracias por perdurar”. Y por eso que Izet Sarajlic, ante la advertencia próxima de la muerte en Sarajevo, y aun consumido por la tristeza, quiere encontrar un refugio, el de una calle pequeña, simple, cotidiana. De esa búsqueda nos habla en su poema Una calle para mi nombre. Una calle sin aspavientos y que funciona como un refugio a la desgracia; una calle como un búnker, y en la cual no se edifican elevados proyectos que, antes o después, serán ruina, y terminarán derrumbados. Quizás, quizás todos vivamos en ciudades en ruinas. Pero entre los escombros la vida continua, siempre continua, y siempre hay un motivo para que suenen los pianos, para que viajen las maletas, para que nos abracen los peluches, para que, entre las baldosas, asome la vida.
Paseo por la ciudad de nuestra juventud
y busco una calle para mi nombre.
Las calles grandes, ruidosas,
se las dejo a los grandes de la historia.
¿Qué hacía yo mientras se hacía la historia?
Simplemente te amaba.
Busco una calle pequeña, simple, cotidiana,
a través de la cual, sin llamar la atención de nadie,
podamos pasear incluso después de la muerte.
No es importante que tenga un paisaje hermoso,
tampoco que haya pájaros.
Lo importante es que en ella puedan tener refugio
cualquier hombre o perro en peligro.
Sería hermoso que estuviera empedrada,
pero tampoco esto es imprescindible.
Lo más importante es que
en la calle que lleve mi nombre
no le suceda nunca a nadie una desgracia.
El poeta aspira a que el amor trascienda su tiempo en la ciudad, quién sabe si porque anticipa el vacío que será en sus calles. Sobre ciudades vacías y la durabilidad del amor afirma Fernández Mallo que «las parejas levantan ciudades de materia y afectos, costumbres y ritos únicos e irrepetibles; un lenguaje propio. La peculiaridad de ese universo creado entre los dos es que no se destruye si la pareja se rompe, sencillamente pasa a un estado de ciudad abandonada, ruina que en algún lugar ha de continuar su curso». Uno mismo, desaparecido el afecto, se siente extraño de la ciudad donde amó. El antiguo amante es una ruina y habita un lugar en ruinas, porque la mirada, siempre la mirada, construye la realidad. Quizás que nuestra pertenencia a un territorio no venga entonces por la biología de un azar, ni tampoco por esa persistencia de los calendarios llamada raíz, sino por una comunión más profunda y sentimental, una comunión que se apoya en el acto de construir, por medio del sentimiento, ese espacio donde uno escribe la vida con su propio lenguaje, el lenguaje de los afectos, las costumbres y los ritos —como señala Fernández Mallo— y que, como cualquier escritura, desembocará en un punto final, un muro en ruinas donde otros seguirán escribiendo, amando, escribiendo, amando, escribiendo, amando.
Fotografía: https://www.istockphoto.com/es/foto/antigua-court-jard%C3%ADn-gm92224755-7069743
Poemas extraídos de Sarajevo, de Icez Sarajlic. Traducción de Fernando Valverde y Sinan Gudzevic. http://valparaisoediciones.es/tienda/poesia/36–sarajevo.html
Sobre el mundo ellos no comprenden nada,
y eso que al mundo un tiempo lo elevaron,
los aeropuertos, que planearon
discretas fugas con vuelta cerrada.
Hoy sus hangares palcos de un teatro
sin función; hoy sus puestos de bebidas
no tienen sed; hoy maletas perdidas
giran en solitario anfiteatro.
Parpadea en el aire nuestra ausencia,
y en tierra un collar de taxis se abrazan
a las vidas que van en conferencia.
Me pregunta el reloj por qué no viajo;
responde un rumor raro de impaciencia,
y este vértigo de habitar abajo.
Hoy he conocido a un mujer sorprendente. Ha sido en un gran centro comercial. No voy a dar su nombre, (el del centro, no el de la mujer), porque no me gusta nada hacer propaganda gratuita. Yo llevaba tiempo entretenido en la sección de libros y discos. Se ha acercado a mí disimuladamente y antes de que me pudiera dar cuenta me ha cogido de la mano. No puedo negar que he sentido un pequeño sobresalto. Para tranquilizarme me ha mirado a los ojos, como leyendo mis pensamientos, y ha dibujado una levísima sonrisa. Ha susurrado algo que no he llegado a entender. Sin soltarme ha seguido mirando stands y tras coger un par de discos se ha dirigido a caja. Yo la he seguido, disimulando normalidad, como si fuera su pareja habitual, pero por mi cabeza pasaban a la velocidad de la luz mil historias.
Hemos salido a la calle y he sentido la necesidad de decir algo. No sé…”¿Eres de aquí?”… «¿Vives lejos?»… Pero al punto de hablar he sentido que su mano apretaba con fuerza la mía y me ha sido imposible despegar los labios.
De pronto se ha sentado en un banco del parque y me ha abierto su corazón. Yo no podía resistirme a abrirle el mío. Con el corazón se me ha desatado la lengua y he comenzado a contarle esas mil historias que, como os decía, se me pasaban por la cabeza. Ella me miraba embelesada y eso me daba alas para seguir hablando sin parar como en una nueva versión de Las Mil y una noches… «Siempre hablas demasiado”, me tienen dicho mis amigos, que conocen mejor a las mujeres. Y debe ser cierto, porque después de una semana de un maravilloso idilio en el que no he podido parar de contarle historias hoy la he visto llegar a casa con un nuevo libro de la mano mientras yo la espero inútilmente, callado ya, en un hueco de su estantería.
Photo by Boudewijn Huysmans on Unsplash
Gracias a Miguel Gil Casado por enviarme este fantástico relato y permitirme publicarlo en el blog. ¡Que sigan llegando más!
Hoy quería contarte algo dulce,
una historia que empieza cuando tomé un autobús
y me pasé de parada,
era un lunes, las diez y cuarto,
no tenía dinero ni móvil ni ganas de volver,
(¿qué año sería?, ¿tal vez 1998?).
Había un cementerio de vehículos,
había unas ovejas tristes
y una casa
a cuya puerta llamó mi curiosidad.
Me abrió una mujer que vio adolescencia
y respondió una voz que no supo ver.
Me hizo pasar,
me invitó a leche (no), agua (no), cerveza (no),
(eran las diez y veinte, las diez y veinte de la mañana),
y de pronto en un sofá me asediaron
desde la estantería
dos niños y
tres nietos y
un marido que sonrió, ¿sonrió cuándo?,
ah, en 1993, sí,
ah, en Disneyland París, sí,
y sí,
sí sé que olía a gato y abandono,
sé que su mano se acercó al pantalón,
sé que pensé pero no sé lo que pensé,
pero sé que dejé de ver las fotografías,
y sé que hice algo
que no debía (aunque lo deseaba)
y también que hice algo
que no quería (aunque lo deseaba)
y cuando bajó una cremallera
yo me levanté,
ella se recompuso y dijo que
bajandolacallealaderechaestálaplazayallípasaelautobúsdevuelta,
y toma,
tomaestasdoscientaspesetasparaelbilletedeautobús,
ella sin aire y yo el aire de la distancia,
y entonces supe
que toda la vida lamentaría esta oportunidad,
que en los bares y las noches y las almohadas
convertiría su recuerdo en equivocación,
mi equivocación,
que hay un arte del extravío
y está hecho de arcilla, porque es único,
que no es fácil tocar la puerta justa
en el momento exacto y
que los bolsillos de la juventud
están llenos de posibilidad
y así quedarán,
pero entonces tenía doscientas pesetas,
volví a la ciudad,
me olvidé de la mujer
y en Méndez Álvaro mastiqué su recuerdo
con una palmera de chocolate
(¿puedes creer que esa pastelería sigue abierta?),
y desde entonces, cada vez que estoy así, raro,
sin saber dónde ir o volver,
pienso en subirme a un autobús
y no bajarme a tiempo,
pero siempre antes veo una pastelería,
compro una palmera
y me masturbo de pasado:
¿ves cómo era una historia dulce?
En su libro Pájaros de sombra, Andrea Coete resume la obra poética de diecisiete escritoras colombianas, nacidas entre 1964 y 1989 y con, al menos, dos libros publicados hasta 2019, año de edición de esta antología.
Clandestinidad, ruptura, desobediencia y desesperación son actitudes ante el hecho poético que, según Coete, destacan en el trabajo de las mujeres. Esas actitudes justifican que su antología se centre en voces femeninas. Quiero pensar, sin embargo, que esas actitudes son hondas en cualquier producción poética, y que no pesan diferentes en un género u otro; la historia del fenómeno poético ha avanzado en clandestinidad, ruptura, desobediencia y desesperación con su tradición misma. Cada poeta ha hecho de lo anterior su magisterio, y ha emprendido un camino singular durante su madurez, un camino andado por tramos de clandestinidad y desesperación, a veces dominado por la ruptura y a veces por la desobediencia a la norma, y a veces su revolución ha consistido en volver al punto inicial. Aunque me cueste comprender el criterio que rige esta antología, no así me sucede con su contenido y estructura: existe una unidad temática y formal que atraviesa las diecisiete voces, una voz homogénea que nos haría pensar que esos temas y formas muestran, sí, una orientación más femenina que masculina. Pero incluso esta afirmación se me antoja imprecisa, necesitando de una antología alternativa, construida por diecisiete escritores colombianos, y realizada bajo una idéntica lupa estética, para validar así mi afirmación y concluir, quién sabe, que la pluma masculina y femenina se conducen por cauces distintos; el absurdo de esta antología paralela es también la incomprensión del criterio que rige esta. E incluso cabría preguntarse si estas diecisiete voces femeninas representarían la homogeneidad de una voz femenina que, en verdad, no lo es; si la selección viene del fondo o, por el contrario, es un criterio editorial. En resumen, se me antojan demasiadas las preguntas y no muy claros los presupuestos que gobiernan este trabajo.
