Al salir del coche se acerca una mujer. Cada paso la va llenando de años. Próxima, me agarra con una disculpa:
– Te confundí con mi nieto.
– Pues no, lo siento. No soy su nieto -qué extraño es tener que lamentarse de ser uno mismo, y no otro.
– Es que los dos sois muy guapos.
Me temo que el tiempo, aparte de otros estragos, no le ha perdonado la vista; le doy las gracias, porque uno no recibe halagos todos los días.
– Soy vieja para enamorar, pero no para querer -me dice, y se aleja con su reverencia perpetua, apoyando su brazo derecho en un hermoso bastón de colores azul y blanco. Miro su espalda y sé que tengo que escribir esta entrada.