La inmortalidad

harnoncourt

Nikolaus Harnoncourt falleció el sábado 5 de marzo de 2016. Tenía ochenta y seis años. Por una coincidencia casi póstuma, había estado escuchando, en el coche, su grabación de las tres últimas sinfonías que Mozart escribió tres años antes de su muerte, y en las que Harnoncourt encontraba resonancias que justificaban considerarlas como una única obra, el resultado de un solo plan al que bautizó como Instrumental Oratorium. Con todas las objeciones que se le puede hacer a esta hipótesis, y asumiendo que el director buscaba el debate antes que la afirmación, el disco que resultó fue una fiesta: las partituras están ejecutadas de manera admirable por Concentus Musicus, con una intensidad que hace de cualquier compás el último. La calidad del sonido es deslumbrante, y consigue silenciar las impertinencias mundanas del tráfico o el goteo terrible de Whatsapps.

Qué raro se hace hablar en pasado de alguien que, habiendo superado con éxito la alienación del día a día, de las rutinas, de las tareas pendientes, ha logrado elevarse sobre sí mismo, apoyado en un talento, y regalarnos su arte, tan lleno de genio como de oficio. La creación verdadera se nos antoja siempre como un regalo, como un bien gratuito, pues somos incapaces de cuantificar o pagar la felicidad que nos transmiten. La creación verdadera está dotada además de una cualidad de permanencia. Por esa virtud de continuidad, la muerte de Nikolaus Harnoncourt es apenas una cuestión física, casi sin importancia: su talento pervive en los discos, que pueden seguir, y seguirán siempre, girando. Más de quinientas grabaciones que esperaban ponerse en movimiento, como semáforos en luz roja. Esa tal vez es la función del arte: hacer tiempo fuera del tiempo. Pensando en ello hoy me ha venido el recuerdo de unas palabras de Arthur Miller que leí a propósito de Death of a Salesman (Muerte de un viajante), y que dicen así: «la vida carece de forma. Sus interconexiones están ocultas por lapsos de tiempo, por sucesos que ocurren en lugares separados, por las pausas de la memoria. El arte sugiere o hace palpable esas interconexiones».

Cuando vuelva al coche, encienda el motor, suene la grabación de Mozart a cargo de Harnoncourt, pensaré que compositor y director siguen vivos, y que yo formo parte de una idéntica pasión compartida, con la felicidad rara de las fiestas a las que uno no sabe muy bien por qué ha sido invitado. La grandeza de la cultura, en el lado del goce, tiene algo de desigual: uno recoge el fruto más puro y, como en todo lo bien hecho, no encuentra por ningún lado rendijas del esfuerzo que hay detrás. En ese equívoco caen muchos aficionados, que desconocen e incluso desprecian el andamio de trabajo de un creador. Un esfuerzo de realización, de lucha intensa contra los muros del tiempo. El mismo Harnoncourt decía que las grandes obras de la historia, las de Mozart, sí, pero también las de los escultores griegos o las de Leonardo da Vinci, no tenían edad: estaban siempre vivas, como recién creadas. Artistas donde el tiempo no desdibuja su obra ni muestra siquiera un aviso de despedida. Artistas que son siempre presente, porque han logrado retorcer la monotonía de los calendarios, callar el ruido de los problemas sin importancia y, con su esfuerzo y dolor, alumbrar mi camino, y el de otros muchos, de romántica alegría. Un camino hacia la belleza, que deslumbra de tal manera que hace olvidar el trayecto que han recorrido, los pesares y renuncias que han tenido que abordar a su espalda. Un camino hacia la belleza, impagable por quien lo goza. Un camino hacia la belleza, y por lo tanto un camino hasta el borde de la tragedia. Así fue tu vida. Gracias.

https://www.youtube.com/watch?v=zK5295yEQMQ

Cacahuetes para Midnite

MS

Existe en inglés un modismo que dice: «sell it for a song». Significa vender algo por una suma de dinero escasa. He leído esta expresión en Moll Flanders de Daniel Defoe. Moll Flanders reside en Londres cuando inicia su cadena de hurtos. Cada robo hace olvidar al anterior. Cada robo endurece su corazón. Poco importa el valor de los objetos robados, porque siempre tienen que malvenderse. O como ella misma dice, «thieves are fain (glad) to sell it for a song».

