– ¡Pero si yo no he tocado el contrabajo en mi vida! ¡No sé leer una partitura! ¡Por no saber, no sé ni qué hago aquí!
Mi cara es un grito. Lo supongo, porque en los sueños nunca hay espejos donde mirarse.
– Tú no te preocupes: es fácil -me dice una voz-. Sal al escenario, coge el contrabajo, el arco, e imita a la chica de tu izquierda. Todo te saldrá bien.
Y milagrosamente todo sale bien. La chica mueve el arco de un lado a otro, como si estuviera conduciendo con una sola mano, y yo repito sus movimientos, como si la siguiera en el coche de atrás. El público está en sombras, los compases avanzan, el director va entrando en sucesivos éxtasis, y descubro alegre que sí, que aquello es fácil, muy fácil.
Hay un silencio entre dos piezas: mi compañera se levanta, coge un bolso y hace acto de irse.
– No puedes marcharte -le agarro del brazo-. Necesito copiar lo que haces -me siento un chino diciendo esta frase.
– Lo siento: debo irme: puse el tique de la hora y si no le echo monedas al coche, multa, ya sabes.
Pero yo no sé nada, y su ausencia es mi perdición. Me quedo solo, vuelve el sudor y el miedo. El director levanta la batuta, aunque desde mi posición siento que es una espada, se reanuda la obra y ocurre lo que tiene que ocurrir.
– A ver tú, el de las acuarelas.
Aunque no he tocado una acuarela desde mi infancia, sé que soy yo el de las acuarelas. Apoyo el contrabajo en el taburete y me acerco avergonzado hasta el director. Algunos miembros de la orquesta resuelven jeroglíficos.
– Verá, yo no debería estar aquí -me justifico frente al director.
– Claro que no. Así que por favor márchese.
Levanto la vista. A su espalda ya no está el público sino una gran pizarra rectangular: es mi clase de la universidad. Me giro y subo hacia la grada donde están unos pocos estudiantes. En un lateral de la misma, a cierta altura, está Alicia, tecleando algo en el móvil. Ella es lo único real del sueño y, seguramente por esa razón, me despierto.
eh, tú, el de las acuarelas….me encanta tu sueño !!!