Cuando éramos pequeños mis padres decidieron que mis dos hermanas y yo
durmiéramos en la habitación al final del pasillo.
Piluca, la mayor, tenia miedo a la oscuridad y dejaba unas rendijas en la persiana
por la que se filtraba alisada la luz de una farola.
Cuando el semáforo de la esquina se abría al tráfico nocturno la luna de los coches
recogía la luz municipal y ésta acababa contra el techo de gotelé, y los vehículos
se sucedían en rectángulos fugaces que entraban por la ventana y escapaban rápidos
junto a la lámpara con forma de platillo volador.
Nos gustaba apostar cuántos fogonazos pasarían en cada turno cromático
y con los ojos abiertos contábamos los impulsos de luz,
y siempre reíamos a carcajadas, da igual quién ganara o perdiera, hasta
que una puerta rompía el placer de nuestro inventario: es hora de dormir.
Por eso esta noche de calor
cuando me dices que me mueva con más fuerza
no puedo concentrarme sino en contar los coches que pasan
detrás de ti, de tu cabeza en espiral, pintando de luz
el techo mohoso de este hostal:
ahí van dos, tres, cuatro,
sábanas prestadas y cacahuetes en el mueble minibar.
Cinco, seis y acaba la proyección.
Me molesta que derrames tu jugo de vainilla sobre mi cuello,
desplegando una pasión ajena, intensa, pero callo:
el semáforo se ha vuelto a abrir: es momento de contar.