Mi abuela nunca tuvo un perro y yo nunca presencié los estragos de su memoria. Desde Madrid, absorto en el egoísmo de la vida universitaria, me limité a observar que mi abuela un día estaba bien y al siguiente no, y que ese día que no estuvo bien duró años. Entonces no advertí que su felicidad y mi compañía eran balcones que se observan, y que yo había bajado la persiana y subido la música. Como si crecer fuera defraudar, la idea de Bennett me condujo al confesionario de la memoria; la reconciliación, aunque simbólica, pasaba por emplear, precisamente, la herramienta con mayor densidad simbólica.
