El árbol de la libertad

1.
Es el año 1972 y Nixon acaba de aterrizar en Beijing. Recibe a la comitiva americana Mao y Chou En-Lai —primer ministro chino—. Chou En-Lai habla a Nixon de un árbol muy popular que nace de la noche a la mañana pero que muere joven, justo en el instante de florecer, cuando la gente de buen corazón lo adora como si fuera un ídolo. Su adoración es su final.

Nixon, pensando que se le plantea una adivinanza, afirma que el árbol del que habla Chou En-Lai es la cruz. Chou-En-Lai mueve la cabeza negativamente y es Mao quien se dirige al presidente americano y responde que se trata del árbol de la libertad. Mao añade que la revolución solo existe cuando ocurre joven dentro de cada uno y que, aunque uno puede salvar la revolución, la revolución nunca salva. Como si la libertad estuviera en la savia y en la juventud, pero quien la defiende lo hace con la sangre y con la muerte.

Este diálogo es parte del primer acto de la ópera Nixon in China (John Adams, 1987) y con libreto de Alice Goodman.

2.
El filósofo y humanista francés Edgar Morin cumplirá 103 años en 2023. Que a esa edad le preocupe el porvenir de un mundo del que se irá pronto no puede interpretarse sino como un gesto alto de libertad. De libertad sobre uno mismo y las proximidades de la muerte. De ellas dice Morin:

“Mientras estoy poseído por las fuerzas de la vida, de la participación, de la curiosidad y de la acción, el espectro de la muerte retrocede. Pero debo decir que hay momentos de vacío en que, bruscamente, se me aparece. Y me digo: ¿es esto? Es el destino, no solo de todos los seres vivos, sino de todo lo que hay en el mundo: incluso las estrellas mueren. A veces, claro, la idea de que mi yo desaparezca me da una sensación de vacío; siento la presencia de la nada. Pero no me obsesiona, son momentos. Estoy mucho más centrado en las fuerzas de la vida que me siguen animando”.

Esas fuerzas de la vida nacen de sentirse libre. Como si la libertad y la vida fueran un mismo camino. En la esfera política, la libertad también anima su pensamiento, que lo resume de esta forma:

“Me defino como un hombre de izquierdas. Pero desde mi ruptura en 1951 con el comunismo, soy independiente de cualquier partido y quiero seguir siéndolo. Ser de izquierdas significa tomar elementos de tres fuentes principales, y de una cuarta: del anarquismo, el individuo libre; del socialismo, una sociedad mejor; del comunismo, una hermandad humana. Estas tres nociones se han separado y opuesto y, para mí, estas tres nociones deben estar asociadas. La cuarta es la relación con la naturaleza que nos enseña la ecología”.

3.
Cuando era joven se popularizaron en España los libros de una colección titulada Elige tu propia aventura. El lector, al final de cada capítulo, debía tomar una decisión que le conducía a un capítulo u otro, y así hasta un final. A modo de escritura árabe, estos libros los acabámos leyendo desde atrás, buscando primero el desenlace favorito y, a continuación, las decisiones a tomar para alcanzarlo. La libertad residía en la elección de esa página última a la que ansiábamos llegar; las decisiones hasta ella venían impuestas.

Había algo de mitológico en estos libros. El héroe, convertido en lector, debía elegir libremente el final de su historia, la hazaña por la que sería después recordado y, tras su elección, retrocedía por un zigzag de bifurcaciones que le conduciría nuevamente a él; bifurcaciones que sabíamos que ocurrirían y frente a las que sabíamos también qué camino escoger.

En la vida, por pereza o por curiosidad o porque nos aburren los gestos heroicos, sabemos nuestro objetivo pero, en muchas ocasiones, tomamos otros senderos; como si la libertad también se definiera apartándose de su objetivo.

4.
Ojos azules, de la premio Nobel Tony Morrison, es una de las novelas que algunos desean retirar en Estados Unidos. Sí, estamos en 2023. 2023 después de Cristo. La censura es tan antigua como la propia imprenta. Quién sabe si la imprenta, en su propio nacimiento, no actuaba también como censor de discursos que, con su llegada, quedaban para siempre como no escritos.

