La victoria de los demás

48 meses intentando concebir para que se nos muera en menos de dos minutos. ¡¿De qué nos servirá ir atrás y comenzar de nuevo?! ¿Sirve de algo ir atrás y comenzar de nuevo? No. No sirve de nada. Ir atrás nunca sirve de nada, y menos cuando la vida es un laberinto, un laberinto que además está en ruinas. 48 meses después, cuatro, ocho, ¡cuarenta y ocho!, y el sueño termina en menos de dos minutos, o en dos o puede que en algo más, no lo sé ni me apetece hacer memoria. Sé que debo pasar página, romper con el pasado, vivir el presente. Ja. Tú me dirás cómo. El presente terminó en ese instante. Fallé y punto. Punto final. Nada ni nadie pueden redimirme. Quizás me ayude el transcurso de los días. O quizás no, y ese instante amanezca a diario, con la misma regularidad que la almohada o el insomnio. No puedo pedirte ayuda porque el problema sigue en mí. Tú tenías la clave y yo debí escucharla. ¿Soy víctima de mis errores o verdugo de una sociedad sorda? No lo sé. Lo que sé es que la vida y su ausencia son lugares próximos. Lo que sé es que, cuando miro al mundo, el mundo me declara culpable. Culpable de mi egoísmo; hace 48 meses, cuatro, ocho, ¡cuarenta y ocho!, te rogué otra oportunidad. Me abriste de nuevo las puertas y eso era mi vida real pero, al mismo tiempo, eso no ocurre en la vida real. La amabilidad solo sucede en las películas, y no en todas. Las segundas oportunidades, nunca, y no obstante me tendiste tus manos para que, sobre ellas, derramara mi arsenal de frustraciones, de miedo y de ira, y perdonen el pleonasmo. Sería injusto que me acusaran de eludir el esfuerzo. No, no quiero poner excusas, qué valor tienen ahora. También sería injusto olvidar que, durante ese tiempo, todo marchaba hacia el destino adecuado. Pero eso tampoco importa ya, porque nada importa tras ese instante. ¿Lo recuerdas igual que yo? Hubo un choque y alguien cayó al suelo. 48, cuatro y ocho, cuarenta y ocho meses después y toc, toc, toc, toc, el futuro preguntaba por mí. Supongo que la vida es eso, una sucesión larga de problemas que vienen de uno inicial. Supongo. Y por qué no decirlo: tuve miedo. No supe escuchar, admitir, ver que éramos dos: tú que me diste todo y yo que no te había dado nada, pero que estaba a punto de darlo todo. Yo al frente y tú alrededor, rodeándome con tu aureola. He tardado cuatrocientas cuarenta y ocho palabras, cuatro, ocho, ¡cuarenta y ocho!, hasta escribir la más importante: perdóname. Traicioné tu voz. La siguiente vez me convertiría en Judas. Una tercera vez que no llegará, que nunca llegará. ¿Vislumbré la repetición del drama? Las pesadillas son circulares, ahí está la respuesta. Pero una cosa es intuir un escenario y otra que ese escenario exista y que te obliguen a actuar. Yo lo había vislumbrado pero ahora debía vivirlo. Vivirlo y también sobrevivirlo, sobrevivir al peso creciente del mundo a medida que me acercaba hacia mi compañero. Una camilla lo sacó de allí. Pintado en el suelo, su contorno de tiza me aguardaba. Mi boca estaba seca. Me temblaban los brazos. No, no recuerdo mucho más. ¿Que si pensé en tus palabras? Ojalá pudiera decir que sí. Tal vez las cosas hubieran ocurrido de otra forma. Tal vez. Pero no, no recuerdo haber pensado en ti. Y no, no, tampoco recuerdo mucho más. Tal vez el cielo: un cielo azul, de un azul firme, de un azul bravo, como de cartulina infantil. Tal vez el sol, sí, el sol, el sol, el sol: un sol azteca y alegre, inexplicablemente alegre, como un error de atrezo. Entonces sonó el golpe, hubo un eclipse, vibraron de ansiedad mis manos y volé, volé, volé huyendo de mi pasado y rumbo al futuro, volé como 48 meses antes, cuatro, ocho, ¡cuarenta y ocho!, pero no seguí tu consejo, no lo seguí, fui y soy y seré siempre un soldado sin disciplina, un mal soldado, siempre fui y siempre seré un mal soldado, ya está, punto, punto y casi punto final. Hubo otro golpe, el de mi caída, mi caída 48 meses después, cuatro, ocho, ¡cuarenta y ocho!, y sobre el suelo también el atril con todas las partituras del mundo, todas, todas las partituras del mundo sonando simultáneas, un clangor de lenguas, de trompetas y de vítores y, a la espalda, el proyectil, tan esférico como hace 48 meses, cuatro, ocho, ¡cuarenta y ocho!, y así que bastaron menos de dos minutos, o apenas dos minutos o puede que algo más, no lo sé y ya dije que no quiero hacer memoria aunque la hago, ahora la hago, la de ese proyectil que obedeció la trayectoria que tú indicaste y que yo, que fui y soy y seré un mal soldado, volví a ignorar 48 meses más tarde, cuatro, ocho, ¡cuarenta y ocho!, para que, en fin, de pie y a la vez hundido, simultáneamente en vertical y aplastado, quisiera huir, huir, huir, huir, huir de ese estadio que celebraba la victoria de los demás.