Virginia Woolf defendía que la mente andrógina era la más fértil para la creación. La mente de una «mujer con algo de hombre» o de un «hombre con algo de mujer» era una mente completa, que hacía del hecho creador un ejercicio imparcial no condenado a morir. Woolf consideraba funesto que una mujer hablara «conscientemente como una mujer», y lo mismo podría decirse del hombre. Leyendo esta antología uno concluye que, un siglo después, no se ha cumplido la tesis de Woolf, porque hay una serie de actitudes que basculan el equilibrio o mezcla hacia un lado u otro. Pero tal vez estas voces femeninas —y posiblemente Woolf me hubiera dado la razón, porque sostenía que hay que escribir sin pensar en el sexo— se hubieran beneficiado de tener, a su lado, el contrapeso de las masculinas, para así detectar que, efectivamente, hay unas actitudes que dominan en una mente frente a la otra.
Quiero pensar, como solución a la duda creada, que esta antología obedece a una restitución de naturaleza histórica. Que la voz poética ha sido siempre minoritaria nadie lo duda, ni tampoco que, en ese largo susurro que es la poesía, hayan existido distintos grados de silencio y represión, y que ese silencio y represión siempre han sido de una voz, y siempre la voz femenina. Y en esa mirada diacrónica a la historia poética, que es una historia donde la mujer no ha existido, es donde encajo el motivo de esta antología, e iniciativas valiosas como la de Vaso Roto cubren, revelan, señalan, primordialmente, una vergüenza histórica: que la mujer ha sido históricamente, históricamente, históricamente, silenciada. Estos poemas aquí reunidos son una explosión cargada de presente, con creadores vivos, presentes, y si uno busca entender el motivo de su filtro de género no encuentro mejor explicación que ese deseo de judicializar, vicariamente, el pasado. Una suerte de sororidad que, precisamente hoy, no debería entender de género. Y es que la pluralidad de voces, voces de mujeres que en verdad dialogan con voces de hombres, la pluralidad también de identidades sexuales, en expansión y movimiento constantes, el número hondo de plataformas de comunicación que no sólo facilitan el acceso al mundo poético, sino su creación misma, y el propio carácter andrógeno del material poético, hacen de la autoría, y del género que lo sostiene, un asunto secundario. Cuando se accede a un portal poético, o se lee una revista poética digital, el visitante suele ignorar si el creador es un hombre, una mujer, o alguien que disfraza su identidad. La curiosidad del lector de poesía dibuja una luz en ráfagas, que vuela por mil sitios, que anida un rato aquí, golpea el aspa y vuela allá, y en esa navegación de formatos crea una conexión de temas antes que ignora los debates o filtros de género, de sesgo más filológico o académico. A ese lector no le preocupa saber qué voz le habla tras la belleza de un verso, qué voz le pide que acerca su mirada, y roce una palabra, qué voz despliega, ante su asombro, una imagen o un temblor. Si existe una reinvidación de género, claro que la quiere escuchar, pero no le importa el género del altavoz que la grita.
Cómo sería el mundo si elimináramos de los libros la identidad de sus autores, pero también las fajas laudatorias y las contraportadas chivatas, y, en la ausencia nueva de prejuicios, nos descubriera el placer libre y radical del arte, solamente el arte. Cumpliríamos el deseo de Woolf cuando decía que se debe escribir —pero también leer— sin pensar en el sexo, porque cuanta más libertad tenga nuestra mente, más advertiremos todo lo que nos falta por explorar. Si no eliminamos las portadas, que sea porque el artista se debe alimentar, y nosotros de él, y así darle, darnos las gracias. Recuerdo una sesión de taller con Andrés Neuman donde entregó el inicio de una novela sin indicar su autor. El grupo, mayoritariamente femenino, destacó la inclinación y conocimiento del mundo femenino de un autor que sólo, sólo podía ser una mujer. Y resultó que no, que no era una mujer, sino que era un hombre y, además, para hacerlo aún peor, ese hombre era Javier Marías. Me pregunto si Neuman intuyó este desenlace.
Dice la poeta —y aquí compiladora— Andrea Cote en una entrevista (Cote and Guerrero 153-160) que uno de los temas claves de la escritura femenina del siglo XX es el cuerpo. Lo justifica como la necesidad de «construcción de un espacio para la voz de las mujeres en la literatura», un espacio donde se produzca la «recuperación de un cuerpo sobre el que se han ejercido formas de control político, social y familiar». Creo que la antología, sus diecisiete voces, los casi doscientos poemas, reflejan magistralmente esta formulación. Si se leen con esta idea se descubre un sedal que los recorre y engarza. Los poemas parecen formar un documento único, un alta hospitalaria: la restitución de un cuerpo a un tiempo y un espacio que les fueron abolidos. De esa restitución habla Lucía Estrada (Medellín, 1980) cuando nos cuenta de una montaña que, pacientemente, la mujer escaló «en sentido contrario». Quizás uno de los poemas más notables de esta excelente antología —y es difícil y es cruel hacer una selección— lo escribe Beatriz Vanegas, otra poeta que indaga en el cuerpo, y que busca con su radar ese nuevo espacio —en este caso de filiación cinematográfica— desde el que la mujer encuentre su voz, y pueda volar.
Thelma y Louise
Cuando partas hacia tu abismo
pide que el asfalto arda
con soles candentes sobre la herida
que llevas en carne viva
en tu ultrajado corazón.
Pide hallar el engaño en cada sonrisa
de aquellos que te invitan
a libar la noche y las estrellas.
Persigue tu abismo en todo príncipe
que, llegado el amanecer,
termina convertido en sapo.
Pide que el mapa que extiendes
en la cama del hotelito de paso
esté lleno de incertidumbres.
Y que la duda sea tu brújula.
No des crédito al amor:
él es sólo un pretexto
para que tu cabellera ondee libre
perseguida por el purísimo dolor.
Y cuando tengas ante ti el abismo,
amada Thelma,
sabrás que desde el oscuro
país de los hombres
han venido a mirar consternados
tu alto, desnudo y encumbrado vuelo.
Obras citadas:
«Pájaros de sombra.» Web. Jan 7, 2022 <https://emea.vasoroto.com/products/pajaros-de-sombra>.
Woolf, Virginia. A Room of One’s Own. London etc.]: London etc. : Penguin Books, 2004. Web.
Una noche más las ovejas no se dejaron contar, y hoy, a ti, esta noche, te toca contar, contar butacas y sillas y mesas de una fiesta de Año Nuevo, pero eso será más tarde porque ahora, ahora amanece afuera, es apenas un indicio, un murmullo de motores, una lama de luz, y lo que no es indicio sino cierto, lo que es cierto es que hay una melodía en tus labios, una melodía infantil, feliz, inesperada, una melodía que silbas aunque ya no estás en edad para silbar, son cuarenta y tres años camino de la ducha y allí seis correos en el móvil, ¡seis!, seis correos que dicen ser nuevos pero, en verdad, no, no son nuevos, son siempre, siempre, siempre, siempre, siempre, siempre idénticos, idénticos igual que la guitarra aprendiz y el café áspero, igual que la ducha y el gel con aromas de un país que no conoces y que nunca visitarás, y justo de ese país hablan en la radio, y ya sabes que es treinta y uno de diciembre y no sabes que ayer el Madrid jugó y empató, y ya sabes que debes pensar en nuevos proyectos y no sabes que la hidratante es de mañana y de noche, ¡de mañana y de noche!, y hablando de noche no sé si recuerdas que hoy, después de la oficina, te toca inventario de butacas y sillas y mesas en un hotel, te lo repito porque últimamente olvidas con facilidad todo lo importante, y a lo mejor ahí está el problema, que tu vida no lo es, y por eso olvidas también que sería fácil, tan fácil, ¡tan fácil hacer un giro!, pero si lo meditas demasiado puede que te marees, que pierdas el equilibrio y caigas, que incluso te hagas daño y llegues tarde a la oficina, así que gira el volumen, apaga la radio, aprieta, aprieta el nudo de la corbata, no pienses, coge aire y el móvil, cierra la puerta y sal a contar, auditor, la vida en fiesta de los demás.
Dedicado a Pablo Múzquiz, por una amistad que salta atriles y fronteras.
La mujer te pide el pasaporte con ojos de guerra fría. Tu brazo, con temblor de polizón, entrega el pasaporte. La mujer, con la firmeza de la autoridad, agarra el pasaporte, lo abre, mira la fotografía, levanta la vista, verifica tu agotamiento, mueve la hojas y, sorprendida, acerca sus gafas a tu visado de trabajo. Su dedo índice señala el visado y, a la vez, su voz pregunta en qué ciudad trabajarás durante tu estancia. Aparece entonces un mapa en tu cabeza, y sobre el mapa, como si fuera el panel didáctico de un museo, pequeñas luces que se iluminan y se apagan. Piensas qué ciudad escoger de la gira, pero estás fatigado y tu boca responde: soy músico. La mujer levanta sus cejas y tensa el gesto, mostrando incomodidad. Cierra tu pasaporte, se acerca a ti y, sílaba a sílaba, troceando su enfado, te pregunta otra vez la ciudad donde trabajarás durante tu estancia. Notas que tu cuerpo duele a clase turista. Piensas decir Nueva York, pero tu boca responde: Carnegie Hall. La mujer respira hondo y el vestíbulo se queda sin aire. A su espalda avanza el minutero de un reloj, aunque sientes más bien la incertidumbre de una cuenta atrás. Entonces, sin que entiendas nada, la mujer extiende su brazo, libera tu pasaporte, te lo entrega y concluye: si es usted capaz de tocar en el Carnegie Hall, sea bienvenido a los Estados Unidos de América.
Lo vendo nuevo y
firmado por el autor:
fue mi marido.
Hoy es viernes y
en el interior de un coche
llora una mujer.
