Lorca que estás en los cielos

AD05410_9.jpg¿Está libre? Con demasiada frecuencia, me responde y continua: bienaventurados los que viajáis, porque de vosotros es el Reino de los Cielos. Sonrío: no hace falta que le indique mi destino. Apaga la radio: él pone la voz, yo el silencio de una pluma abierta sobre mis piernas, moviéndose con velocidad de estenotipia. Nunca me llega a decir su nombre. Le calculo unos sesenta años, aunque parece joven porque es delgado, tiene abundante pelo en la cabeza, apenas alguna arruga en la frente y en el cuello, color de piel moreno, saludable. Su acento no es canario. Como si leyera mi mente, me cuenta que nació en Granada, que lleva muchos años viviendo en Arrecife, junto a su mujer, lanzaroteña, y su madre, ya muy anciana. Su madre —primera rotonda— también es de Granada, o más bien de cerca de allí, de un pueblo llamado Viznar. ¿Lo conoce? Mi cabeza asiente en su retrovisor y, de golpe, junto a mí, donde termina mi pierna, un nuevo pasajero, también de súbito, tras la ventanilla, un paisaje distinto, un barranco de tierra mil veces removida, mil veces sin éxito, y que se parecen mucho el uno y el otro, el que observo camino del aeropuerto y el que imagino en sus palabras, las que me relatan ahora que su madre, aún hoy, en Lanzarote, recuerda cuando, de joven, le llegaba, tras las persianas bajadas, el sonido lento de camiones subiendo la noche frente a su casa, los motores al borde del síncope, también ellos, ella, su marido, la vivienda entera estremecidas, regresando los dos, de la mano, asustados, a una cama y una habitación calurosas, a un sueño imposible porque más tarde, en mitad de su insomnio, viniendo de un lugar indefinido, el sonido de disparos, una luz en las retinas, tal vez real o tal vez inventada, como el periscopio de una tragedia reflejada, y luego un espacio larguísimo de miedo, ya el alba turbia contra las persianas, contra la fachada que se va revelando blanca, contra los camiones amanecidos, bajando ya la cuesta, aliviados de carga, regresando al sueño de sus cocheras en Granada, a un cuartel como el que ahora me señala con el dedo, a las afueras de Arrecife, donde mi taxista hizo el servicio militar, allí, allí —segunda rotonda—, allí me pilló el golpe de Estado, era entonces cabo segundo, no gran cosa, y un mando superior me ordenó que todos estaban con los golpistas, lo repitió dos veces, como para convencerme del significado literal de la palabra todos, y por lo tanto, en caso de enfrentamiento con un civil, no dudara en enseñar el arma, se trataba de un estado de excepción, y él le respondió que no —acababa de subir las ventanillas en la entrada a la autopista—, no, claro que no, porque cómo iba él a encañonar al pueblo, si su padre había sido comunista y había escrito en el diario El Obrero, si él compartía también esas ideas, no, claro que no, encañonar al pueblo, ¿qué o quién era el pueblo? —me preguntó por el retrovisor, yo alcé los hombros—, salvadores de la patria, se hacían llamar —la velocidad aumentaba— pero la patria somos todos, todos — tomamos entonces una curva cerrada, y pareció como si allí se cayera esta conversación y empezara, punto y aparte, última recta, una nueva conversación, más breve y actual—, y me habló entonces de Luis Landero, a quien había escuchado hace un rato en la radio, mañana se acercaría a la biblioteca de Arrecife a buscar algún libro de él, ahora, con la crisis —abrió los brazos abarcando el horizonte—, tenía más tiempo para leer, es lo bueno, pasar mucho tiempo en las paradas, tiempo para leer más, para mirar el mar, charlar, fumar, y tras cerrar el capuchón de mi pluma y coger la maleta le doy las gracias por la conversación, le pago y me sitúo en la cola de Ryanair para facturar —tres quesos, un disco de Mozart de segunda mano, un traje que debe ir al tinte—, y aguardo junto a tres hombres de una compañía de seguridad privada que charlan cansados, ayer fue noche carnaval y estuvieron de jarana, uno de ellos en un bar nuevo que recomienda a los otros, en el comienzo de la calle José Antonio Primo de Rivera, y el de su izquierda niega con la cabeza, no, no, ya no se llama así, la calle es Manolo Millares, pero el primero le responde con una risotada, Manolo Millares, y como celebrando su ignorancia pregunta a sus compañeros si saben quién es Manolo Millares, y los dos levantan los hombros, y yo también, nadie sabe quién es Manolo Millares aunque tiene una calle, y el primero se despide y dice que para él esa calle será siempre así, José Antonio Primo de Rivera, que por algo se la darían a él primero. La pluma ha vuelto a volar sobre el papel tratando de apuntarlo todo. Dejo mi maleta en la cinta, siete kilogramos y medio, digo:

— Buenos días.

Y me responden unos brazos tatuados pidiéndome el DNI. He recuperado el habla, es momento de que el habla se convierta en palabras. A veces, para escribir, todo es casual, nada es voluntario. Lo único que hace falta es bajar las ventanillas, abrir el cuaderno y escuchar.

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