Tú ahora disfruta, hijo, disfruta, me decías con una firmeza llena de cataratas, pero bien visto tu consejo era un callejón sin salida, primero tú no eras mi padre y yo era tu nieto, segundo porque, lejos de disfrutar, las palabras despertaban un temor, que el tiempo de la felicidad era limitado, que en algún instante la vida se pondría cuesta abajo, y me angustiaba esa certeza tanto como ignorar en qué esquina sucedería, en qué calendario los puzles y balones se convertirían en hipotecas y peajes, y resulta que mientras llegara ese día debía disfrutar, hijo, disfrutar, ja, y en ello sigo, abuelo, lo intento, siempre lo intento, pero también continua esa zozobra que habitaba en ti, una cuenta atrás que te quitaste de encima, que me entregaste antes de su estallido, que un día, como tú, cómo yo, debe acabar, aunque sea pasándosela a otro.