La temporada 2017/2018 de la Orquesta y Coro Nacionales de España (OCNE) se inició el viernes 15 de septiembre. A nadie sorprendió el éxito de la convocatoria: la presencia de su director principal, David Afkham, dos obras de repertorio en atriles —el Concierto para piano y orquesta en la menor; opus 54, de Schumann, la Sinfonía número 5 de Mahler— y Javier Perianes al piano, eran suficientes razones para que la velada fuera viento en popa. En el público que abarrotó la sala, antes incluso de sonar la primera nota, habitaba esa sensación feliz de éxito anticipado, pero también de regalo inmerecido por acudir a una formación que, cada año, suena mejor, y a precios siempre ajustados. Había también las ganas acumuladas de volver a escuchar música después del verano, pero, con todo, no hay que olvidar el efecto favorable que ha tenido para la OCNE la diáspora de la Orquesta de Radio Televisión Española, y que ha supuesto la llegada natural de nuevos abonados. Bienvenidos sean, aunque por motivos que no tienen nada de positivo.
En las notas al programa señala Gonzalo Lahoz la importancia que tuvieron las mujeres en los dos compositores escuchados. Clara Wieck fue el amor de la vida de Schumann, y también la solista que estrenó el concierto un 4 de diciembre de 1845, cuando Schumann tenía treinta y cinco años. Dos siglos más tarde, en una calurosa tarde de Madrid, las manos de Perianes (Huelva, 1978) regresaban a la partitura, y pocas veces he sentido como espectador, desde mi butaca en los bancos del coro, que el estilo de un intérprete y la obra encajen con tanta perfección. Parecía como si Schumann hubiera escrito la obra para ese fraseo lírico de Perianes, humilde, de falsa sencillez, siempre volcado hacia lo romántico. Parecía también como si Perianes hubiera nacido sólo para hacer sonar esas páginas tan emotivas, delicadas, y en las que flota un ambiente de jardín privado, de aparente improvisación. Si hacer fácil lo complicado es la señal de un virtuoso, Perianes lo es. Cabe la duda de escucharle frente a obras que exijan de un aire menos romántico y más enérgico. Duda que no resolvió el bis, donde tocó una pieza lánguida de Grieg.
La segunda mujer del programa, detrás del segundo compositor, era Alma Schindler. Una mujer clave en la historia de la música, pues a ella dedicó Mahler su Adagietto para cuerda y arpa, que Visconti llevó al cine en su película Muerte en Venecia, adaptación de la novela de Thomas Mann. Si la novela, en manos de Visconti, es la liberación filmada de un deseo reprimido, en Britten, y gracias a su ópera de idéntico título, será el epítome del final de una época, tanto personal como histórica; una deriva a todos los niveles, más profunda que la represión del deseo homoerótico, y que se aproxima más a la idea literaria de Mann. Uno y otro, Visconti y Britten, también Mann, comparten con Mahler el amor como medio para asomarse al abismo, y no caer.
La Orquesta Nacional de España sonó firme y contundente en la Quinta, pero escuchando a Mahler uno no puede dejar de lamentar toda la otra música que resta en silencio, invadida por la obsesión reciente hacia el compositor austríaco. Si no fuera una tarea cansada, tan extenuante como a veces su música, me gustaría calcular el número de horas que se han programado de Gustav Mahler en las temporadas recientes, tanto de este ciclo de la OCNE como de otros promotores. Mi malestar no es tanto por su música —no voy a negarlo: me emociona y conmueve en muchos momentos— sino más bien porque, en la miopía de las modas, se relega al silencio todo lo que hay alrededor de una obsesión. Lo olvidado mengua su interés y sólo la fuerza decidida de directores valientes puede cambiar la situación. En Mahler hay mucho de admiración reciente pero también de olvido general. Lo admito: recelo siempre de los fenómenos mayoritarios, donde hay tanto de adhesión justificada como de religión fanática, tanto de valor como de dogma sometido a la tiranía del instante. De ahí que volver a escuchar a Mahler, otra vez más, me haga pensar en todas esas voces silenciosas, en partituras dos plantas más abajo, llenándose de polvo, pero también en la esperanza dulce de un mesías que, con su luz, se atreva a cambiar la dirección y nos oriente y asome hacia nuevos abismos. Muchos, tan silenciosos como esas mismas voces, lo aguardamos.