Recibí el balón en mitad de cancha, lo até a mi bota y avancé. El estadio rugía, la hierba era blanda y hacía sol. Corrí, dejé atrás dos rivales, un tercero me cerró el paso al borde del área. Cansado, sin ángulo de tiro, pasé el balón a mi derecha, y hacia allí rodó la atención de los jugadores. Aproveché para desmarcarme, haciendo espacio pero evitando, a la vez, que el espacio me ubicara en fuera de juego. Merodeando por el punto de penalti reapareció el balón: venía por mi derecha, haciendo un arco hacia la portería. Una espalda ocultó al compañero que dio el pase, ¿o tal vez fue el propio rival? En la duda corrí tras el vuelo del balón, y también el guardameta, una espiga rubia que abandonó la sombra de la portería y, viniendo hacia mí, corrió y saltó extendiendo su brazo derecho, igual que un superhéroe. Desde la grada pareceríamos dos trenes de un ejercicio de álgebra mal resuelto, y por lo tanto a punto de chocar, pero antes del choque el balón hizo eclipse, no hubo estadio, no hubo aficionados ni cánticos, no hubo cámaras ni periodistas ni por supuesto sol, y en medio de la oscuridad y el silencio aceleré, tomé impulso, salté y la infancia me acompañó en el salto. Volé sobre una cancha de arena sucia y gris, rodeada de viviendas miserables, con dos galpones a modo de banquillos, una reja acribillada tras la portería norte, una pintada en el muro sur que, en mayúsculas, decía “CON LA DEMOCRACIA NO SE JODE”, y detrás del muro, del lado de la avenida, el aroma paciente de un local de uralita que llevaban Bruno, su mujer y sus tres hijos, y donde se vendían hamburguesas y vareniques rellenos de ricota, y me relamía los labios cuando, de golpe, cesó el eclipse y mis botas golpearon la hierba. El balón descendió a la cancha, botó en el área chica, con mansedumbre cruzó la línea de gol. Aunque por razones opuestas, todos los jugadores alzamos los brazos. Corrí hacia el público, en parte para celebrar el tanto, y en parte para escapar del misterio de su creación, en la cual alguien, desde allá arriba, me echó una mano.
Salgo de ver Dune (Dennis Villeneuve, 2020) en Madrid y, a la vez, salgo de ver Mother (Bong Joon-ho, 2009) en Verona. De vuelta a casa es otoño en Madrid y, a la vez, es verano en Verona, que casi son la misma palabra. Porque he visto Dune y a continuación Mother, y porque mi memoria adora las mezclas, es natural que las mezcle, pero en verdad no pueden ser más distintas, comenzando por sus lugares de proyección: un cine al aire libre en Verona, de espaldas a la basílica de San Zeno, un patio de sillas de plástico verde, un viento que hace tremolar la pantalla y la noche un dosel de estrellas, silencio y frío; un multicine a las afueras de Madrid —¿a las afueras de quién?, podrían preguntarme—, con salas para multitudes, butacas para obesos, precios para ricos, sonido para sordos, pantallas para abarcar el mundo y moquetas para que el mundo las ensucie.
Todo en Dune sigue un guion previsible. Es una transacción eficaz donde pagas por lo que quieres ver. Si las sorpresas suceden, lo son por el lado menos favorable: es una película sobre un planeta desértico, pero abundan las escenas de interior; es una película que muestra a colonos y nativos regañados por el control de una materia prima, pero las batallas que anuncian sus mesas militares no llegan a ocurrir, y los enredos se resuelven de forma palaciega, en una esgrima pobre de espadas que se entrechocan en pasillos y habitaciones; es una película, por fin, que debía mancharnos los ojos de sudor, sol y arena, y más bien nos arroja frío, acero y oscuridad. Siento además una impostura en cómo afectan los sueños a sus personajes, porque el día y la noche parecen flotar en un mismo delirio donde lo racional y su ausencia coinciden; el uso de idiomas vernáculos como identidad o protección de un pueblo tampoco beneficia la trama, pues su ocurrencia es mínima y su efecto marginal. Como tantos elementos de Dune, todo parece suceder de un modo que es a la vez aleatorio y previsible, grandilocuente y hueco.
Dune es fiel a la épica, en su metraje nadie canta, baila o sonríe; no hay un instante que alivie el drama, y ahí reside su falsedad, porque en cualquier género siempre se cruza, como un fallo de atrezo, una pieza de otro. Esa pieza que no encaja es la que, precisamente, da coherencia a cualquier relato. Lo pensé al salir del cine y lo confirmé al llegar a casa y ver, en la portada de El País, una fotografía del pueblo de Todoque, en la isla de La Palma. La fotografía muestra una mujer y un hombre portando cajas de almacenaje. Hay a la izquierda un coche abierto y al fondo el perfil siniestro de una montaña. El rostro de ella muestra el pavor de una desgracia que imaginamos próxima. En el rostro del hombre aparece una sonrisa que es tan inesperada como el puro que aprietan sus labios. Esa sonrisa y ese puro son las piezas erróneas de la fotografía y, sin embargo, su función es tan importante como las pertenencias que angustiosamente portan. Y es que, aunque la vida se hunda, como les ocurre a los residentes de La Palma, sucede que hay un instante, siempre un instante, donde palparse el pantalón, encender un puro, fumar. Ese puro y esa sonrisa ocurren simultáneos al abandono de una vivienda, sostienen su explicación, y confieren a la tragedia su realidad, realidad que es lo que siento falta en Dune, más empeñada en hacernos levitar que sentir. En Dune necesito de ese puro que, metafóricamente, replica dentro del hombre el volcán y el humo que, ahí fuera, han destrozado su manera de vivir.
La rigidez que imponen los géneros, y que encorseta Dune, se rompe sin embargo en Mother, película que mezcla comedia, thriller y drama, y que confirma, con la seguridad de predecir el pasado, que la estupenda Parásitos (2019), del mismo director, no surgió de la nada. Encuentro en Mother rasgos que, una década después, se repetirán en Parásitos: el alcoholismo, la sofocación de la vida en los barrios pobres, el peso de la familia, la intromisión perpetua en los espacios privados. Esta intromisión construye en Mother una escena imborrable: una mujer se ha colado en una vivienda cuando, del exterior, suenan unos pasos, gira un pomo, cruje una puerta. Oculta en un armario, con la mirada en rendija, la mujer observa a una pareja joven que entra, se desnuda, hacen el amor sobre un colchón en el suelo, duermen por fin. La mujer decide salir de puntillas. El sol está alto y entra por las ventanas, pues, a diferencia de Dune, Mother demuestra que la noche no es el único dominio del miedo. La vivienda es tan minúscula que la mujer, en su silenciosa huida, roza torpemente un vaso, el vaso cae y su contenido es pánico que se derrama, avanzando hacia los dedos dormidos del joven. La cámara se tumba sobre el suelo y sigue el cauce del agua, por donde también avanza nuestra ansiedad. En esa escena, que deja sin aire el jardín de Verona, sucede más tensión que en toda la película de Dune; Mother tiene además el mérito de alcanzar su efectividad con menos medios. La diferencia con el presupuesto monstruoso de Dune lo compensa el talento.
En el prefacio a Cómo leer un poema (2010, publicado originalmente en inglés como How to read a poem, en 2007), Terry Eagleton concibe su libro como una “introducción a la poesía” que ayude a esclarecer lo que, para muchos, es un asunto “intimidante”. Con ese objetivo, el pensador neomarxista construye un ensayo estructurado en seis capítulos, y que culmina con un breve glosario de términos poéticos.
Evitando que el análisis de un texto se circunscriba a una mera descripción de sus contenidos, Eagleton sostiene, ya desde su primer capítulo (“Las funciones de la crítica”), que solo el análisis de la forma literaria puede salvar al arte de la crítica de su desaparición. Analizar la forma literaria de un poema no es circunscribirse a sus recursos métricos —a su rima y ritmo—, sino que obliga, de una forma extensa, a tratar el poema como un discurso, estudiando la materialidad del lenguaje que lo soporta. Es en el interior de ese lenguaje donde se alojan las ideas, y de igual forma que se habla de una política del contenido, también existe una política de la forma. El grado de elaboración de la sintaxis, su adecuación al sentido habitual de la misma y al tono del poema, o los criterios de puntuación en la escritura, son ejemplos de aproximaciones formalistas al análisis de un poema, pues atienden a su literariedad lingüística. Desde estas aproximaciones, y no al revés, se constituyen las ideas de todo signo que subyacen y forman un poema.
La forma, tal y como apunta Eagleton, es un camino para acceder a la historia. No en vano los cambios en la forma artística —o más ampliamente, las crisis culturales— van ligados a episodios de alteración histórica, como así fue el salto del realismo al modernismo hacia finales del siglo XIX, en un periodo convulso que culminó con la Primera Guerra Mundial. La poesía es, por lo tanto, el vehículo que canaliza una aproximación ideológica al tiempo narrativo, pero su análisis, insiste Eagleton, debe tener en cuenta “la forma de las propias oraciones”, tomando las palabras de Fredric Jameson. O dicho con otras palabras: solamente atendiendo, con lectura atenta, a su objeto de estudio, el crítico puede trascender del texto y alcanzar, gracias al estudio del lenguaje, la consciencia del arte y de la sociedad.
Desde ese camino único que enlaza forma e historia, y observado en una óptica diacrónica, Eagleton señala que en la retórica reside el punto de partida de lo que hoy llamamos crítica. La retórica de la Antigüedad unía dos disciplinas: el conocimiento técnico de un lado, el arte del discurso público del otro. Una de las variedades de ese discurso era la poesía, y no en vano el estudio de la estrategia estilística tenía una finalidad política, mostrando de nuevo esa ligazón entre la forma y la política, pues solo el lenguaje, capaz de convencer, si bien articulado, por medio del discurso, diferenciaba a los hombres libres de los subordinados.
