Los reyes no tocan las puertas

1.

Francis Ponge (Montpellier, 1899, Bar-sur-Loup, 1988) tiene cuarenta y tres años cuando publica Le Parti pris des choses (Tomar partido por las cosas, 1942), quizás su libro de mayor prestigio. Se trata de una colección de treinta y dos poemas narrativos donde el autor, haciendo literal su título, toma partido por los objetos, pero también por los espacios, las personas y los fenómenos naturales. En su escritura, la voz construye el objeto, y no al revés; la materialidad de una vela, de un cigarrillo, de una mora o de un restaurante nacen del gesto del poeta, de su mirada, y de ese gesto o de esa mirada una vinculación exterior. Podría deducirse entonces que, sin gesto o mirada, no hay realidad, y que los objetos solo existen si registramos, sobre un cuaderno, nuestra atención. Los límites del mundo son entonces los del lenguaje. Y como de cualquier limite, también podemos deducir una esclavitud: en este caso la de las palabras, pues solo existen para estar al servicio de aquello que nombran.

2.

El primero de los poemas de Le Parti pris des choses se titula Pluie (Lluvia). Ponge narra las gotas sempiternas que caen en un patio a golpe de metrónomo. Su autor nos conduce al centro de ese lugar, a sus paredes, a un alféizar, luego a una ventana, sus molduras y, en lo alto, un tejadillo de zinc. El repiqueteo, rítmico y obsesivo, parece el resorte de una máquina complicada, pero la luz del sol evaporará la posibilidad de esa máquina que nunca fue escrita y, por lo tanto, nunca existirá, pues la realidad es solo lingüística. Este límite de lo real alberga un beneficio: hay ciertas cosas y seres y fenómenos naturales que esconden su cofre íntimo de palabras, la memoria lingüística de quien estuvo ahí, de quien tocó unas monedas o rozó un talismán o miró una lluvia caer detrás de una ventana, y esas mismas monedas o ese mismo talismán o esa misma ventana pueden traernos una realidad que ya no existe, pero que regresa porque existió un gesto, porque se miró y fue escrita, y sobre ella conseguimos volver. Hay un transporte de la emoción cuando la realidad se rebobina, cuando hacemos regresar hoy, a través de un gesto o de una mirada, algo que ya no existe, y así lo expresa Borges, justamente en un soneto llamado LA LLUVIA:

Bruscamente la tarde se ha aclarado
porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae y cayó. La lluvia es una cosa
que sin duda sucede en el pasado.

Quien la oye caer ha recobrado
el tiempo en que la suerte venturosa
le reveló una flor llamada rosa
y el curioso color del colorado.

Esta lluvia que ciega los cristales
alegrará en perdidos arrabales
las negras uvas de una parra en cierto

patio que ya no existe. La mojada
tarde me trae la voz, la voz deseada,
de mi padre que vuelve y que no ha muerto.

3.

Uno de los objetos en la obra de Ponge es una puerta, de la que dice:

«Los reyes no tocan las puertas.

No conocen esta suerte: empujar ante sí, con suavidad o rudeza, uno de estos grandes paños familiares, volverse hacia él para colocarla otra vez en su sitio, —sostener en sus manos una puerta.

… La suerte de empuñar por el estómago, o por su nudo de porcelana, uno de estos altos obstáculos de una pieza; ese cuerpo a cuerpo breve, en virtud del cual —retenido un instante el paso—los ojos se abren y el cuerpo todo se acomoda a la nueva habitación.

Con una mano amistosa aún la retiene, antes de empujarla hacia atrás con decisión y encerrarse —lo que el chasquido del resorte, potente pero bien engrasado, le asegura gratamente».

Y en su idioma original, este poema es como sigue:

«Les rois ne touchent pas aux portes.

Ils ne connaissent pas ce bonheur : pousser devant soi avec douceur ou rudesse l’un de ces grands panneaux familiers, se retourner vers lui pour le remettre en place, – tenir dans ses bras une porte.

… Le bonheur d’empoigner au ventre par son nœud de porcelaine l’un de ces hauts obstacles d’une pièce ; ce corps à corps rapide par lequel un instant la marche retenue, l’œil s’ouvre et le corps tout entier s’accommode a son nouvel appartement.

D’une main amicale il la retient encore, avant de la repousser décidément et s’enclore, – e dont le déclic du ressort puissant mais bien huile agréablement l’assure».