Lo que desconocen o ignoran los censores es que lo prohibido estimula siempre la curiosidad. Que muchas veces, cuando deseas que alguien no haga algo, lo mejor es darle la libertad de hacerlo. Así que censurar a Tony Morrison es una buena razón para regresar a sus libros. Gracias.

5.
Leí Ojos azules frente a unos ojos azules. En París, como lectura obligatoria de filología inglesa. Estaba enamorado, del libro y de los ojos. ¿Era consciente de que, a cada línea del libro, a cada parpadeo de esos ojos, la lectura y el amor se agotaban? No lo sé; sí sé que, en la calle, quería ser la persona que era, la que se reflejaba en los escaparates y se veía llena de amor. Pero que, en ocasiones, quería cruzar la acera y cruzarla solo, porque deseaba estar solo. Que nadie me siguiera ni observara y que los ojos azules fueran letras en cursiva.

Comencé el libro en París y lo acabé en Madrid. En Madrid, algunos días, me sentía libre. Otros, lamentaba mi soledad. De un lado de la calle quería cruzar al otro. ¿No sería posible transitar la vida por bulevares? El tiempo me ha enseñado que sí. También he aprendido que la libertad es posible, que hay que cuidarla y que merece la pena, pero que da vértigo y puede hacer daño.

6.
Sir Henry Campbell-Bannerman fue primer ministro del Reino de 1905 a 1908, año que murió en la residencia oficial de 10 Downing Street. Campbell-Bannerman apoyaba la libertad del individuo tanto como los avances en legislación social. En el día de su entierro, su sucesor, el canciller H.H. Asquith, cerró su discurso recordándolo con estas líneas:

Cuán feliz ha nacido y se ha educado
aquel que a otra voluntad no sirve;
cuya armadura son sus honestos pensamientos,
y la verdad más simple su única certeza.

Tal hombre queda libre de vínculos serviles
o de esperanza de ascender, o de miedo a caer;
señor de sí mismo aunque no de tierras;
y que, sin tener nada, lo tiene todo.

Las fallas de Valencia y Schöenberg

1024px-Gurre_slot-2007

En la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles, dirigida por Gustavo Dudamel, no va a sonar ni un segundo de música de Schöenberg en la temporada 2014/2015. Salvo algunos pasajes de acompañamiento a la película Metrópolis de Fritz Lang, la Orquesta Sinfónica de Chicago tampoco interpretará ninguna obra del compositor austriaco. Schöenberg no corre mejor suerte en Europa: la Filarmónica de Berlín le deja en el banquillo esta temporada, y lo mismo sucede con la Filarmónica de Viena, su casa espiritual.

Que se ignore la obra de una de las más grandes figuras del siglo XX plantea un debate sobre la vigencia de sus postulados. ¿Por qué no se escucha a Schöenberg en Los Ángeles, en Chicago, en Berlín, en Viena? ¿Hay miedo a que la revolución de sus planteamientos se transmita de Schöenberg al público y que el público, enaltecido, asalte lleno de ira escenarios y queme pentagramas atonales? ¿Por qué se teme que el público reaccione así? ¿Porque es soberano de su gusto, y al pagar el disfrute es innegociable? (lo cual nos daría a entender que el gusto actual está muy lejos de Schöenberg). Y en cuyo caso la pregunta es directa, como una inyección: ¿por qué no gustan las obras de Schöenberg? ¿No gustan porque como se programan poco, el público apenas se reconoce en ellas? ¿O es que está el público agotado de haber tratado entender, sin éxito, el serialismo, como esos libros de imágenes en tres dimensiones que sólo lograron hacernos bizcos, pues de allí nunca se levantaron imágenes? ¿No se programa a Schöenberg, en suma, porque no emociona, y se temen bostezos y altercados en las butacas? ¿Y si se alguien se arriesga y programa Schöenberg, por qué lo hace? ¿Por luchar contra la casta de los compositores, que también la hay, o porque se persigue un fin didáctico, es decir, educar al embrutecido público, una vulgar res sexuagenaria de toses y teléfonos encendidos?

