He vuelto a soñar que soñaba. Un sueño referenciado. Un sueño posmoderno. Un sueño como escrito al margen, en un pie de página. Un sueño que empieza en un asterisco, el asterisco hasta el borde de la sábana, a un espacio bien prieto de líneas, de tipografía mínima, incómoda para la vista. Claro que la vista importa poco si uno está dormido. O no: hay sueños que empiezan con los ojos abiertos. En mi sueño los ojos miran un horizonte de montañas, de planos de sierra que suben y bajan: un decorado de teatro universitario. Hay un río que es sonido antes que agua, hay una carretera que es movimiento antes que destino. Bajo la ventanilla, en el cielo, la panza de un zepelín. Ahora sonrío. Suena en el valle el repiqueteo de un despertador. Ahora serio, ahora acelero para regresar a mi cama antes de que despierte. ¿Pero no lo estaba ya? Los sueños no son consistentes, porque de golpe estoy en Madrid, las montañas son casas, la cuesta del Sagrado Corazón, bordear la Nunciatura, Pío XII. Un vía crucis topográfico. Aparco, subo las escaleras, alcanzo la puerta, llego al dormitorio. Me tropiezo con mi sueño, ahí en el suelo: esa letra al margen, tan chiquitina. Un esguince de tiempo. El tiempo más buscado, más breve, inapreciable, caído como un calcetín. Apago el sonido, suena el silencio. En el espejo, la boca con flúor, empieza ese sueño. El de la vida chiquitina, avisada apenas por un asterico, escrita al margen.
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Bucles
Lo repetido es maravilloso. Repetir no significa volver al pasado, sino más bien buscar la huella que el pasado dejó dentro de nosotros. Pasar de nuevo unos días en Ariège es como acudir a un chequeo médico anual. Una radiografía de luz que busca, entre las tinieblas del cuerpo, su espejo. Un estetoscopio de silencio que busca, en el ruido de nuestras vidas, un silencio idéntico. Repetir la visita a Foix, repetir las callejuelas de Saint-Lizier, repetir las compras de Saint-Girons, repetir el panorama de Seix, repetir la vuelta al lago de Bethmale, es volver a lugares conocidos, y sin embargo nunca idénticos. Los lugares mantienen el mismo nombre, pero allí termina su parecido: nos reciben cada vez de una manera diferente, porque nosotros, al mirarlos, tampoco somos nunca los mismos, y por eso que nunca son idénticos. Envían una luz, iluminan hacia un lugar interno de nosotros que ya alumbraron: se llama memoria, nunca es idéntica, y siempre hay un color que no miramos, una luz que se inclina de distinta manera. En su invasión, los recuerdos advierten sueños distintos. Sólo algunos detalles —una carretera que se amplía, las obras de una mediateca, nuevos mapas publicitarios en los comercios—, advierten que la realidad, esa que observamos y que se identifica dentro de nosotros, cambia.
Algo cambia. Indicios de un mundo nuevo. Si miramos al suelo, se confirma la idea. La infancia, en miniatura, se va llenando de tiempo: un niño de labios bilingües, que nos habla y besa en todos los afectos posibles. En la infancia sólo existe el presente, pero incluso entonces, casi de manera imperceptible, se están gestando repeticiones futuras, futuros chequeos médicos a una realidad adorable. En el niño que cae y se levanta y cae y se levanta hay una promesa ya de regreso. También él, en miniatura, se está reconciliando con los recuerdos. Cada de uno de sus visitas será distinta, porque la alumbrará con los anhelos de cada instante: ser más grande, jugar mejor al fútbol, alcanzar un amor, viajar, ser controlador o piloto o músico o escritor. En cada uno de sus regresos, tal vez sin saberlo, irá a buscar la miniatura de sus recuerdos.
Ni la naturaleza es fija, ni tampoco nosotros, que la observamos. En qué grado nos viene la felicidad por lo idéntico o repetido, y en qué grado por lo reciente, por lo que, con ligereza, cambia, es un misterio: el conjunto, lo que uno reconoce como un todo, es un goce desbordante que escapa a las palabras. En esa felicidad de las rutinas a las que uno, con libertad, se entrega, hay algo doblemente positivo: la certeza de que, tal vez por azar, eligió bien una primera vez, cuando todo era aún nuevo y no había ni luz ni repetición ni infancia ni recuerdos; pero, además, la alegría futura de anticipar, antes incluso de marcharse, el regreso. Futuros chequeos médicos. Así que, de vuelta a Madrid, cuando en el retrovisor van quedando atrás los momentos de lectura, barbacoa, silencio, los paseos por el campo, las conversaciones y el vino, uno se mira en el espejo, y el espejo le sonríe, iluminado por la luz amplia e infantil de los Pirineos. Una luz que le espera ya de regreso, y convertirse, rutinaria, en alegría reconquistada.