Me di cuenta el domingo por la tarde: el segundero del reloj automático daba brincos hacia adelante y hacia detrás, igual que un sismógrafo. Recordé a mi sobrina jugando con mi reloj durante la comida. Identifiqué la culpa, me declaré culpable. Seguro de que la historia iba a terminar como ahora sigue, hoy llamé al servicio técnico. Localicé el modelo, describí el problema, confirmé que la garantía había superado los veinticuatro meses, recibí un juicio rápido: el reloj no tenía arreglo. Haciendo autopsia mi mano, el reloj me pareció, con el segundero aleteando, un blando pájaro triste de largas alas perforadas. Era el juguete de un niño que entró en la adolescencia, era un número de magia por todos visto, era un circo y la atención fuera de la carpa. La mía tardó en volver a la línea, en escuchar que ya no era el dueño de un objeto moribundo sino un cliente, y que el fabricante ofrecía a sus clientes un descuento del cuarenta por ciento si compraban un nuevo reloj de, al menos, el importe de mi pequeño animal. No, no había otra alternativa. Los relojes de esta empresa suiza entraban en pérdida a los dos años: breve fragmento para un producto que se debía alimentar, precisamente, de tiempo. De tiempo ajeno. Y para que el tiempo siguiera avanzando, la única opción era comprar. Antes de escribir estas palabras guardé mi reloj en una gaveta del mueble de la entrada. La gaveta se cerró con un sonido egipcio de túmulo. La volví a abrir: el segundero seguía temblando, inercia última de un brazo que ya nunca lo movería. Cerré de nuevo el cajón, vencí las ganas de volver a abrirlo, volví a abrirlo, me llevé la correa —bigote de cuero— hasta la nariz. Olí mi sudor y me pregunté cuánto tiempo seguiría allí registrado.
No sobra ni una palabra. Gracias
Gracias Dani… te tengo como un severo lector, así que me siento halagado.