Anatomía de una caída

La resolución de un crimen obliga a que un conjunto de indicios, bien descifrados, deduzcan un culpable. En la escritura policial —sea cinematográfica o literaria—, la cadena de indicios gusta de embrollarse para multiplicar el interés: los misterios del cadáver en habitación cerrada, por ejemplo, son un desafío alto para quien los investiga, y conducen a soluciones igual de ingeniosas que sus hipótesis. La ausencia inoportuna de testigos o, de existir, su testimonio frágil, poco o nada fiable, son otra variante que estimula la escritura policial, y esta senda es por la que circula Anatomie d´une chute (2023), drama policial francés escrito y dirigido por Justine Triet y que ganó la Palme d´or en el festival de Cannes.

Triet enfatiza la importancia del lenguaje como herramienta para construir discursos y hallar la verdad. La validez de un discurso depende tanto de su contenido como de la precisión y el tono en que se enuncia. Sandra Hüller, protagonista de la película, es de origen alemán, vive en Francia y se relaciona con su marido y su hijo en inglés. Hay entonces un idioma extranjero en el seno de su familia, otro en el lugar donde vive y un tercero —materno y lejano— dentro de sí. Ese ramillete tripartito del lenguaje le causa errores de comunicación que determinan, a la vez, el devenir de sus relaciones humanas. Si la película nos muestra a Hüller como una escritora brillante, a través del lenguaje oral es, por el contrario, una representación imperfecta y pálida de sí misma, dotada de una oratoria débil que agrieta la fortaleza de su testimonio.

El silencio, entendido como un registro del lenguaje —su ausencia—, provoca interpretaciones confusas. Hay silencio en esa nieve que devora el paisaje, que desciende por las montañas, que bordea la vivienda y que confunde los indicios que producirán, bien o mal trenzados, esa anatomía que da título a la película. Hay silencio en el rostro taciturno de Hüller durante el proceso judicial, como si no estuviera del todo allí, como si no acabara de comprender su presencia delante de un estrado, y ese rostro y ese silencio serán leídos, de una forma o la opuesta, por aquellos que la juzgan. Hay silencio en Daniel, el hijo de la protagonista, y que escucha de labios de su cuidadora —en una de las escenas más memorables de la película— que debe escoger un camino, porque es peor vivir en la duda que errar. Y hay silencio porque Triet, en ausencia del lenguaje, apuesta por la mirada como alternativa para construir un discurso, y la mirada padece también una limitación lingüística: Daniel sufre un hándicap de visión que es literal y a la vez metafórico. En sus paseos por la montaña, acompañado de un perro fiel, debe utilizar unas lentes especiales. Dentro de la vivienda, sus ojos hablan a medio camino entre el alumbramiento de una verdad y la ocultación de un secreto, equidistancia que sostendrá el misterio de cómo sucedió la caída de su padre Samuel.

En su novela The book of evidence (1989), John Banville se pregunta cómo sostener una relación sino guardando la intimidad sagrada del otro. Es un riesgo estar al corriente de todo lo que piensa un ser humano, y quizás esa cabaña sin rincones, remota del mundo, donde está abolida la posibilidad de la distancia, y que un matrimonio proyectó como solución de sus problemas, no hizo sino que multiplicarlos. El metraje de la película confirmará entonces que entender al cónyuge no significa, necesariamente, conocerlo; que, pasado el límite del entendimiento, siempre hay algo que se esconde y que fractura cualquier relación.

Por lo remoto del paisaje, la trama y su solución comparten los elementos del misterio en pieza cerrada: de lo exterior no se puede deducir lo ocurrido y en la solución, que es interna, importa antes la causa que el culpable, porque de la primera se deducirá lo segundo. Por esa economía de recursos y personajes, la solución participará del carácter fulguroso, helador y níveo, casi marmóreo, del lugar donde sucedió la caída, como si los paisajes explicaran, en ausencia de otros elementos, nuestra forma de actuar en el mundo.