El declive del Imperio romano provocó que el acto civil y social de la retórica quedara recluido a un ámbito escolástico, subordinándose a la lógica. Así se mantuvo hasta el Renacimiento y su triunfo humanista. Con la llegada del racionalismo científico, y como si así fuera su naturaleza, la retórica perdió, otra vez, su función política y pública. Se adueñó entonces una concepción negativa de la misma, a modo de enemigo grandilocuente y autoritario que obstaculiza la verdad. Esta condenación a la retórica persiste hoy, pese a los esfuerzos que, desde el Romanticismo, han tratado de vengar lo poético contra la retórica, y significa, sostiene Eagleton, regresar a la visión platónica de la misma.
Tras esta visión histórica Eagleton llega al presente, y en el presente nos alerta sobre la desaparición del arte de la crítica literaria: reducida la sensibilidad hacia la forma literaria, y afectado el crítico por el escepticismo hacia su perfil social y político, el análisis de la forma ha quedado huérfano en ambos campos. Escepticismo cuando no también indiferencia dentro de un mundo capitalista sin profundidad, mercantilizado e “instantáneamente legible”, donde la experiencia, por la propia fugacidad de la vida, ha quedado sin valor. Los eventos no se crean como materia para una tradición, sino apenas para una percepción y consumo fugaces, rompiendo todo lo que la poesía tiene de fenomenología del lenguaje. Si, como dice Eagleton, el lenguaje es “aquello de lo que siempre queda por venir”, cuesta creer en la significación de la poesía en un mundo que ha dado la espalda a la experiencia propia del lenguaje. El reciente ámbito de los estudios culturales, si bien ha incorporado nuevos ángulos a la lectura política de los textos, ha desatendido también el análisis de la forma tradicional.
En su segundo capítulo, Eagleton se pregunta qué es la poesía. Dejando atrás la visión sombría acerca del futuro de la crítica, pero retomando la importancia al lenguaje, Eagleton enfatiza que debemos prestar una atención particular al lenguaje, no porque haya que desatender lo que el lenguaje tiene de sensorial, de puerta hacia otros contenidos, sino porque en el significante existe una experiencia material, incrustada en el volumen físico de las palabras, y porque de ellas, y no al revés, podemos alcanzar un sentido. De esta idea de simultaneidad se explica que Eagleton sospeche sobre la clasificación de los poemas por un ratio entre significante y significado. Una gran cantidad de lo que consideramos poesía (Eagleton utiliza ejemplos de Lowell y Manley Hopkins, pero también podríamos añadir a Whitman o Lee Masters, entre tantos otros) funciona como paisajes escritos en prosa, es decir, discursos donde la experiencia y la materialidad, el significante y el significado, las imágenes y su conexión, van de la mano, y donde no cabría hablar entonces de ratios o juegos poéticos de autoconsciencia. En resumen, Eagleton, siempre apoyado sobre el lenguaje, hace un elogio de este, y defiende que lo pragmático y lo poético son simultáneos, que la experiencia y su símbolo no deben separarse, y que el hecho de que un poema cualquiera no tenga un solo significado debe hacernos decodificar lo escrito (nuevamente el lenguaje) y proporcionar un contexto único y nuevo al poema, para así entenderlo.
En su tercer capítulo, titulado “Formalistas”, y el más breve de los seis, Eagleton analiza la escuela de los formalistas rusos que, a principios del siglo XX, estudiaron la materialidad del lenguaje cuando el lenguaje era autorreferencial, consciente de sí mismo, en lo que se vino a denominar función poética o literariedad. Para Eagleton se trata de una corriente estética negativa y ya superada, pues lo poético depende de la realidad alienada contra la que chocan y responden las palabras, que no dejan de ser un “medio transparente para ver el mundo”. Según Eagleton los formalistas rusos conducen a una desfamiliarización o extrañamiento del poema, rompiendo la estructura lingüística comprimida que llevan en su estructura donde, por fortuna, la función estética domina sobre la comunicativa. Recuperando el final de su capítulo anterior, Eagleton nos vuelve a recordar que, aunque existen una relación volitiva entre significante y significado, la postura moral que un autor codifica lingüísticamente no convierte al análisis del significante en significado, pues existen, como él llama, “asociaciones mágicas entre las palabras y las cosas”, que cuestionan esa falacia de la encarnación según la cual el significado de un poema está encarnado en su lenguaje, visto el lenguaje despojado de todas las posibilidades vivas en las cuales se puede convertir.
Ya en su capítulo cuarto, “En busca de la forma”, Eagleton deja atrás las cuestiones teóricas acerca de la naturaleza poética, adentrándose de lleno en su interior. En este capítulo, el más largo del libro, y del cual su autor recomienda se inicie la obra para aquellos lectores menos experimentados, Eagleton afianza su idea, ya planteada anteriormente, acerca de los rasgos formales como fundamento del significado del poema, aunque sin atenazarlo. Para analizar la poesía debemos trazar un puente entre la voluntad semántica del discurso poético y aspectos formales como la puntuación, la sintaxis, el ritmo o la rima. Que los poemas son, siempre, acciones o estrategias contenidas dentro de una forma lingüística, lo demuestra Eagleton cuando afirma que la forma y el contenido pueden chocar, entrando en contradicciones performativas, si lo que se hace y lo que se dice se oponen. Es en estos casos, tales como los juegos irónicos, cuando la poesía revela que es, a la vez, un “lenguaje organizado” (que provoca efectos) y un artefacto con un efecto de exploración o instrumental. De nuevo Eagleton subraya la importancia de que la naturaleza de las palabras y su finalidad, incluso aunque su finalidad sea el pragmatismo (y trae, acertadamente, el ejemplo de las Geórgicas de Virgilio) sean conceptos de mutua dependencia. No deja de ser significativo, por fin, que Eagleton haya elegido, para muchos de los ejemplos de este capítulo, a T.S. Eliot, poeta de quien Borges dijo que, como Valéry, podía ser deficiente en el verso pero siempre “un prosista ejemplar”. Y es que Eagleton parece disfrutar antes de una poesía con tendencia digresiva, donde los recursos métricos parecen estar escondidos o con un fuerte desequilibrio entre forma y contenido, como es también el caso de Dylan Thomas, que una poesía donde se revela, de forma más nítida o precisa, su artefacto formal. En suma, y pese a la importancia que Eagleton confiere a la forma, da la impresión de que su itinerario poético busca más bien aquellas lecturas poéticas capaces de elevarse por encima de los materiales y estructuras que la dan, precisamente, forma.
“Cómo leer un poema” es el título de su quinto y penúltimo capítulo. La hipótesis de partida es que la ausencia de acuerdos a la hora de analizar los poemas no significa caer en un subjetivismo. De igual manera, plantear puntos de vista diversos sobre cuestiones como el modo, la distancia del lector, los efectos retóricos o la sensibilidad, no debe tampoco hacernos olvidar que existe un campo de acuerdo mayor de lo que las opiniones más enconadas pueden sugerir, precisamente porque emanan de voces que, normalmente, comparten idénticas hipótesis culturales. Partiendo de esta idea, Eagleton defiende que ni los significados ni los juicios de valor están presentes de una manera objetiva en el poema, pero tampoco brotan por azar ni por la voluntad del lector, pues existe un límite a la subjetividad, muy preciso si hablamos del significado y sus elementos relacionados, tales como la altura, la pausa, el modo o el registro. Eagleton deja bien claro la separación de la subjetividad a la hora de afrontar el contenido de un discurso poético, y así leemos que “un poema no nos notifica que pretende ser melancólico; pero, a pesar de eso, ese modo de lenguaje queda incorporado a él”.
Si los significados quedan fuera de los esfuerzos interpretativos, cabría preguntarse cómo se gestiona la variedad amplia de contextos con los cuales cada lector, de manera individual, se acerca a un poema, pues la poesía es lenguaje y llega desnuda de claves contextuales. De nuevo Eagleton apela a la cultura como un marco común que, de forma más amplia a como nosotros podamos creer, dirige e interpreta nuestras interpretaciones hacia conceptos y creencias bien arraigados en nuestro imaginario.
A continuación Eagleton teoriza una serie de elementos poéticos a los que debemos prestar atención en nuestra lectura, como son el tono, modo y altura, la textura, la sintaxis, gramática, puntuación, rima y la posible ambigüedad. Destaca el crítico la importancia del ritmo, o adecuación de las subidas y bajadas del poema a las inflexiones de aquel que, de forma hablada o silenciosa, lo lee. Dice Eagleton que en un buen poema las frases deben pertenecer a las estrofas, y no al revés, dando por lo tanto un carácter primordial al efecto que el lenguaje debe lograr en el oyente en su forma de respirar el primero, leer el segundo.
Cierra el ensayo su sexto y último capítulo, titulado equívocamente “Cuatro poemas de la naturaleza”, pues no todos los poemas que en él se tratan giran en realidad sobre los objetos naturales, sino más bien de la Naturaleza como medio que se entremezcla con los seres humanos y el propio lenguaje. La selección de poetas es de fuerte cariz británico (William Collins, William Wordsworth, Gerard Manley Hopkins y Edward Thomas). Se trata de un capítulo que desdice en parte los postulados anteriores, porque Eagleton hace un énfasis muy pormenorizado en el contenido poético, en los modos, los tiempos, y de estos postulados, y no siempre, subraya algún elemento que considera relevante a efectos de rima o de sintaxis. Da la impresión de que, cuando se abre al goce de la poesía, deja a un lado el artefacto teórico y logra una gran profundidad en aquellos elementos que parecía haber criticado con anterioridad. Este capítulo, hecha la objeción anterior, se lee como un necesario manual poético para quien gusta de escribir versos. Resulta muy relevador que Eagleton advierta de errores habituales que suceden incluso en grandes poetas, como de los que aquí se ocupa, y que se deben evitar. Así por ejemplo afea a William Wordsworth la acumulación de imágenes, pues la atención del lector corre el riesgo de distraerse u olvidarse del motivo que llevo al autor a convocar las mismas. Si algo parece unir a los poemas aquí congregados es, precisamente, la saturación de imágenes, e Eagleton parece con ello sacar al lenguaje, mediante esta selección, de su estado cotidiano, que él define como “emborronado de comercio”, y darle ese vuelo poético que los formalistas defendieron como una cierta “vigilancia organizada”.