4.

Se llama Aymé y es el señor feudal de Castel-Roussillon en El unicornio, novela del escritor argentino Manuel Mujica Lainez (1910-1984). Aymé es un hombre poderoso, así que nunca toca las puertas, pero en su caso también las traspasa, pues antes de que aparezca en una estancia, lo precede su vozarrón: le gusta anunciarse y que lo esperen, que se pongan de pie y se dobleguen multiplicando la adulación zalamera. La obra está ambientada en el siglo XII; hay algo de pervivencia medieval en que estas ceremonias, que guardan ya poco de lógico y mucho de símbolo o paradigma, persistan más allá del mundo de la ficción. Pero si las palabras las construyen es que hay una realidad, y entonces persistirán, persistirán, persistirán.

5.

No siempre se encuentran las palabras. No siempre decimos aquello que nos quema. A veces por la prohibición de los demás, pero muchas otras por nuestra propia censura. Qué pasa con la realidad cuando la cuentan idiomas desconocidos. Y en ese desconcierto, dónde quedamos nosotros, cada uno de nosotros, narradores de nuestras pequeñas vidas.

En el poema de Ida Vitale «Mes de mayo», escrito hacia mediados de 1970, y en un momento de profunda duda, leemos de la poeta que hay algo por encima de las cosas, de los seres que vienen y que van, de los sitios y de los fenómenos naturales, de las puertas de los palacios que nadie toca y de las puertas de los trenes donde se superponen las manos; un supralenguaje que funciona como ese resorte misterioso de la lluvia en un patio, y que en el ruido de su motor silencia las palabras:

Escribo, escribo, escribo
y no conduzco a nada, a nadie.
Las palabras se espantan de mí
como palomas, sordamente crepitan,
arraigan en su terrón oscuro,
se prevalecen con escrúpulo fino
del innegable escándalo:
por sobre la imprecisa escrita sombra
me importa más amarte.

Algunas preguntas y respuestas

Tu microrrelato tiene como idea principal el encuentro del presente con el pasado. ¿Cómo se originó la idea y cómo conseguiste darle forma en tan solo 200 palabras?

Decía Borges que a los objetos se los quiere con tristeza, porque ignoran que uno existe, sufre, quiere. Pensando en los objetos, y concretamente en la palabra joya, que era requisito del concurso, me atrajo la idea de utilizar una alianza como un nexo entre el pasado y el hoy, y apoyar sobre esa alianza, y su transacción, la historia de un afecto. Intenté enfocarlo de una forma optimista, dando a entender que el amor siempre prosigue, pero de diferentes formas. Para conseguir que la historia encajara en apenas doscientas palabras tuve que podar muchas ramas. Al retirar lo superfluo el mensaje quedó más nítido, más expuesto.

 Cuéntanos algo más sobre ti y por qué la escritura forma parte de tu vida. ¿Te dedicas/te gustaría dedicarte profesionalmente a la literatura?

Me gustaría pensar que ya me dedico profesionalmente a la literatura, en el sentido que es una pasión que siempre me acompaña, a la que dedico tiempo, ilusión, y que me devuelve felicidad. Otro asunto distinto son los recibos, las hipotecas, el final de mes. Un joven se acercó a Josep Plá y le preguntó qué era necesario para dedicarse a la escritura, a lo que Pla respondió: dinero. La clave está en conseguir un equilibrio, permitir que tu vida tenga un espacio y un tiempo para cultivar esa ilusión.

¿Por qué decidiste presentarte al Concurso de Microrrelatos y qué hace diferente a este certamen de otros de su estilo?

Apostar por los microrrelatos es un ejercicio de esprint: cuando escribo bajo formas más amplias, de largo recorrido, tiendo a las digresiones, a las euforias expansivas. Focalizarme entonces en estructuras breves, como el microrrelato, o como los haikus, es un ejercicio intenso de condensación, porque me permite buscar el máximo efecto en el menor espacio y tiempo disponibles. Me gusta imaginar una compañía de teatro ambulante, que va de pueblo en pueblo, y que un día descubre, con terror, que les han robado sus trajes, sus pelucas, el maquillaje, los decorados, la utilería, y sin embargo, pese a esa economía de miedos, indagan cómo lograr que, esa noche, el texto funcione, y transmita.