Contra ese escenario remoto de nieve y montañas, la película contrapone un mundo urbano en el que la vida íntima, ausente de secretos, es una cárcel: las redes sociales y los medios de comunicación juzgan a Hüller sin descanso y su futuro reside, incierto, en los ojos grises de un niño a quien le cuesta ver. Si somos nuestros secretos, en ese mundo de asfalto, urgencia y miopía no somos nadie: hemos vendido nuestras existencias ignorando que no había contraprestación. En esa necesidad del lenguaje como camino a la verdad, el de la escritora y protagonista reside en sus libros de autoficción que, en otras voces, producen vidas que ya nunca serán la suya. Junto a los libros de autoficción, construyen la vida de la protagonista los mensajes de audio donde su voz, saturada de verdad, es falsa porque está ausente el contexto que los matice. Su vida es un embrollo en las manos e intereses de los demás, y ella se descubre descalza, sin nada que decir, sin argumentos que defender, sin capacidad siquiera para amar, porque su discurso lo han leído y escuchado otros. Desorientada y sola, apenas consigue acercarse a la habitación de su hijo, atender a esos ojos opacos que no saben mirar y, en miopía compartida, decirle que ella no es un monstruo, no, no es un monstruo, no soy un monstruo, Daniel, no soy un monstruo.

Señala Sergio del Molino que no existe alegato más poderoso de la ficción que las series policiacas, pues la mayoría de la gente no desea ir a una comisaría ni declarar ante un juez y, sin embargo, esa gente devora su tiempo libre con ficciones ambientadas en esos lugares. Si el arte imita la vida —continúa del Molino—, el espectador no quiere que su vida imite el arte, o por lo menos el arte que esta película de Triet hace realidad,  y es que la película, construida apenas sobre tres personajes —tres personajes y un perro—, es epítome de nuestra atracción hacia aquello que, de ocurrir frente a nosotros, podría espantarnos; hacia esos actos o cosas «vesánicas y horribles» —en palabras de Mujica Lainez— que los seres humanos hacemos al cerrar la puerta, enriqueciendo la vida, sí, aunque multiplicando monstruosamente su vigor. Pero aquí estos actos suceden solo en la pantalla grande de un cine en París, una tarde calurosa de domingo a finales de septiembre, y su desenlace se aguarda con impaciencia.

Los reyes no tocan las puertas

1.

Francis Ponge (Montpellier, 1899, Bar-sur-Loup, 1988) tiene cuarenta y tres años cuando publica Le Parti pris des choses (Tomar partido por las cosas, 1942), quizás su libro de mayor prestigio. Se trata de una colección de treinta y dos poemas narrativos donde el autor, haciendo literal su título, toma partido por los objetos, pero también por los espacios, las personas y los fenómenos naturales. En su escritura, la voz construye el objeto, y no al revés; la materialidad de una vela, de un cigarrillo, de una mora o de un restaurante nacen del gesto del poeta, de su mirada, y de ese gesto o de esa mirada una vinculación exterior. Podría deducirse entonces que, sin gesto o mirada, no hay realidad, y que los objetos solo existen si registramos, sobre un cuaderno, nuestra atención. Los límites del mundo son entonces los del lenguaje. Y como de cualquier limite, también podemos deducir una esclavitud: en este caso la de las palabras, pues solo existen para estar al servicio de aquello que nombran.

2.

El primero de los poemas de Le Parti pris des choses se titula Pluie (Lluvia). Ponge narra las gotas sempiternas que caen en un patio a golpe de metrónomo. Su autor nos conduce al centro de ese lugar, a sus paredes, a un alféizar, luego a una ventana, sus molduras y, en lo alto, un tejadillo de zinc. El repiqueteo, rítmico y obsesivo, parece el resorte de una máquina complicada, pero la luz del sol evaporará la posibilidad de esa máquina que nunca fue escrita y, por lo tanto, nunca existirá, pues la realidad es solo lingüística. Este límite de lo real alberga un beneficio: hay ciertas cosas y seres y fenómenos naturales que esconden su cofre íntimo de palabras, la memoria lingüística de quien estuvo ahí, de quien tocó unas monedas o rozó un talismán o miró una lluvia caer detrás de una ventana, y esas mismas monedas o ese mismo talismán o esa misma ventana pueden traernos una realidad que ya no existe, pero que regresa porque existió un gesto, porque se miró y fue escrita, y sobre ella conseguimos volver. Hay un transporte de la emoción cuando la realidad se rebobina, cuando hacemos regresar hoy, a través de un gesto o de una mirada, algo que ya no existe, y así lo expresa Borges, justamente en un soneto llamado LA LLUVIA:

Bruscamente la tarde se ha aclarado
porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae y cayó. La lluvia es una cosa
que sin duda sucede en el pasado.