Es precisamente con una mención a los formalistas que Eagleton cierra este último capítulo, tomando las palabras de Roland Barthes quien dijo que un poco de forma podría hacer mucho daño pero sería por el contrario saludable “una gran cantidad de ella”. Barthes, como representante muy significativo de la semiótica en Francia, planteó desde sus inicios la relación entre la lengua y la sociedad, y Eagleton toma sus palabras para hacer hincapié en cómo la forma resulta socialmente significativa para servir de medio de la propia historia. Si el verso libre representa la “anarquía individualista”, para Eagleton la forma está “saturada de significado social”, y el estudio de la materialidad de las formas, desde una óptica diacrónica, es también el estudio de la historia de las culturas políticas.
En resumen, “Cómo leer un poema” es un ejercicio de reconocimiento hacia el papel clave de la forma como punto de partida para una lectura poética atenta y sustento de la crítica literaria en su generalidad. Aunque a veces pueda caer en aquello mismo que él denuncia, Eagleton busca que dejemos a un lado el contexto de un poema, y sepamos hablar del poema en sí, lo cual deviene en hablar de sus temas, de sus imágenes, y evidentemente de su forma. Eagleton, a lo largo de los seis capítulos que abarca este ensayo, busca que retomen con fuerza las preguntas claves de cualquier lectura, en este caso poética, y que serían saber si estamos o no ante un buen poema, sin preguntarnos, pues caeríamos en lo teorizante, qué es un buen poema, o si el poema es o no elegíaco, por ejemplo, sin preguntarnos tampoco que es un tono elegíaco. Ello no significa que ignore la importancia del sustrato teórico, del aparato crítico, sino más bien un énfasis en el acercamiento al texto, en apoyar la lupa de la lectura atenta sobre el papel, y desde esa óptica de proximidad, levantar una teoría. El último capítulo es un fantástico análisis de cómo se realiza un análisis crítico con la atención pegada al verso. Es asombroso advertir cómo Eagleton extrae toda una información amplia que los versos —sin necesidad de artefactos postestructuralistas o de bastones contextuales— contienen. Sirven como cierre al libro y abren al lector la necesidad de que leer poesía es un ejercicio que, aparte de su goce innato, exige de una práctica de trabajo y observación.
Sobre el mundo ellos no comprenden nada,
y eso que al mundo un tiempo lo elevaron,
los aeropuertos, que planearon
nuestras fugas con la vuelta cerrada.
Hoy sus hangares palcos de un teatro
sin función; hoy sus puestos de bebidas
no tienen sed; hoy maletas perdidas
giran en solitario anfiteatro.
Parpadea en el aire nuestra ausencia,
y en tierra un collar de taxis se engarzan
a una espera en videoconferencia.
Me pregunta el reloj por qué no viajo;
responde un rumor de calma e impaciencia,
y este vértigo de habitar abajo.
Madrugo, corro,
trabajo, miento, duermo.
Hoy no sonreí.
De viento y papel,
hilo que enreda el cielo,
mi cometa azul.
En 1966 J. R. Ackerley tiene sesenta y nueve años y le queda uno de vida. Aún alumbra, aunque débil, la linterna de su curiosidad: en una carta escrita a su amigo Idris Parry, Ackerley lamenta no haber leído a un joven Günter Grass. La escritura es memoria, y hace terapia: las décadas como locutor en la BBC, lamenta Ackerley, le han hecho un hombre viejo, gris y cansado. Reconoce que la vida se advierte breve sólo cuando se acaba. También que, en los últimos años, libre de obligaciones, viajando por América y Asia, ha recorrido los escenarios de las vidas que pudo tener, y no tuvo.
En otra carta también dirigida a Idris Parry, y enviada apenas cuatro días después, Ackerley, como si se contestara a sí mismo, recuerda estas palabras de Kafka: “permanece en tu mesa y escucha. Ni siquiera escucha, apenas espera, espera, aguarda tranquilo y en soledad. El mundo, entonces, se abrirá frente a ti, desenmascarándose, retorciéndose en éxtasis”. Quién sabe si, con esta cita, Ackerley halló el consuelo de una vida dedicada a las letras, letras que vuelan, que son dinámicas, pero que nacen de ese conjuro íntimo y estático, de silencio y soledad, que es la escritura. Tal vez fue Kafka su feliz, único aliado, en la vida que tuvo, y alivio de aquellas otras a las cuales, apenas imaginadas, renunció.
Esta cita de Kafka fue encontrada, tras la muerte de Ackerley, en sus cuadernos de lectura.
The Letters of J.R. Ackerley, editadas por Neville Braybrooke. Publicadas por primera vez por Gerald Duckworth & Company Ltd. en 1975.
Fotografía de Donald Windham y Sandy Campbell.
Tu microrrelato tiene como idea principal el encuentro del presente con el pasado. ¿Cómo se originó la idea y cómo conseguiste darle forma en tan solo 200 palabras?
Decía Borges que a los objetos se los quiere con tristeza, porque ignoran que uno existe, sufre, quiere. Pensando en los objetos, y concretamente en la palabra joya, que era requisito del concurso, me atrajo la idea de utilizar una alianza como un nexo entre el pasado y el hoy, y apoyar sobre esa alianza, y su transacción, la historia de un afecto. Intenté enfocarlo de una forma optimista, dando a entender que el amor siempre prosigue, pero de diferentes formas. Para conseguir que la historia encajara en apenas doscientas palabras tuve que podar muchas ramas. Al retirar lo superfluo el mensaje quedó más nítido, más expuesto.
Cuéntanos algo más sobre ti y por qué la escritura forma parte de tu vida. ¿Te dedicas/te gustaría dedicarte profesionalmente a la literatura?
Me gustaría pensar que ya me dedico profesionalmente a la literatura, en el sentido que es una pasión que siempre me acompaña, a la que dedico tiempo, ilusión, y que me devuelve felicidad. Otro asunto distinto son los recibos, las hipotecas, el final de mes. Un joven se acercó a Josep Plá y le preguntó qué era necesario para dedicarse a la escritura, a lo que Pla respondió: dinero. La clave está en conseguir un equilibrio, permitir que tu vida tenga un espacio y un tiempo para cultivar esa ilusión.
¿Por qué decidiste presentarte al Concurso de Microrrelatos y qué hace diferente a este certamen de otros de su estilo?
Apostar por los microrrelatos es un ejercicio de esprint: cuando escribo bajo formas más amplias, de largo recorrido, tiendo a las digresiones, a las euforias expansivas. Focalizarme entonces en estructuras breves, como el microrrelato, o como los haikus, es un ejercicio intenso de condensación, porque me permite buscar el máximo efecto en el menor espacio y tiempo disponibles. Me gusta imaginar una compañía de teatro ambulante, que va de pueblo en pueblo, y que un día descubre, con terror, que les han robado sus trajes, sus pelucas, el maquillaje, los decorados, la utilería, y sin embargo, pese a esa economía de miedos, indagan cómo lograr que, esa noche, el texto funcione, y transmita.
Con respecto a este concurso, lo conocí a través de Internet. Me sorprendió positivamente leer que llevaba el nombre de Carmen Alborch, y también la calidad del jurado. Lo que desconocía era su importancia, así como el número de participantes. A posteriori, la recepción del premio me ha confirmado también el buen hacer de la estructura que hay detrás.
Háblanos de la idea principal de tu microrrelato y cuéntanos un poco las dificultades a las que te enfrentas cuando trabajas en textos tan breves.
Utilicé la transacción, poco frecuente, de una alianza matrimonial, como manera de recuperar un recuerdo y traerlo al presente. De juntar hoy memoria y realidad. De mostrar que el amor, en verdad, nunca cesa, sino que más bien desemboca en maneras diversas, insólitas.
La dificultad de un microrrelato es cómo alcanzar un ritmo preciso en un espacio tan corto. Por eso hablaba antes de esa actividad de esprint. Hay talleres y libros que nos enseñan a sortear las dificultades de cualquier microrrelato. Pueden ser útiles como formar de abrir ángulos, ideas, pero supongo que, si se aplicaran sus reglas, uno terminaría por caer en automatismos, y la forma perdería entonces su carácter inesperado, de explosión. Tampoco la práctica te ayuda a mejorar el oficio de escritor, pero considero esta certeza una tragedia favorable, ya que te mantiene alerta, a flote, sospechando siempre de tus logros. El único secreto que funciona en cualquier disciplina es dotarla de tiempo, que en el caso de la escritura significa subirse a un proceso artesanal de revisión los textos, cuidado de la eufonía, del ritmo de las palabras, de la revelación gradual de una historia que bien puede desembocar en orden o en caos.
¿Cómo crees que haber ganado esta convocatoria de Fundación Montemadrid va a dar un impulso a tu trayectoria en el ámbito literario?
Ser leído, en un mundo saturado de pantallas, es ya una celebración. Si además la lectura destaca sobre otras muchas, esa celebración tiene entonces algo de felicidad pero, a la vez, de extrañeza. Acostumbrado al no, asombra el sí.
Sé que la escritura me acompañará siempre, sé también que guardaré el recuerdo feliz de este premio. Me gustaría pensar que este reconocimiento me servirá para crecer como escritor, para ganar confianza, fuerza, y para abrir las puertas a proyectos más extensos.
¿Por qué animarías a otros escritores a presentarse a Microrrelatos?
Porque en el juego de la escritura cualquiera, y lo digo en el sentido literal de la palabra, es siempre un ganador. Todo aquel que, con mejor o peor pericia, de forma más inspirada o no, busca una historia, la encuentra y la transmite, alcanza una felicidad. Es una felicidad endógena, que nadie le puede arrebatar. Que esa historia atrape luego a un lector, o a un jurado, es un fenómeno tan raro como la misma lectura, pero esa excepcionalidad no deslegitima la pasión por la escritura, ni tampoco su felicidad.