Todas estas preguntas darían para un caluroso debate, sobre todo si el Auditorio estuviera bien dotado de grifos de cerveza. Pero como al auditorio se va con sobriedad y rigor, con sobriedad y rigor es indiscutible afirmar que Schöenberg hoy es una decisión valiente, tomada a contracorriente de otras grandes orquestas. Por esta radicalidad, pero también por la rebeldía artística de su autor, encaja Schöenberg en una temporada bautizada bajo el nombre de Revoluciones. Doble radicalidad: la de hacer sonar a Schöenberg en el siglo XXI, y la de su propio repertorio, por mucho que Gurrelieder, la elegida para esta ocasión, esté en el lado moderado del mismo.

También es de su lado más amable el Pelleas und Melisande, obra que sonó en febrero de 2013 bajo la batuta de Juanjo Mena; si mi memoria no falla, y lo suele hacer, ha sido la última vez que se ha programado Schöenberg con la Orquesta Nacional de España. Guardo un recuerdo positivo de este poema sinfónico, compuesto antes de que Schöenberg volviera un día a su casa y, provisto de un martillo, acabará con la tonalidad. A un conocido, que sufre arcadas y espamos cuando escucha el nombre de Schöenberg, le conté lo mucho que había disfrutado escuchando el Pelleas und Melisande. Dio un paso atrás, asustado, y afirmó luego que la única explicación posible es que a Schöenberg se le apareciera la Virgen en lo alto de un árbol, bajara con cuidado, le entregara esta partitura, pero ninguna otra. Y que el martillazo, concluía este persona, debía habérselo dado en las manos. A ese supuesto vacío de obras que nadie aparentemente le regaló o inspiró pertenece el Gurrelieder (o Canciones de Gurre). Gurre es el topónimo de un pueblo al noroeste de Dinamarca, y Gurre Sø el nombre de un pequeño lago situado a cincuenta kilómetros al norte de Copenhague. Leo que aún se conservan los restos del castillo donde los reyes daneses vivían allí durante la Edad Media, aunque en Google Earth no encuentro sino la superficie verdosa del lago (la foto de la cabecera corresponde, no obstante, a las ruinas que yo no consigo ver).

Una leyenda nos cuenta que el rey Valdemar II, que vivió a finales del siglo XII y principios del XIII, tenía una amante llamada Tove. Tove fue asesinada por la esposa de Valdemar II en un ataque de celos. Esta leyenda fue reescrita en numerosas ocasiones por escritores románticos, entre ellos el mismo Hans Christian Andersen. Una de las más afortunadas adaptaciones tuvo lugar a mediados del siglo XIX, y fue a cargo de Jacobsen, escritor que tuvo un fuerte impacto en Freud. En una obra póstuma de Jacobsen de 1886 encontramos el ciclo de poemas Gurresange, siendo sange la palabra danesa para referirse a las canciones.

Gurresange consta de tres partes: en la primera Valdemar y Tove se enamoran. En la segunda la reina Helvig, presa de los celos, asesina a Tove. En la tercera todos están muertos, y el rey Valdemar es un fantasma que cabalga hacia el castillo de Gurre. Allí cualquier imagen le recuerda a su amada Tove. La peripecia es sencilla, pero su alcance se complica en la lectura de Jacobsen. El autor plantea un determinismo fatal en la relación de Valdemar y Tove. Uno y otro son conscientes de la ruina que supone su amor. «Vamos a la tumba como una sonrisa que muere en un beso dichoso» dice Tove a su amante. Valdemar sabe también de que el erotismo va a conducirle a la muerte, en un avance de las teorías freudianas: «Nuestro tiempo ha acabado» dice al morder el fruto prohibido, que son los labios de Tove. Cuando ella muere, Valdemar cabalga de noche hacia el castillo de Gurre, retomando otra leyenda danesa. Valdemar blasfema al Dios que se esconde tras la noche, y le acusa de «ser un tirano, no un monarca». El galope de Valdemar, en un nuevo adelanto de Freud, es el ritmo triste de un deseo sexual inalcanzable.