Quien la oye caer ha recobrado
el tiempo en que la suerte venturosa
le reveló una flor llamada rosa
y el curioso color del colorado.

Esta lluvia que ciega los cristales
alegrará en perdidos arrabales
las negras uvas de una parra en cierto

patio que ya no existe. La mojada
tarde me trae la voz, la voz deseada,
de mi padre que vuelve y que no ha muerto.

3.

Uno de los objetos en la obra de Ponge es una puerta, de la que dice:

«Los reyes no tocan las puertas.

No conocen esta suerte: empujar ante sí, con suavidad o rudeza, uno de estos grandes paños familiares, volverse hacia él para colocarla otra vez en su sitio, —sostener en sus manos una puerta.

… La suerte de empuñar por el estómago, o por su nudo de porcelana, uno de estos altos obstáculos de una pieza; ese cuerpo a cuerpo breve, en virtud del cual —retenido un instante el paso—los ojos se abren y el cuerpo todo se acomoda a la nueva habitación.

Con una mano amistosa aún la retiene, antes de empujarla hacia atrás con decisión y encerrarse —lo que el chasquido del resorte, potente pero bien engrasado, le asegura gratamente».

Y en su idioma original, este poema es como sigue:

«Les rois ne touchent pas aux portes.

Ils ne connaissent pas ce bonheur : pousser devant soi avec douceur ou rudesse l’un de ces grands panneaux familiers, se retourner vers lui pour le remettre en place, – tenir dans ses bras une porte.

… Le bonheur d’empoigner au ventre par son nœud de porcelaine l’un de ces hauts obstacles d’une pièce ; ce corps à corps rapide par lequel un instant la marche retenue, l’œil s’ouvre et le corps tout entier s’accommode a son nouvel appartement.

D’une main amicale il la retient encore, avant de la repousser décidément et s’enclore, – e dont le déclic du ressort puissant mais bien huile agréablement l’assure».

4.

Se llama Aymé y es el señor feudal de Castel-Roussillon en El unicornio, novela del escritor argentino Manuel Mujica Lainez (1910-1984). Aymé es un hombre poderoso, así que nunca toca las puertas, pero en su caso también las traspasa, pues antes de que aparezca en una estancia, lo precede su vozarrón: le gusta anunciarse y que lo esperen, que se pongan de pie y se dobleguen multiplicando la adulación zalamera. La obra está ambientada en el siglo XII; hay algo de pervivencia medieval en que estas ceremonias, que guardan ya poco de lógico y mucho de símbolo o paradigma, persistan más allá del mundo de la ficción. Pero si las palabras las construyen es que hay una realidad, y entonces persistirán, persistirán, persistirán.

5.

No siempre se encuentran las palabras. No siempre decimos aquello que nos quema. A veces por la prohibición de los demás, pero muchas otras por nuestra propia censura. Qué pasa con la realidad cuando la cuentan idiomas desconocidos. Y en ese desconcierto, dónde quedamos nosotros, cada uno de nosotros, narradores de nuestras pequeñas vidas.

En el poema de Ida Vitale «Mes de mayo», escrito hacia mediados de 1970, y en un momento de profunda duda, leemos de la poeta que hay algo por encima de las cosas, de los seres que vienen y que van, de los sitios y de los fenómenos naturales, de las puertas de los palacios que nadie toca y de las puertas de los trenes donde se superponen las manos; un supralenguaje que funciona como ese resorte misterioso de la lluvia en un patio, y que en el ruido de su motor silencia las palabras:

Escribo, escribo, escribo
y no conduzco a nada, a nadie.
Las palabras se espantan de mí
como palomas, sordamente crepitan,
arraigan en su terrón oscuro,
se prevalecen con escrúpulo fino
del innegable escándalo:
por sobre la imprecisa escrita sombra
me importa más amarte.