Cuenta Elizabeth Bowen (1899-1973) que un niño huele la historia sin darse cuenta. En su libro de memorias (¿cuál no lo es?) Seven Winters (1942) ese niño es ella, y ella huele el declive familiar de sus progenitores anglo-irlandeses, de origen aristocrático, y que llegaron a Irlanda en tiempos de Cromwell. La historia de Irlanda y de su familia cenan en la misma mesa. Asomándose desde sus retratos, los progenitores muertos observan a los vivos.
El libro de Bowen es Dublín a principios del siglo XX, y nos cuenta la transformación de las viviendas, alojamiento inicial de los colonizadores, despachos profesionales después. Frente al porche de las viviendas, en jardines que el crecimiento urbanístico estrecha, la falta de una placa y un nombre advierten la bisagra de un cambio. Ella, que nació en lo alto de la sociedad, protegida por dinero y mansiones y condados, nos relata su vida a ras de suelo, por los itinerarios que recorre bajo la vigilancia de su cuidadora, y a su estela caminamos por un Dublín que ya no existe, y sabemos de la ordenación social de los barrios, de la anchura económica de las grandes avenidas, de las viviendas en el centro de la ciudad, multiplicándose, haciéndose cada vez más próximas, de sus porches abreviados, y frente a sus porches los jardines y, en los jardines, como jabalinas olímpicas, la desaparición gradual de las placas doradas. En su mirada de niña, las placas simbolizan la vivienda de un caballero. La ausencia de una placa es señal de una puerta anónima, ignorada por el cartero, los comerciantes, las visitas, los familiares, el mundo: el presagio de una familia que habita en la sombra de la desgracia.
Su madre le prohíbe que aprenda a leer hasta los siete años, temiendo que esta actividad le fatigue la vista y el cerebro, y entonces, para la niña Bowen, la información de esas placas tiene una cualidad de misterio que multiplica su curiosidad. Cuando visita Londres, también de niña, por primera vez, y al advertir que no hay placas, Bowen se enfada con su madre: ¿cómo puede vivir la gente en un triste anonimato?, ¿es que a nadie le importa quién vive dónde?
He detenido la lectura y pensado en el 2020, en sus largos meses de enclaustramiento. Mi piso es el octavo de un edificio de dieciséis alturas. En cada altura hay seis puertas: somos noventa y seis vecinos. Un mismo tejado protege a un centenar de misterios: apenas nos conocemos por ascensores que se abren y se cierran, por la molestia de mascotas que ladran o lloran, por un saludo fugaz en el garaje, en el zaguán, por una discusión que las paredes filtran, o un tosido, o el ruido de una cisterna, o de una ducha, o por las redes wifi que se anuncian en nuestros dispositivos. Bowen estaría apesadumbrada al comprobar que no hay letreros dorados, clavados a una estaca, en el jardín. Casi mejor: cien de ellos parecerían la imagen de un cementerio militar. También le afectaría ver que, en los casilleros del buzón, no se informan los nombres de muchos vecinos. Si curioseara los buzones, los encontraría vacíos o con publicidad de comida asiática y depilación definitiva. Me pregunto si ese misterio de los demás no es también el de uno mismo. Si en verdad yo, pero también las noventa y cinco combinaciones de vecinos restantes, somos una sola sopa de letras desnortada, sin certeza de nuestro mensaje global, una masa blanda, confusa y fatigada, más aún tras tantas mañanas adaptadas a una realidad rara, y que nos descubre escondidos tras puertas anónimas, silenciosas, clausuradas. Como decía Bowen tal vez los niños, que huelen la historia sin darse cuenta, sepan explicarlo mejor.
Bowen está ahora en el último escalón de las escaleras de Herbert Place, su mansión familiar en Dublín. Aguarda a que la puerta se abra. Es 1905, baja al jardín, se acerca al letrero, su dedo índice hace braille sobre el nombre largo, mayúsculo, de su padre. No es sólo un acto filial, sino también un acto que le otorga una realidad, una existencia compartida a un mundo feliz que, sin embargo, advierte que se desmorona. Suena una campana, una voz, y siente entonces la felicidad de quien escucha su nombre, de una puerta que se abre y una luz que la abraza.
Calzaba zapatos recios, elegidos por comodidad antes que por estética. Era de piel oscura y afilado rostro: un hidalgo español. Del bolsillo de su bata sobresalía, punta de misil, el capuchón de un bolígrafo. Lo recuerdo alto, tal vez porque apenas bajaba de su tarima, tal vez porque, con diez años, el mundo era un jardín colgante.
Se llamaba Jesús Ibáñez. Que careciera de apodo reflejaba el temor a su rígida disciplina. También, quizás, una admiración: él era solo su nombre, exactamente su nombre, Jesús, Jesús Ibañez, el Ibáñez.
Aguardando su llegada, y en cónclave de adolescencia, peleábamos por acertar el número de zancadas con las que alcanzaría, desde el pasillo, su mesa de trabajo. Cuatro: son pocas. Ocho: qué dices. Seis: tal vez. ¡Cinco!: cuidado, que viene, que viene. Lo cierto es que un día eran cuatro y otro seis y alguno cinco, pero siempre zancadas larguísimas: más que un maestro era un saltador olímpico antes de su impulso. También se movía con decisión y rapidez de un extremo a otro del patio, como si llegara siempre tarde, y de vuelta a casa, porque éramos vecinos, yo seguía su estela, imitando, en vano, sus andares firmes.
Me dio matemáticas con diez años y lengua con once: ya anunciaba la vida que eran más urgentes los números que las letras, saber contar que escribir. No cesó hasta que memorizamos, del uno al veinte, los números cuadrados, e interrumpía las clases de lengua para confirmar que dieciséis por dieciséis, en nuestras cabezas, seguían siendo doscientos cincuenta y seis. También en lengua me adelantó que odiaría la sintaxis y amaría la literatura, y tal vez diga una redundancia.
Fue precisamente en clase de lengua, tras las Navidades, cuando un ordenador entró en mi vida. De golpe cambié los cuadernos por las pantallas, los lapiceros por las teclas. Mis estudios dibujaron un crac bursátil. Sé que había un sol en Madrid cuando me llamó al estrado. Me preguntó la lección, busqué ayuda en la ventana, y en la ventana encontré una infancia de luz. Entonces Jesús, Jesús Ibáñez, el Ibáñez, se acercó a mí, levantó su brazo, yo cerré los ojos, aguardé un golpe, no pasó nada. Al abrir los ojos su brazo seguía en alto y sus labios decían: así empezaste el curso. El brazo descendió hasta señalar sus zapatos: aquí, aquí estás ahora. Humillado, en silencio, regresé a mi pupitre mientras se hundían las baldosas. Supongo que, señalando mi hundimiento, de estatua caída, buscaba dar una lección colectiva, moral. Supongo.
Qué extraña la memoria: cuando hoy, por la inercia de la vida, se desbaratan los planes, observo esa ventana de luz y, en eclipse, un brazo largo blanco que baja hacia el suelo, y sobre el suelo unos zapatos. Pienso en mi itinerario adulto, hecho de pasos breves, torpes, de turista perdido en un zoco. Pienso entonces en las zancadas de Jesús Ibáñez, de compás abierto, y en cómo me hubiera gustado, algunos días, caminar la vida sobre sus zapatos, que tenían tan claro su destino.
Cuando brindemos, las noticias seguirán parpadeando, y nadie las prestará atención. Cuando aparezca la fatiga, y cerremos los ojos, habrá alguien que los tenga abiertos, y nunca los cerrará. Cuando en el teléfono busquemos un número, nuestro índice deslizará sobre ausencias. Cuando suene un tono, dos, tres, y alguien responda, y diga nuestro nombre, nacerá suave, feliz, el asombro de no estar solos. Vibrarán alegres las supersticiosas uvas, el cava nos seguirá sin gustar, y ofreceremos al 2021 nuestra fe en la numerología.
Agrandé la imagen, confirmé el hallazgo: la joya estaba en Wallapop. Respondí al anuncio y, a la mañana siguiente, mi mano tocaba un timbre. Una alfombra nos llevó en rombos hasta el salón. Sé que era mi fotografía la que dormitaba, boca abajo, sobre una mesita. Me preguntaste el porqué. Sin responderte, y evitando un debate que no buscaba, te adelanté que no regatearía el precio: era inferior de lo que me costó. Maldito, respondiste, y reímos. Me entregaste la caja de la alianza. Sobre la mesa, con velocidad de crupier, amontoné los billetes.
Idénticos rombos nos devolvieron al vestíbulo. Preguntaste: ¿no vas a abrir la caja? Respondí: hay confianza. Pregunté: ¿no vas a contar el dinero? Respondiste: hay confianza. Volvimos a reír. Cerraste la puerta de casa y yo abrí la del ascensor.
En la calle era miércoles. Sin pasado ya que rescatar, aliviado y vacío a la vez, no supe dónde ir. Vibró mi bolsillo: la joya no estaba disponible y debía calificar, de una a cinco estrellas, a vendedora y transacción. Me pregunté si las estrellas eran la valoración última de una vida pasada. ¿Cuál sería tu puntuación? De golpe fatigado, busqué un bar próximo.
Según Gesualdo Bufalino los ganadores no saben lo que se pierden. Esta frase se activó el martes 24 de noviembre de 2020: había ganado el IV concurso de microrrelatos Carmen Alborch. Al certamen, impulsado por la Fundación Montemadrid, con un excelente jurado e importantes premios, participé con el texto Vidas pasadas.
La escritura, a modo de lente, abre espacios por los que uno transita sin certezas, sin manual de instrucciones, movido por un entusiasmo que es tan poderoso como el riesgo de extraviarse. Cada palabra, cada idea, cada imagen, el orden y ritmo de los elementos, su eufonía, obligan a una decisión. Un esfuerzo alegre aunque de final incierto, y donde el juez más severo es uno mismo. Por eso que la extrañeza que siento tras ganar un premio no es menor que cuando lo pierdo, y de ahí que este premio tenga una cualidad de regalo inmerecido.
