Pirineos

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Poner la lavadora, colocar la ropa que no ha sido utilizada en el armario, la maquinilla de afeitar y el cepillo y la pasta de dientes en su lugar habitual. Tirar a la basura los justificantes de algunas compras, guardar en el armario de la cocina las latas de paté y las botellas de vino y las bolsas de plástico. Revisar que en la maleta no queda nada, cerrarla de nuevo y dejarla durmiendo dentro del armario, apoyada en una raqueta de squash. Ninguna carta en el buzón y ningún mensaje en el contestador. Los regalos junto a la puerta de entrada. Todas estas rutinas como coartada al vacío que siente uno al volver de un viaje, un viaje donde lo esencial ha sido parecido a otros anteriores a ese mismo lugar, la compañía y los paisajes casi repetidos, y sin embargo la sensación nueva de haber estado allí como si fuera la primera vez, porque lo que ha sido nuevo no es el lugar sino el tiempo; el tiempo nuevamente hecho dueño bajo mis pies, en paseos suaves por las montañas, el tiempo también propio en la esfera de un reloj deportivo, una circunferencia de reloj completa haciendo footing frente a las montañas nevadas. El paisaje es idéntico y conocido y transmite una familiaridad feliz, como los barrios donde uno vivió de joven y se emborrachó por primera vez y por los que sabría volver de noche a casa con los ojos cerrados; todo es por lo tanto conocido y no quiere uno además que nada cambie, pero es el tiempo el que, como un ventarrón de novedad, dota de singularidad a cualquier gesto, a las ventanas abiertas a un cielo donde se empujan las nubes, a carreteras que van empinándose por valles cada vez más estrechos y solitarios, la ventana que trae la corriente briosa de los ríos, y en su ribera vacas miedosas que se escapan primero al verme y luego se acercan, también ellas de nuevo familiares; la ventana a pueblos donde uno piensa, tal vez con error, que no existe la urgencia, los teléfonos sonando o las tareas siempre pendientes, ventanas a prados donde ovejas con lumbalgia pastan melancólicamente, clavadas en su lugar como el atrezzo de una película que acabó de rodarse hace años. Recorro esos paisajes y siento que están moviéndose dentro de mí, porque no son nuevos y remueven lugares y afectos antiguos, conocidos, y solo el tiempo es ahora nuevo, poderoso, mío.

Con qué rapidez hemos entregado al cuerpo a nuevas rutinas vacacionales, y qué desamparo de las mismas al volver uno a su casa, en la que vive siempre rodeado de sus cosas y que parece ahora de golpe ajena, y contra cuyas paredes se van desvaneciendo todos los proyectos del viaje, los sueños que, alejados de la conmoción física del paisaje pirenaico sobre el que nacieron, uno descubre ahora que seguramente no se cumplirán en Madrid, el territorio de la realidad, y al final de un periodo de tanta belleza y apenas terminado van apareciendo  recuerdos desordenados, como los fotogramas de una película mal montada: los cargos bancarios que evidencian los peajes de por donde uno pasó, bolsas de plástico de pueblos visitados y tiques de la compra en su interior, la ropa que aún guarda el olor del lugar de donde vengo: un olor a madera, a espacio cerrado, sin ventilar. Coloco los regalos junto a la puerta, y sus envoltorios brillantes parecen el tesoro último de un tiempo naufragado. Acerco luego una camisa arrugada hasta la nariz y mi olfato se llena de tristeza: la camisa parece casi convertirse en un inesperado pañuelo. Al rato la lavadora brinca dando vueltas y parece que logra también ir limpiar la mirada de recuerdos: caras de personas que ahora podría reconocer en un interrogatorio policial, pero que poco a poco se irán disolviendo, y habrá un día que ya apenas recuerde un rasgo de esos rostros con los que me he cruzado, y posiblemente si alguien también se fijó en mí el proceso sea parecido. La erosión irá llevándose todo por delante, los rostros y también los sabores de los platos y el olor de la ropa y las pisadas de los senderos. Todo desleído hasta llegar a lo más puro y último: el tiempo futuro, deseado, como un roquedal firme y desde el cual se vuelva a poner en marcha la tramoya de las ovejas y las vacas, y el andamio de los Pirineos se llene de prados y rutas que suben hasta un cielo de nieve y nubes jugando con el sol, y lo vuelva a ver todo otra vez, todo conocido y todo sin embargo nuevo, porque el tiempo estará de nuevo de nuestro lado, a vuestro lado.

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