Si el texto es de un gran interés y belleza poética, no lo es tanto en lo musical. La obra requiere, entre otros instrumentos, de diez trompas, seis timbales, cuatro arpas, cuatro tubas Wagner, y así hasta superar los cien músicos en escena. A lo que debemos añadir la intervención del coro en la tercera parte. Esta orquestación monumental le lleva a uno a pensar en Wagner, y de éste Schöenberg se hace eco en momentos de gran lirismo y en la recurrencia de los temas. Pero también aprende de Wagner lo malo, y al orquestar tantos elementos juntos uno queda aturdido. Más que una sala de conciertos, el auditorio parece un accidente pirotécnico en un almacén de fuegos artificiales y el resultado es que, después de tantos esfuerzos de todos los músicos, resulta que no se puede escuchar a ninguno con claridad, y sólo queda humo.

Pero aún está por llegar lo más grave: el fallo en las proporciones de la obra. Porque frente a este ejército de músicos, Schöenberg sitúa un equipo vocal (soprano, mezzosoprano, dos tenores y bajo) que tiene la hérculea tarea de hacerse escuchar. Tarea en ocasiones del todo imposible, y lo digo con tristeza pues la calidad general de las voces, cuando pudieron ser escuchadas, fue muy alto. Tove estuvo cantada de maravilla por Christine Brewer, y también brilló José Ferrero como un suave Waldemar. Ojalá que esta actuación de Ferrero sirva para hacernos olvidar el desatino absoluto del Carmen en el Teatro de la Zarzuela esta misma temporada.

Uno no logra entender esa obsesión de algunos compositores, y de ciertos directores tras ellos, por situar en atriles obras donde la amplitud oculta el vacío o las intermitencias. Las canciones de Gurre comienzan muy bien. De hecho la obra resuena hacia delante, como la bocina de un trasatlántico, y su arranque recuerda el final de Harmonielehre de John Adams. Pero luego la obra se hace pesada, los momentos de belleza más esporádicos, y los sobresaltos sonoros reiterativos e innecesarios. En las dos primeras partes la música esconde momentos de gran romanticismo, que chirrían con unas líneas vocales planas. El desaguisado de la mezcla lo arregla Schöenberg en la tercera parte, donde entra el coro y en el cual las voces, menos mal, son más definidas, audibles (¡parece mentira que esto sea una virtud!) y melódicas, palabra que para Schöenberg podría resultar un insulto.

Cómo me gustaría poder decir que disfruté del concierto. Pero no fue así, o al menos no lo fue en su conjunto. Hubo momentos emotivos, donde la música levantó la poesía trágica de la historia. Momentos donde el amor y su ausencia, el dolor, la muerte y las blasfemias paganas llenaron el auditorio. Pero entonces Schöenberg encendía la pólvora, y con sus detonaciones sonoras nos alejaba de cualquier emoción. Encogidos en la bútaca observábamos, allá abajo, a unas voces desgañitarse por contarnos algo que, ay, no escuchábamos.

Santiago Martín Bermúdez, en sus notas al programa, escribía que el director Josep Pons dijo a los interpretes de esta obra: «piensen que puede que la mayoría de ustedes no vuelva a tocar nunca esta obra». A lo que yo le añado, en forma de coda, con las palabras del campesino en la tercera parte: «Rasch die Decke ubers Ohr!» («¡La manta, rápido, sobre los oídos»).

Al morir Schöenberg dijo de él Britten: «I mourn the death of Schoenberg. Every serious composer today has felt the effect of his courage, single-mindedness, and determinaction, and has profited by the clarity of his teaching. The world is a poorer place now this giant is no more». («Lamento la muerte de Schöenberg. Cualquier compositor serio actual debería contagiarse de su valentía, decisión y determinación, y aprender de la claridad de su enseñanza. El mundo es un lugar peor sin un gigante como él»). Que un compositor como Britten, a quien admiro, ensalce de esa manera a Schöenberg, y que a la vez no haya conectado con su Gurrelieder, me da pena. Es una cadena de admiración rota, y que me recuerda a esos dibujos en tres dimensiones que nunca se llegaron a levantar del papel.