Me despierto en medio de un sueño en el que las tuberías de mi casa transportan agua sin cesar. Es la lluvia que cae afuera. Ocho y veinticinco de la mañana. También cae del cielo, hoy miércoles, un regalo inmerecido: es día de fiesta. Recuperar el placer olvidado de que lo cotidiano se haga tranquilo: ir al baño, ducharse, tomar el café, leer. Todo a cámara lenta, como una repetición deportiva, movimientos vegetales, aunque en la cabeza, siempre, siempre esa odiosa sensación de que la vida nos pide acción, resultados, y por lo tanto urgencia.
Los días de lluvia se han convertido, con los años, en un fenómeno singular. Uno los recuerda con temor cuando era pequeño. Entonces, de niños, vivíamos pegados al suelo, como una felicidad de agricultores. Llover significaba que nuestro campo de fútbol se abría en estrías: las torrenteras se llenaban de fango, el balón daba volteretas, había que driblar a los contrarios, a los charcos, y, no menos importante, a las madres. Las madres: por un algún motivo, desconocido hasta hoy, tenían pánico a la lluvia, y, con un brazo autoritario, nos prohibían jugar al fútbol, a casa, venga, a casa, y sin protestar. Nos preferían tener encerrados en la habitación, como leones enjaulados, comiendo dulce a deshoras, subiéndonos por las paredes, mirando al aburrimiento por las ventanas y al cielo para que dejara de llover.
Al despertarme hoy por la lluvia, he saltado hasta la niñez, a un año cualquiera, un 1988, cuando tenía diez años, y he visto de nuevo el balón junto a la cama, la mochila abierta, los deberes pendientes. En este vuelo de la mirada parece que lo más fiel al pasado son los sonidos. Todo cambia, todo, salvo los sonidos: suenan igual las cisternas, la lluvia, la ducha, las cafeteras, también suena idéntico el péndulo, ceremonioso, del reloj de pared. Las parejas, las parejas también hacen los mismos ruidos en la cama, ahora mismo, detrás de mi pared, que podría ser una pared de 1988 o de 2016. Por eso que los sonidos, que están fuera del tiempo, olvidan que la realidad cambia, siempre cambia, y por eso que duele escucharlos, porque ignoran las ausencias. La de las personas, la de la lluvia, la del balón junto a la cama.
Me pongo las zapatillas: también suenan idénticos mis pasos. O eso creo, porque la memoria es un chicle, y la mascamos a nuestro interés, adaptándola a lo necesario para cada instante. Pero sí, sí creo que suenan siempre idénticos nuestros pasos. Me pregunto por qué nunca nos habrán grabado, cuando niños, el sonido de nuestros pasos, y también nuestras voces, y el sonido que hacíamos al toser, al estornudar, al reír. Puede que la culpa la tengan las imágenes, está claro, que hace ya tiempo ganaron la batalla. En fin. En el espejo, como un bofetón, se actualiza el calendario: ¡cómo que 1988, idiota! Hoy es el día de la Hispanidad del 2016. Casi nada: 2016. El año me lo confirma el cansancio de los ojos, la sequedad en la piel, el pelo débil y menguante, como un mar en retirada. Hago café, en el váter acabo de leer un libro. Alguien tose detrás de la pared, luego una radio que se enciende: la lesión tendrá al jugador merengue apartado, al menos, seis semanas de los terrenos de juego. Seis semanas de lluvia, seis semanas de madres diciendo no, seis semanas de sonidos idénticos.
En la calle sigue lloviendo.