Como cualquier regalo, estoy inmensamente feliz, y quiero agradecerlo: a la Fundación Montemadrid por su convocatoria, al jurado, y en especial a Antonio Lucas por sus palabras —estas, las anteriores y las futuras—. Como siempre, gracias a mi familia y amigos: sois una llamita que es a veces calor y a veces luz. Por último, gracias transoceánicas al talento de Juan Gabriel Vásquez: su novela La forma de las ruinas me descubrió que las emociones son láminas, y se posan sobre los objetos.
Enlace a la Fundación, donde se puede ver un vídeo con el fallo del jurado: https://www.fundacionmontemadrid.es/2020/11/20/ya-tenemos-los-ganadores-del-iv-concurso-de-microrrelatos-carmen-alborch-fundacion-montemadrid/
Enlace a los relatos finalistas: https://www.fundacionmontemadrid.es/wp-content/uploads/2020/11/Relatos-Finalistas-2020.pdf
Ahora no voy
a hacer nada porque voy
a hacer lo mismo.
Haiku pronunciado por Gaël delante de unas judías verdes. Los niños, felicidad inconsciente, se alimentan de haikus. Su mérito, nuestra suerte, es poder escucharlos.
Sabes que
las cosas se repiten,
que ahora hay un estadio,
y en el estadio un luminoso,
y en el luminoso un resultado que ya ocurrió
en otros estadios,
sobre otros luminosos,
en noches distintas que siempre son la misma,
con el mundo un flujo, ¡uno!
de vencedores y vencidos.
Sabes también que hay una madre que llora
—las madres siempre lloran—
al borde de un sofá,
y que hoy es lunes en el fregadero,
y que una mesa muestra un manual
que el estudiante
nunca,
nunca
memorizará.
Sabes,
también sabes
que las estaciones cada vez llegan más tarde
y que nos gusta recibirlas juntos,
y hacemos el amor, y lo festejamos,
pero que, en verdad, hacemos el amor
para recuperar el gozo
de estar solos,
y hablando de soledad
sabes,
o no, no lo sabes,
que algunas noches
pienso en un cuadrito feo
al final de un pasillo de un hostal en Chile
—creo fue Puerto Montt—,
un cuadrito y una noche que tú habrás olvidado,
y sabes que no,
que no me gusta ser críptico,
que la realidad ya está bien complicada,
pero si te hablo de esa marea torpe,
muy torpe,
al fondo de un pasillo de un hostal en Puerto Montt,
es porque su autor
podría ser yo,
y si lo recuerdo
es porque su olvido
sería el de nosotros.
El confinamiento ha suprimido, con una sencillez desconcertante, los espacios públicos. Abolido lo exterior, el mundo es nuestra vivienda, y nuestra vivienda una sala de espera. Sobre la espera escribe Genazino que «saber esperar es la condición previa de todo entendimiento».
El aprendizaje de esta facultad, antes del confinamiento, era antagónico a un mundo subido a la impaciencia, donde el prestigio se otorgaba a quien, precisamente, carecía de tiempo. La espera y la reflexión siempre han sido desafíos, posturas sustraídas del sistema y sin remuneración, precisamente porque se alimentan de tiempo, y el tiempo es limitado.
El confinamiento apagó el motor del mundo. Vaciadas de futuro las agendas, nostálgicos súbitos de un pasado que, hasta ayer, rechazábamos, el presente nos devuelve a la casilla de partida, a un mismo sofá, a una misma incertidumbre, incluso a la zozobra idéntica de un mismo mundo exterior, porque sus condicionantes, aunque variados —los relojes biológicos, familiares, profesionales, el temible péndulo social— pierden fuerza y precisión cuando la vida se detiene: el miedo no entiende de matices o grados.
Educados en la impaciencia, nos cuesta el aprendizaje de la espera. Somos agraciados por esas bolsitas de tiempo perdido que vendía un comerciante en El lápiz del carpintero, la novela de Manuel Rivas, pero nos preguntamos si ese tiempo perdido es, en verdad, un regalo. Frente a cómo gestionar el tiempo, la pedagogía áspera del confinamiento nos lleva a reacciones diversas. Diagnosticamos a veces este paréntesis forzoso como una reclusión: el tiempo abunda, pero es inútil, porque no se puede comerciar. En otras ocasiones, sentimos la oportunidad de romper con esos retrasos que rodeaban nuestra vida porque la vida, simplemente, avanzaba. Saber esperar puede que signifique asumir estas disyuntivas como elementos de nuestra identidad. Entender que somos uno y su contrario. Energía y tedio. Pensamiento y sofá. Que en los momentos de apatía demandaremos fuerza. Que en los de fuerza advertiremos llegar, y llegará, la apatía.
En nuestro magisterio improvisado de la espera, con los bolsillos llenos de horas, el confinamiento también plantea una reflexión en torno a nuestra forma de vida más allá de los balcones, a la relación futura con la realidad física que nos aguarda. Asumir que el mundo regresará a su engranaje anterior significaría dar por hecho que nada ni nadie han sido afectados por esta experiencia. Las alternativas al orden anterior, de existir, serán las de aquellos movimientos sociales que logren escuchar los entendimientos de nuestros días. Pero hoy, en realidad, nadie sabe nada, o se sabe algo y lo opuesto, y la vida se plantea de forma tranquila si abrimos todas sus puertas porque, de igual manera que desconocíamos, antes del confinamiento, nuestro yo hoy, es temerario pensar cómo será este yo mañana. Pese a esa incertidumbre del futuro, ojalá nadie olvide una importante lección: que las pandemias se imponen, pero su circunstancias no, porque caen en el marco de nuestra voluntad. Saber esperar puede explicarse como un ejercicio optimista que junte, en esta sala de espera, memoria y diagnóstico. Si el presente abunda pero, tal vez, no le damos el sentido que deseamos, vivámoslo como tiempo presente, estrictamente presente, y pensemos con esperanza qué buscamos del futuro, porque hoy, arracimados en la casilla de salida, podemos lograr un giro más amplio de lo que creemos. Y para aquellos a quienes falle la esperanza, recordemos a Walter Benjamin cuando dice que es a ellos, precisamente, a quienes la esperanza es dada.
Imagen de Bárbara Furlan.
Señala Muñoz Molina que, en nuestra época, «se asocia el talento con el efectismo, y el disfrute estético con la inmediatez, y nada que requiera una larga constancia parece atractivo». Es una frase de estructura perfecta, que termina con un redoble de timbales y mueve a una adhesión inmediata.
Releída y meditada, llego sin embargo a la conclusión opuesta. En nuestra época —basada en un desbordamiento de la información— es fácil conocer la técnica que un creador utiliza para, en un proceso de trabajo y renuncia, de aciertos y fallos, alcanzar su talento. Cuántos aficionados saben a diario de los esfuerzos que realizan sus deportistas favoritos; los amantes de la cocina devoran —al menos visualmente— las detalladas explicaciones de los grandes cocineros y, ahora más que nunca, son conscientes de que, tras el placer breve de algo simple como un pan o una croqueta, hay sin embargo un proceso largo de esfuerzo y elaboración. En muchos canales de YouTube músicos anónimos, desde sus casas, diseccionan con gran talento complicados pasajes musicales: quien se acerca a estos vídeos, movido por la curiosidad o la voluntad de aprendizaje, advertirá pronto de la distancia entre su destreza y la de los otros. Entre su esfuerzo y el esfuerzo que exige aquello a lo que aspira.
Sucede con los deportistas, los cocineros, los músicos, pero también con los escritores, los científicos, los filósofos, los educadores de cualquier rama científica o humanística: todos, de una manera generosa, casi inmerecida, han abierto las puertas de sus talleres, y los curiosos tenemos la oportunidad abundante de observar los materiales con los que allí trabajan, y cómo los trabajan, y de ese aprendizaje deduzco lo contrario a lo que concluye Muñoz Molina: que bajo el efectivismo —cualidad del arte que no es de nuestra época, sino de cualquiera— se esconden vidas entregadas a una pasión —el deporte, la gastronomía, la música, la literatura— y que hoy, cualquier aficionado, sabe bien de ese largo camino de esfuerzo que conduce a que algo esté bien hecho, sea atractivo y admirado.
No llores cuando estés cansado.
Mejor te irá sabiéndolo ya:
la fatiga es un grillete social.
Me gustaría decirte
que la inocencia no durará siempre
y que es mejor que sea así.
Puede que olvides los versos de un poema,
que desencajes la paciencia de quien te ama,
pero tu memoria existe
aunque se esconde dentro de un dinosaurio
o un robot.
Debería reprenderte
si yo fuera capaz de recordar.
Debería reprenderte
si mi cabeza no siguiera,
en 2020, con cuarenta y dos años,
en el patio de un castillo medieval.
Tal vez ese poema no es para ti.
Tal vez es lunes.
Tal vez no estás hecho de aquello que te rodea.
Y lo que te rodea y quiere
aún no ha comprendido
la frontera entre la disciplina y el amor.
Entre tu sonrisa y hacerte llorar.
Trajiste tu cuerpo de la mano
y yo te advertí: debo cenar en casa.
¿Me escuchaste?
El bosque eran las páginas de un cuento. Había. ¿Qué había?
Alguien apagó la luz y
me dio por pensar en la palabra peripatético, ¡patético!,
a la vez que caía y rodaba y volvía a caer
—patéticamente—
hasta que paraste, paramos junto a un arroyo,
y junto al arroyo una gruta.
¿Me besó ella, sus grandes piedras pensativas,
o fuiste tú?
El tiempo levantó los hombros,
se tumbó en la entrada,
y mientras
del brazo
encontramos
oscuridad y
deseo
y en las paredes
dos brújulas de explorador.
