Tiene la piel lisa como un tambor, pero cuando sonríe se anuncia, de golpe, toda su edad: aparece entonces el itinerario de su infancia en Cuzco, los años luego de albañil, su casa hecha con sus manos, tres plantas, en la tercera un depósito de agua, como lo dicen ustedes acá, para evitar el racionamiento de cada tarde; camionero a continuación por las montañas atormentadas de Perú, trece años y dos hijas por último en Madrid. Una de sus hijas y su mujer se quedaron abajo, en el coche, mientras él realiza la instalación. La otra hija está en casa, tiene ya quince años y está atontada por las máquinas, el ordenador, los Whatsapps. Le he avisado, me dice en un tono admonitorio que parece dirigido también a mí: si se queda en casa tiene que limpiar los baños y la cocina. Y si al volver no lo ha hecho -me enseña las palmas de las manos- ya tiene una bronca.
Mientras habla separa con pericia los flecos de un cable de fibra óptica. Al hacerlo se marcan sus venas. Parecen surcos con voluntad de salir del cuerpo. Sin motivo imagino esas mismas manos preparando flechas envenenadas. O con motivo: la lectura de El entenado de Juan José Saer. ¿Una coca-cola? Claro, responde, y el azúcar azota su lengua: de espaldas, en el suelo, mientras va grapando el cable sobre el rodapié, me cuenta que Machu Picchu en Perú y los restaurantes peruanos de Madrid son lo mismo, un dislate turístico, porque cómo se puede cobrar veinte euros por tres trocitos de ceviche, que él ha visto con sus ojos -me los señala, para darle más credibilidad-, lo ha visto sí en un restaurante del paseo de la Castellana, y qué decirte del camino inca, y de Machu Picchu, que piden no sé cuantos soles a los turistas por ir hasta allá, y hay lugares igual de hermosos y donde no hay que pagar, continúa, y yo por concretar le pregunto primero qué sitio me recomienda en su país, me aconseja Baños del Inca, en la región de Cajamarca, y lo apunto para navegar con Google Earth cuando se marche, y también por definir le pido consejo de un restaurante peruano en Madrid, y me recomienda La Colonial, en la calle Embajadores, 186, cerca del metro Legazpi. Cocina peruana sencilla, con música del país, y donde un plato de ceviche o de arroz con marisco no pasa de once euros.
Le doy vueltas a su desagrado tan real y espontáneo hacia Machu Picchu. Y pienso que hay dos clases de lugares: los que, golpeados por su propia belleza, han acabado siendo un trasiego rápido de turistas, las Alhambras y Sagradas Familias y Torres Eiffel que uno visita casi por compromiso, espacios que se disfrutan pero que tienen la cualidad efímera de un golpe fotográfico; y luego otros lugares, seguramente menos hermosos y conocidos, pero que dejan una huella más profunda en quien los merodea, porque hay algo en ellos único, casi privado, de celebración íntima, y en donde los afectos y el recuerdo de verdad se depositan.
¡Cómo duerme esta perra, se parece a mi mujer!, me dice mientras acaricia a mi galga e inicia la configuración de los canales de televisión. Se fija entonces en mi librería, en una novela de bolsillo que tengo de Vargas Llosa, horrible como todas las últimas, y me dice: ¡no me hables de éste! Que perdió con el chino, y ahora no quiere ver ni en pintura a su país, y encima hasta se saca aquí en España la nacionalidad. Y ahora saliendo con esa mujer, ¿tú te crees? Me encojo de hombros, como dando a entender la gravedad de estos hechos, pero que lamentablemente no obedecen a mi voluntad. Eso sí, continúa, qué gran escritor. Conversación en la Catedral. Y la que habla de su experiencia militar, ¿La ciudad y los perros?, se levanta del suelo porque ya está la conexión hecha, y me pregunta a mí el título. Antes de poder responderlo, y como para recalcar su calidad literaria, añade: fíjate que será buen escritor que dos o tres de sus novelas se han hecho películas. Asiento, ha finalizado la instalación, recoge las tijeras, los restos de cables, una caja de plástico, y nos despedimos.