Como si la historia de la música no fuera ya un magnífico hilo conductor, la programación del auditorio de Madrid para la temporada 2015/2016 se anuncia apoyada por un título genérico. Se trata de Malditos. Denominación que me trae la visión romántica del artista asomado al abismo, dejando a la espalda tiempos de oscuridad e ignorancia, abrazando un tiempo nuevo dominado por la razón, la ciencia y el respecto a la humanidad. Este título tan atractivo es, sin embargo, difícil de integrar coherentemente con el programa ofrecido. Pretender que obras tan dispares como las de Brahms, Debussy, Mozart o Shostakovich sean iluminadas por un mismo neón, sólo puede ser explicado por esa maravilla, inexplicable en sí misma, que es la evolución artística. Tratar de unirlas con una misma etiqueta, y pese a su indudable interés, es más bien consecuencia de ese gusto actual por catalogar y uniformizar, dotando a las temporadas de un nexo que, aunque pueda gustar, ¡y gusta!, no tiene por qué existir. Decía Daniel Gatti que un concierto no tiene por qué ser líneal o coherente en su estilo. En el interludio, «la gente charla, fuma, toma un café, y ya se ha despejado para abrirse a otros lenguajes». Si este argumento que comparto se aplica al espacio de un solo concierto, cómo no va a ser transitivo a toda una temporada. Por eso que debemos celebrar lo atrayente del leit motiv como un punto de partida, como una forma de analizar cada obra o compositor, individualizados dentro de una corriente historiográfica que los supera, y evitar la búsqueda de una coherencia global de elementos dispares. Dejemos esas piruetas circenses de algunos musicólogos, que pretenden convencernos de que dos más dos son cinco, y buceemos en la música, un mundo en el que, si uno se engancha, puede llegar a creer que dos más dos son cinco.
Y en la temporada 2015/2016 hay mucha música por disfrutar. Se abre con la Segunda de Mahler, y en la batuta el director titular David Afkham. Para neófitos de Mahler, el número de orden de sus sinfonías tiene una función didáctica: conocer el creciente grado de locura musical. Así, la Primera Sinfonía, o Titán, es todavía un ejercicio de sobriedad, contención, de ideas con un principio y un final y un todo con un significado. En línea con este razonamiento, la sinfonía número 8 es de diagnóstico clínico: si conoces a alguien que disfruta con ella, ¡huye! Posiblemente él lo ha hecho de la López-Ibor, y unos hombres de bata blanca se acercan desde el final de la calle. En términos alimenticios, las últimas sinfonías de Mahler son como esas bolsas variadas de frutos secos, que uno abre sin saber si va a masticar la cáscara de un pistacho, una almendra amarga o un kiko. Todo pringoso, todo mal mezclado, todo caloría y sal, repitición si no plagio. Un tutti frutti de sonidos. Algún día (y tal vez entonces hagan falta esos hombres de blanco que ya están cerca) un tribunal dictaminará las razones de ese reciente amor yihadista hacia Mahler. Pero la locura no aplica, por la razón numérica expuesta, a la Segunda Sinfonía, primer éxito comercial de su compositor, y que se abre con un ventanal de energía de cellos y bajos en tremolo fortissimo. Una obra extensa, espectacular, de gran presupuesto sonoro. Queda por saber cómo gestionará Afkham, con su naturaleza comedida y sobria, una obra de alto rango dinámico y una orquesta con tendencia al sobregiro.
