– ¡Luis, no te compliques la vida! -Luis debe tener apenas diez años y ya recibe esa dolorosa lección del mundo adulto, para luego escuchar:- ¡Manda el balón a tomar por el culo!
Y el balón, saltándose la ley de la gravedad, se va a tomar por culo.
Desde mi perspectiva, en la ventana, viendo el partido en pijama, el balón asciende primero sobre el pelo revuelto del delantero rival, llega luego a la altura de mi café, sigue subiendo por la mañana del sábado, el sol en Madrid, el balón un meteorito que dibuja una diadema entre las Torres Kio, que golpea invisible el perfil de otro rascacielos y que, agotado del viaje, comienza un descenso en vertical.
Los espectadores, apoyados sobre una barandilla, han seguido también el movimiento al unísono, como en un partido de tenis. El balón cae finalmente a plomo en una zona fronteriza entre el portero y el delantero, un Sarajevo que desencadenará la tragedia: el portero hace visera con la mano, duda un instante si correr a por la pelota o esperar. Cuando decide que el balón está a su alcance es tarde: el delantero ya corre con su vida, alcanza el balón y le regatea con el giro leve de una bailarina, y con la portería un horizonte abierto se regodea en una carrera lenta hasta gritar gol.
Otra persona grita, pero de rabia. Un hombre pequeño vocifera y va bordeando la cal, avanzando hacia el portero, que es también avanzar hacia mí, y pese a que se acerca nunca acaba de crecer, es siempre idénticamente pequeño, una menudez progresiva o regresiva, ajustada a las distancias.
– ¡Pero qué cojones haces! ¿Se puede saber qué cojones haces?
Enaltecido por sus propias palabras invade el campo y se dirige como una tijera hacia el portero. El arbitro, que apunta algo en su cuadernito, sale disparado a detener al energúmeno, y éste a empellones se marcha hacia el banderín de córner y sigue insultando al portero, un chico pelirrojo, con unos pantalones de luto que le quedan enormes y que mira hacia el centro del campo, sin ni siquiera girarse o responder a aquel que le insulta y que ahora le dice:
– Imbécil, imbécil, que eres un imbécil,
lo último que escucho antes de cerrar la ventana, limpiar la taza de café, y mientras me preparo para salir a correr me entristece pensar en esas palabras contra la infancia, palabras que me traen ecos tardíos, un viento lejano que sin embargo nunca acabó, y me pregunto por qué ningún adulto ha defendido al chico que apenas ha medido mal una distancia, un error o tal vez un miedo, y en un instante el gol y el insulto.
Al rato termina el partido y en la acera, a la salida del campo de fútbol, me cruzo con el chico. Lleva una mochila colgada del brazo y en su cara parece que va al exilio.
Me quito los cascos y le digo:
– No deberías dejar que te traten así. Tienes que defenderte, o decírselo a alguien.
– ¿A quién? -me responden unos dientes con aparato dental-. ¿Y para qué?
No sé qué decirle, y le pregunto:
– ¿Cómo te llamas?
– Tito.
Suena un claxon.
– Tengo que irme -me dice y me da la espalda, y su espalda me confirma la verdad de su nombre: Tito.
A unos metros hay un coche esperándole, una puerta, una madre que se baja, que le da un beso y le revuelve el pelo. Observo al conductor, un hombre que retuerce el volante y que ahora, callado, sigue siendo igual de diminuto.