Me pareció escuchar
las alas de un helicóptero,
luego el silencio y en el silencio pensé,
¡pensé!,
si llegaría un día
en el que nadie nos aguardara,
y el futuro fuera era son es tu lunar ocre,
el misterio de los caminos,
la luz mutua y
nuestra compartida oscuridad.
Lo pensé, me guardé en ti,
era es soy seré feliz,
y no quise nunca nunca nunca
volver a casa y cenar.
¿Tú no sabes escuchar, verdad? Claro que te agradezco el interés: no sabía de este concurso de historias de viajes. Y oye, dos mil euros son un. Pero me he quedado en Madrid este verano: ¿de qué viajes voy a hablar? ¿Me los invento? ¡Travesía del sofá al estanco! ¡Del chino al centro de salud! Uy, perdón, no fue aposta. Sí, sé que no pedirán la tarjeta de embarque como prueba pero. ¡Y sí, claro que soy escritor, y puedo, debo mentir! Pero. Es que fíjate en el jurado: Juan Eslava Galán. ¿No sabes quién es? Leí un libro suyo sobre los Templarios. Ah, muy bien, es una idea genial: cuento nuestra excursión al castillo templario de Torremocha. También que, al terminar, nos zampamos un pincho de tortilla. ¡Trepidante! No, no, estás equivocado: no estoy buscando excusas, es que. ¿Cómo? Ah, pues. Pues sí. Es una buena idea: los viajes cancelados. ¡Escucha, escucha, se me ocurre algo mejor! ¿Qué te parece hablar de los viajes que imaginé durante el confinamiento? Vi un documental sobre Marco Polo en la Fundación Juan. De acuerdo, mis viajes cancelados. ¿Italia? Sí, iba a ir a Italia, ¿cómo te acuerdas? Está bien, retiro lo de que no sabes escuchar. Viajaba con un amigo el 15 de agosto. Primero unos días en Bérgamo y. ¡Qué bestia eres! Pero tienes razón, no pudimos elegir peor nuestro destino. Si mi abuela se entera de que. ¿Qué? Ah, ya, es verdad, los abuelos están para ser mentidos. En fin, qué más da pensar ahora en. La última semana de agosto íbamos desde Bérgamo a Verona al festival de ópera. En la primera de septiembre unos días en Venecia y otros en Trieste. No, triste no, Trieste. ¿No conoces Trieste? ¡Ya, claro, yo tampoco, por eso quería ir! Está pegada a Eslovenia y es una ciudad muy literaria: por allí vivieron Joyce, Svevo, Morris. Me temo seguirá existiendo en los libros por un tiempo más. No, no me estoy poniendo trieste, digo triste, es que la realidad es así. ¿Qué? No lo sé: primero que me devuelvan el dinero. Luego puede que sí, que montemos el mismo viaje el año que viene. Este 2020 ha sido una hibernación. ¡Y no sé por qué lo doy por acabado! ¿Que por qué no cuento mi semana en Francia? Es que. De acuerdo. Cruzar la frontera tuvo su dosis de emoción: quiero decir, la emoción de que podía ocurrir algo. ¿No es ese el motivo de viajar? Luego en Ariège todo estaba más o menos igual. Me refiero a que todo estaba igual, pero que nosotros no. Es difícil decirlo de otra manera. Visitamos una ciudad balneario… ¡vacía! Ay, tenía esa tristeza de los lugares abandonados. Sobraban mesas, sillas, calles. ¿Qué más? Ah, sí, en los mercadillos de los sábados, donde los hippies bajan de las montañas a vender miel, huevos, queso, el espíritu era. No, el espíritu era el mismo. No: ¡me lo estoy inventando, si no fuimos al mercadillo! ¿Y por qué entonces he contado que? ¿Ves como soy escritor? ¡Sé inventar! Ya, en serio: ¿en serio Espido Freire en el jurado? ¿Pero cómo voy a? Me distraigo, sí. Déjame que piense. Ah, sí, sí que ocurrió algo distinto. En la mediateca del pueblo trabaja una mujer que. En fin. Son tonterías, ya sabes, pero la imaginación sueña, y me observo viviendo allí, ella con un horario envidiable, un sueldo y un trabajo estables, y yo. ¡Tocándome los cojones no! Yo escribiendo. Sí, claro, como un Casanova frente a un ordenador. Cada verano pido el préstamo máximo, que son veinte libros. Sobre todo cómics, muchos cómics, que mi francés no da para más. ¿Proust? Ah, sí, en el Kindle, pero es pura pose. Que no, que no, que Proust mola, ¡y lo entiendo! Aunque a Proust tal vez no le gustaría saberse entendido. A lo que íbamos: que la explicación de que coja tantos libros es tocarle sus manos al devolvérselos. Sitúo los códigos de barras en lugares opuestos, mal ordenados, para que cada libro obligue a un movimiento, y así alargar el. ¿Pervertido? Venga ya. Este año, al devolverlos, me recibió el gel y, ay, un gran cajón de plástico azul donde me pidió, sonriendo tras su mascarilla, que depositara los libros: allí aguardarían unos días y luego serían escaneados. No pude tocarla. ¿Una mierda de historia? Pues. ¿Y cómo sé que sonreía tras su mascarilla? Porque. Espera, tengo otra anécdota. Una reflexión más bien. ¿Hemos quedado a las nueve? Paula Izquierdo y Gómez-Jurado también se van a reír un rato. No, Jurado es apellido y también es parte del. ¿Que por qué lo digo? Porque me has animado a participar. ¿Ahora piensas tú que mejor que no? Son menos cinco, sí, te la cuento rápido: una tarde nos acercamos hasta la iglesia de Touille. Está en lo alto del pueblo, rodeada por un pequeño cementerio. Las tumbas eran antiguas pero aquí y allá había flores recientes. ¿Quién las cuidaría? Pensé en la longitud de los afectos pero esto no es lo que te quería contar, sino que me subí a un muro y, desde lo alto, miré a las montañas. Todo era silencio, me zumbaban los oídos. ¿Sabes lo que hice? Recé un padrenuestro, y pedí que llegara de una vez el futuro, o que se fuera de una vez el presente. Pero, a media oración, advertí que había olvidado el texto. ¡Si se enteran los curas! Cerré entonces un trato. Un trato pirenaico: volver al año siguiente a este mismo lugar, subirme de nuevo al muro, y rezarlo entero, pero solo si las cosas iban bien. Luego me llamaron mis amigos, que me esperaban en el coche, y nos fuimos a beber una cerveza. De camino al bar me preguntaron en lo que pensaba. Miré la iglesia en lo alto, el cementerio, su muro, y les dije: estaba recordando el año que viene.
Entre el mérito
y el demérito sólo
cambian dos letras.
es lo que la gente quiere leer, ¿no es así?, ¿o es lo que los editores piensan que la gente quiere leer?, ay, ay, evitemos esta cuestión y volvamos a nuestro asunto, y seamos de una vez sinceros: las neuronas ya no interesan, ya no hacen gracia, ya no venden, son el Macaulay Culkin de la literatura, hoy queremos datos, hoy queremos que las historias sean verdad, ¡que estén basadas en hechos reales!, que así lo diga la contraportada y lo confirme esa faja que, como cualquier faja, es un elemento innecesario, e innecesaria es la autoficción, y para demostrarlo acabo de revisar por cuarta, ¡y espero última vez!, una autoficción de mierda, casi trescientas páginas, más de noventa mil palabras, todo autoficción, todo, y en cada revisión me he alejado un poquito más de mí, un poco más de mi yo anterior, así que tal vez he acabado tan lejos que, fíjate, he inventado un nuevo yo, ¡inventado, inventado un yo!, pero este no era el fin, mi propósito era reírme de la moda, del yoísmo, de la casa en el pueblo donde fui tan feliz y de los recuerdos de la infancia y del puchero que hacía mi madre y de los andenes de tren donde una novia fea nos arruinó la vida y de las lluvias que siempre llegaban en el momento idóneo de nuestra crisis y de los portales que nos privaban o, a veces, abrían un deseo, y no, Dani, no niego que esas materias estén prohibidas para la literatura, lo que defiendo es que esas ideas obstaculizan la imaginación, la obstaculizan porque no son ideas, ya nunca más serán ideas sino hechos, estatuas, momias, esqueletos, pero es que además esa forma íntima de escritura existió antes y en manos de escritores que lo hicieron mejor, ¡mucho mejor!, de como lo haríamos tú o yo, supera a Proust, supera a Jane Austen, supera a Camus, ¿no es fácil, verdad?, ¿y crees entonces que yo seré leído?, ¡pues sí, parece ser que sí, porque estamos en la semana de la autoficción, oiga, pásese por esta librería y se lleva mi interesante vida, que lo cuento todo!, y no me mires mal por haber caído en el sistema, yo, igual que tú, tengo que comer, y cada mes golpea mi cuenta una hipoteca y seis recibos, no queda alternativa, o sí, sí queda, sí, porque te digo que, cuando acabe estos seis meses de promoción de […], me sentaré de nuevo a escribir sobre lo que nadie parece atreverse, que es la imaginación, e inventaré mundos donde remotamente esté yo y, a la vez, nunca esté yo, es decir, me subiré al yo, despegaré, volaré alto, y saltaré del yo sin paracaídas, y en el aire me daré la vuelta y, a mi antiguo yo, le haré un corte de manga. Mi próxima novela, Dani, tendrá como protagonista a un dinosaurio que se va de Erasmus subido al Orient-Express. Será la ostia. Literal, tal vez. Pero nadie me hará cambiar de idea. Nadie tocará una coma. Quiero que el error, si existe, sea único. Únicamente uno. Únicamente mío. Y que ni en la portada ni en la contraportada ni en la faja aparezca yo, porque yo existo pero escribo, precisamente, para dejar de serlo.
Correo electrónico recibido hoy 3 de agosto de 2020 y editado por mí con permiso de su autor, que prefiere guardar el anonimato para el bienestar económico y mental de su familia y editor. Una nueva novela de autoficción pronto poblará las ya pobladas estanterías de la autoficción.