Con respecto a este concurso, lo conocí a través de Internet. Me sorprendió positivamente leer que llevaba el nombre de Carmen Alborch, y también la calidad del jurado. Lo que desconocía era su importancia, así como el número de participantes. A posteriori, la recepción del premio me ha confirmado también el buen hacer de la estructura que hay detrás.

Háblanos de la idea principal de tu microrrelato y cuéntanos un poco las dificultades a las que te enfrentas cuando trabajas en textos tan breves. 

Utilicé la transacción, poco frecuente, de una alianza matrimonial, como manera de recuperar un recuerdo y traerlo al presente. De juntar hoy memoria y realidad. De mostrar que el amor, en verdad, nunca cesa, sino que más bien desemboca en maneras diversas, insólitas.

La dificultad de un microrrelato es cómo alcanzar un ritmo preciso en un espacio tan corto. Por eso hablaba antes de esa actividad de esprint. Hay talleres y libros que nos enseñan a sortear las dificultades de cualquier microrrelato. Pueden ser útiles como formar de abrir ángulos, ideas, pero supongo que, si se aplicaran sus reglas, uno terminaría por caer en automatismos, y la forma perdería entonces su carácter inesperado, de explosión. Tampoco la práctica te ayuda a mejorar el oficio de escritor, pero considero esta certeza una tragedia favorable, ya que te mantiene alerta, a flote, sospechando siempre de tus logros. El único secreto que funciona en cualquier disciplina es dotarla de tiempo, que en el caso de la escritura significa subirse a un proceso artesanal de revisión los textos, cuidado de la eufonía, del ritmo de las palabras, de la revelación gradual de una historia que bien puede desembocar en orden o en caos.

¿Cómo crees que haber ganado esta convocatoria de Fundación Montemadrid va a dar un impulso a tu trayectoria en el ámbito literario?

Ser leído, en un mundo saturado de pantallas, es ya una celebración. Si además la lectura destaca sobre otras muchas, esa celebración tiene entonces algo de felicidad pero, a la vez, de extrañeza. Acostumbrado al no, asombra el sí.

Sé que la escritura me acompañará siempre, sé también que guardaré el recuerdo feliz de este premio. Me gustaría pensar que este reconocimiento me servirá para crecer como escritor, para ganar confianza, fuerza, y para abrir las puertas a proyectos más extensos.

¿Por qué animarías a otros escritores a presentarse a Microrrelatos?

Porque en el juego de la escritura cualquiera, y lo digo en el sentido literal de la palabra, es siempre un ganador. Todo aquel que, con mejor o peor pericia, de forma más inspirada o no, busca una historia, la encuentra y la transmite, alcanza una felicidad. Es una felicidad endógena, que nadie le puede arrebatar. Que esa historia atrape luego a un lector, o a un jurado, es un fenómeno tan raro como la misma lectura, pero esa excepcionalidad no deslegitima la pasión por la escritura, ni tampoco su felicidad.

El individuo y la utopía

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La muchedumbre es una entidad ficticia. Las masas son una entidad abstracta y posiblemente irreal. (…) Suponer la existencia de la masa, es como suponer que todas las personas cuyo nombre empieza por la letra «b» forman una sociedad.

Lo que realmente existe es cada individuo. Solo existen los individuos: todo lo demás, las nacionalidades y las clases sociales, son meras comodidades intelectuales. (…) Si cada uno de nosotros pensara en ser un hombre ético, y tratara de serlo, ya habríamos hecho mucho; ya que al fin de todo, la suma de las conductas depende de cada individuo.

Jorge Luis Borges.

Que en este momento donde la realidad está llena de hipótesis hermosas, de estímulos colectivos, nadie se olvide de su responsabilidad individual. Es la inspiración que conduce a la utopía.

El Aleph de Borges

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Con frecuencia se le preguntaba a Borges cuáles eran sus obras favoritas. Él respondía sentirse más orgulloso de las que había leído que de las que había escrito. Y mientras uno imaginaba la altura celeste de sus lecturas, el entrevistador insistía con la pregunta, y Borges, a regañadientes, señalaba El Aleph como uno de sus libros más logrados.

Si los lectores siguen cuestionándose hoy por el lugar donde empezar a leerle no es tanto para buscar atajos hacia su talento, que pocos discuten es el más grande después de Cervantes, como más bien encontrar un sendero por el que poder seguirle hasta el final del camino. Esa recurrencia sobre por dónde empezar, también ese deseo por saber qué es lo mejor de Borges, se multiplica hoy en las redes sociales, espacios donde Borges ya no tiene voz para responder. En esos patios virtuales la gente no discute tanto su obra favorita del autor, como más bien la búsqueda policíaca de aquella lectura que alguien celebra y uno todavía no conoce. De lo cual se concluye la original vigencia de toda su obra y la necesidad, sí, de un camino luminoso por el que no perdernos en el descubrimiento de su belleza.