Otro momento destacado, y estamos aún en la segunda semana, será la presencia del pianista noruego Leif Ove Andsnes, que tocará el bien conocido Concierto para piano y orquesta número 20 de Mozart. Leif Ove Andsnes viene con el premio de la BBC Music Magazine en la mochila, reconocimiento a la mejor grabación del año para los conciertos de piano número 2 y 4 de Beethoven. Se debe remarcar que en esta grabación para Sonny Classical es el propio Andsnes quien conduce a la Mahler Chamber Orchestra. En la entrevista para el número de mayo de 2015 de la citada publicación, el pianista lanza una demoledora crítica al papel de las batutas: «If you rehearse a lot and everyone feels this together, then you don´t need to stand there and follow my stick» («Si ensayas con frecuencia y los músicos sienten lo mismo, no necesitas que nadie esté ahí siguiendo la batuta»). Como si el director artístico de la OCNE hubiera recogido esas palabras antes de ser pronunciadas, y sin llegar a extremos de tocar sin maestros, la temporada 2015/2016 detiene al menos el sinsentido económico y musical de la rotación semanal de directores: David Afkham presentará ocho conciertos, y Juanjo Mena otros tres. En sólo dos grandes batutas se va a a gestionar casi la mitad de toda la temporada. Ojalá que la línea a seguir sea esta, lo que pemitirá profundizar en el sonido de la formación, y dejar el espacio a lo que nos levantan de los asientos: los solistas.
Y de solistas habló Félix Alcaraz, director artístico de la OCNE. Pienso que acertó al no revelar el programa concierto a concierto. La gala fue más ágil, centró la atención en los excelentes momentos de videoarte, y multiplicó la curiosidad por hacerse con el programa a la salida. De los solistas me alegré al ver los nombres de los pianistas Christian Zacharias y Mitsuko Uchida, de la violinista Janine Jansen (¡qué foto!) y, cómo no, del barítono galés Bryn Terfel, a quien Gerard Mortier «le dio la llave de oro», siguiendo sus propias palabras, al escucharle cantar «La flauta mágica» de Mozart en 1991. Al auditorio aterrizará Bryn Terfel a mediados del mes de enero en el papel de «El holandés errante» de Wagner; ojalá que se represente sin interrupciones, siguiendo así las instrucciones del compositor alemán. Un apunte: que la Nacional de España se embarque en óperas es para mí, abonado también del Real, un regalo inmerecido. Supongo que los músicos de la OCNE no pensarán lo mismo, porque la duración de algunas óperas les exige de un plátano o un trozo de fuet colgando del atril. La ópera de Wagner, sin embargo, considero que es una obra muy bien elegida: su duración no es excesiva y puede defenderse sin todo su aparato teatral. Y como pedir es gratis, ojalá que algún año podamos escuchar en el auditorio esa maravilla de Glück llamada Alceste, un compositor del que ya escuchamos su ópera Orfeo y Eurídice en versión concierto bajo la dirección de Josep Pons.
Vuelvo a casa leyendo el programa con la avidez de un comic. Al mismo tiempo voy escuchando en mi cabeza las obras que conozco, y lo hago abreviándolas, haciéndolas avanzar en apenas unos segundos desde su principio a su final. Me viene a la memoria cuando de niño adelantaba las cintas de cassette girándolas sobre un lapicero. Y con un lapicero apunto la Séptima de Beethoven (su segundo movimiento es para mí de lo mejor que escribió Beethoven), el Réquiem de Fauré y la Sexta de Brückner. Esta última tuve la suerte de escucharla con la Orquesta Sinfónica de Chicago, dirigida por Mutti, y aún recuerdo la explosión final de alegría de un espectador el cual, como si se tratara de un partido de baloncesto, se levantó, puño en alto, y empezó a gritar en bucle: ¡yes, yes, yes!. O más bien: ¡YES, YES, YES! Así que redondeo la obra, y escribo: YES. También salivo, pero de curiosidad, por el concierto de violín de Thomas Adès, compositor que conocí con una obrita maravillosa llamada Arcadiana, y de la que hace algunos meses puse el enlace a uno de sus movimientos (https://www.youtube.com/watch?v=nP5__SSf3dk).Y no redondeo, porque ya lo hace él solo, la programación de un gran número de obras de Brahms que dirigirá Afkham, a quien me hubiera gustado escuchar en la gala.