Luego he saltado de idea y he recordado la historia del origen de la copa músico. Según me transmitieron oralmente, en el calor de las cervezas de un bar, este postre viene de la época de Mozart, y de ahí que también se la llame copa Mozart. Entonces los músicos tenían el mismo régimen laboral que la gente de servicio. Antes o después de las actuaciones comían en los sótanos de los palacios. Dado que con frecuencia no se les pagaba por su trabajo, se les compensaba al menos en especie. Y la especie era un plato de frutos secos, alimento no excesivamente caro pero muy calórico. De ahí viene, al parecer, el origen de este postre. No he podido encontrar en la red información al respecto, así que es muy probable que lo que me contaron sea cierto.

Si unimos el modismo y la copa Mozart, malvender una canción y mendigar unos cacahuetes por ser escuchado, se puede entender el placer inmenso de volver a casa un viernes por la noche, y en el bolsillo sesenta euros. Sabiendo además que ese dinero viene, magia, de la música. Es decir, de un grupo de amigos que han venido a escucharnos y que ya lo han hecho en ocasiones anteriores, así que parece cierto que les gustan las canciones de verdad, les ata una fuerte amistad con el grupo, o ambas cosas.

Hacer música, como cualquier actividad artística, tiene algo de suicidio. Nadie piensa en tocar un instrumento por dinero. Rasgar un acorde, escribir un poema, abocetar un cuadro. Acciones que no encajan en la vida de las aceras y los móviles, donde todo debe ser breve, donde todo tener un efecto inmediato, como inmediato es su olvido. Para lograr que los dedos se ubiquen sobre los trastes, y que la mano contraria dibuje un sol, uno debe robarse a sí mismo de otros intereses más urgentes, y por lo tanto menos apasionantes. Porque al final lo que se admira es la persona que nos deslumbra con una canción, una historia o una imagen. En un mundo dominado por el monopolio de las pantallas, seguimos enamorados del que dibuja un rostro en una servilleta, del que coge una guitarra y canta, del que habla o escribe y en su voz o en su palabra relata.

Ese amor se traduce en tres billetes azules en el bolsillo, y en la cara la sonrisa tonta que se le cada a uno tras tocar en directo. Al bajar del escenario termina una historia. Los dos escalones son una barra de pentagrama. Como una película que se rebobina, se baja la escalera y acaba el concierto, la prueba sonido, el montaje de los instrumentos, su traslado al lugar de la actuación, su descarga y transporte y carga en el coche, los ensayos y el trabajo individual. Cada fotograma es una ilusión que empuja al siguiente. Si uno pensara en la música en términos económicos, rentabilidades en una rejilla de datos, no habría música, como tampoco posiblemente novelas o películas o gastronomía. Son actos todos que uno hace porque ama la vida más que a sí mismo. Lo cual no es sino una definición bastante exacta de la felicidad.

Así que con esos tres billetes azules y mucho hambre salgo de la Boca Club. Camino en dirección al coche, aparcado en la plaza de Santa Ana. Camino saboreando ya el kebab que voy a comerme cerca del teatro cuando, ay, el turco cerró. Miro el reloj: dos de la madrugada. Las calles son madrileños y turistas que beben o hacen cola para entrar en algún local. Les compadezco: el frío se aplasta en las calles estrechas como una venganza. Los taxis se abren paso entre la gente a ritmo de procesión, y en la acera me entregan ofertas de bares. Los desprecio con la felicidad de pensar que vuelvo a casa.

Esa película rebobinada de un concierto también avanza en presente. La tecla play, y el coche parado frente al bar del concierto, volver cargar los instrumentos, el olor a sudor, el vehículo como un bazar marroquí camino del local de ensayo, y luego vaciar todo el equipaje con el cansancio de un exilio. Por último el regreso a casa, y en el retrovisor la felicidad inmerecida de unos amigos que nos siguen, que nos escuchan, que hacen que esa actividad tan innecesaria que es hacer música se haga colectiva, y por lo tanto esencial. El milagro por el cual la idea musical que alumbró un flexo, una noche cualquiera de martes en Madrid, se comunica por fin a los demás con la certeza de un calambre.

A todos los que os conectasteis a Midnite esta noche de diciembre en Madrid, a todos los que nos escuchasteis en un formato nuevo, acústico, guardando además un silencio de iglesia, superando el frío que apretaba contra la puerta, y en un día que invitaba a dar un brinco a la ciudad, y huir fuera de ella, y también a Pablito por ser tan amables y sonar tan bien, a todos solo os podemos dar, ahora y siempre, las gracias. Nos hicisteis sentir que las canciones valían mucho más que un puñado de frutos secos.