Dado que Borges nos marcó El Aleph como el primer peldaño, por qué no entrar en el universo del escritor a través de esta obra. Y El Aleph se abre con un arco sobre el espacio y el tiempo: El inmortal, pórtico de los diecisiete cuentos, es un viaje al pasado y a un lugar desconocidos, con su protagonista persiguiendo la Ciudad de los Inmortales. En apenas unos líneas nos encontramos dentro del estilo de Borges: su síntesis narrativa, la capacidad para desplegar información con una economía máxima de caracteres. Borges es contención: como si hubiera anticipado los límites del twitter, es capaz de sugerir en una frase lo que a otros les exige un párrafo, aunque a Borges, que rechazaba la modernidad (pese a que entró en ella para siempre), no le hubiera gustado ser el inventor de una herramienta que corta los pensamientos, si presuponemos además que existen. Sirva este ejemplo de su maestría en lo breve: «Al pie de la montaña se dilataba sin rencor un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena». En diecisiete palabras ha logrado una imagen para la que otros necesitan líneas y líneas.

Apenas unas páginas y los temas de Borges también están allí, esperándonos: la muerte y el infierno; la verosimilitud dentro de un mundo mágico; el problema del tiempo; la solución a juegos mentales, que son en verdad problemas metafísicos; el humor, impregnado de su cultura universal y políglota; la fascinación por la violencia; la presencia de laberintos, que desorientan y angustian al protagonista, multiplicando el enigma, y donde la historia principal se hace grietas en nuevas narraciones. Temas donde nunca encontraremos, ni siquiera sugerida, la sexualidad, que Borges omitía obsesivamente.

El Aleph es un viaje hacia planos de irrealidad. En sus momentos más logrados, como tras subir las escaleras de El inmortal, llegamos a una altura literaria desde donde se contemplan las fuentes de inspiración del propio Borges. Y en el valle, lejanos en altura, la falsa literatura. A veces los viajes son del espíritu, como en Los teólogos, donde las vidas parecen obedecer a planes superiores, las agendas de los dioses. Este cuento, que diría que es magnífico si no lo fueran también los otros, puede entenderse como una radiografía del propio Borges, que desde niño supo sería escritor, la vocación que su padre cultivó a medias y multiplicó en su hijo. Otros viajes son del recuerdo, como las confesiones del criminal nazi en Deutsches requiem. En ocasiones los viajes no son posibles: esos laberintos que son la marca de estilo de su autor, y también de sus imitadores, aunque muchos de éstos se atrapan en su propia creación. Los sueños, por último, pueden ser un vehículo para el viaje, como en La espera, donde la confusión entre los mundos onírico y real condiciona el desenlace.

¿Te gusta Borges?, me pregunta alguien que ha espiado estas líneas, y de mi cabeceo afirmativo encuentro como respuesta un gesto desganado. Gesto que es el de gente que no le ha leído, con ese desprecio altivo que es una celebración triste de la ignorancia y un grafiti contra la belleza de su obra. Gesto que me recuerda una cita del propio Borges, donde decía que toda palabra presupone una experiencia compartida: si alguien ignora la peculiar felicidad de un paseo en globo es difícil que él pudiera explicarlo. No le despreciemos por su cultura inmensa ni desfallezcamos cuando, encerrados en alguno de sus laberintos, no veamos otra salida que cerrar las páginas. Sus enigmas existencialistas exigen de un esfuerzo, porque nada en él hay didáctico ni fácil: las dudas se despejan en otras nuevas. Pero en el proceso nuestro pensamiento levitará. El Aleph es ese viaje en globo, hace falta de experiencia lectora e inteligencia para embarcar, pero si contamos con ese equipaje Borges nos propone un vuelo luminoso. Las peleas alegres acerca de su canon, la novedad constante de ediciones críticas de su obra completa, los estudios universitarios y la admiración de la comunidad escritora, son la confirmación de un pensamiento: la certeza de que gracias a Borges es posible una felicidad física, la felicidad de un viaje que se abre en su obra.