Si redondeo en lápiz estas obras no es tanto para recordarlas, como más bien una alerta a los demás: el aviso para que mis padres y amigos vengan también a disfrutar de esos conciertos. Tener en Madrid una orquesta de esta calidad, con solistas de prestigio, programaciones acertadas, y a un precio más que razonable, es un privilegio del que uno solo se da cuenta que existe cuando no lo tiene. Por eso que estos trazos de lapicero son la llamada a una fascinación futura, y que espero además sea compartida. Qué difícil es explicar el gusto por la música, y qué difícil transmitir la alegría a un porvenir de veinticuatro conciertos. Veinticuatro sábados que no terminan después de los aplausos, sino volviendo a casa y tatareando alguna melodía, con esa felicidad rara y única que da compartir la belleza, o conciertos que continúan luego en el vestíbulo del auditorio, las risas, los teléfonos móviles actualizándose, los saludos y las despedidas, y luego acodado en un bar próximo comentando todo lo ocurrido con algunos de mis amigos músicos: yo quiero saber de ellos la intrahistoria del concierto. Ellos saber de mí qué ha sentido ese misterio oscuro de toses y aplausos para el que tocan cada semana. Unos y otros bebemos cerveza hasta que el dueño da la vuelta a las sillas, las sube sobre las mesas. ¿He bebido demasiado, y la realidad está del revés, o efectivamente los taburetes están boca abajo? Voy al baño, vuelvo del baño, y en el camino toco madera: sí, están boca abajo, cierran el bar. Es tarde, estoy cansado, algo borracho, y es hora de volver. Ay, malas compañías las de estos malditos músicos. ¿He dicho malditos? Ya entiendo mejor el por qué de esta temporada.
Toda la información de la temporada en el siguiente enlace:
A Richard Strauss le quedaban apenas doce meses de vida cuando, en 1948, escribió una canción titulada Beim Schlafengehen (Al irse a dormir). La canción estaba basada en un poema de su amigo Hermann Hesse. Strauss, aunque director de orquesta con fama internacional, era entonces un hombre triste. Los años que siguieron al final de la Segunda Guerra Mundial le vieron más interesado en recuperar el acervo cultural de su país antes que en componer. La atonalidad que entonces desarrollaban Schönberg o Hindemith estaba alejada de su sensibilidad. Y fue solo gracias a la intervención de su hijo Franz que Richard Strauss recuperó el ánimo y volvió a escribir.
Beim Schlafengehen se toca dentro de un ciclo junto a otras tres canciones, formando el llamado Vier letzte Lieder (Cuatro últimos lieder), aunque ni Strauss los planificó con esa idea de grupo ni tan siquiera fue la última canción del compositor. Si algo une las cuatro obras es la presencia de la muerte. En Beim Schlafengehen el sueño es la metáfora de la muerte, muerte que musicalmente se mezcla con un solo de violín de una belleza que también parece algo de fuera de este mundo, y con cuyo sonido Strauss representaba el amor hacia su esposa Pauline.
El estreno de las cuatro últimas canciones de Strauss fue póstumo: tuvo lugar en Londres un 22 de mayo de 1950. Coincide con el día de mi cumpleaños, pero 28 años antes. Cumpleaños que tendrá como regalo escuchar (y de nuevo otra coincidencia) estas cuatro mismas canciones el sábado 25 de mayo en la Orquesta Nacional de España, con la dirección de David Afkham y Anne Schwanewilms como soprano, cantante alemana que tuvo un mal día en los BBC Proms bajo la dirección del español Juanjo Mena. Ojalá el sábado despliegue su gran voz lírica sobre estas cuatro canciones que desde aquí recomiendo como cumbre de la música lírica postromántica.