Mi buzón presagiaba una derrama. Lo abrí. Buenas noches, buzón. Buenas noches, Daniel. La carta de la administradora me informó de tus apellidos. A continuación habéis fallecido. En el ascensor traté de sortear el mensaje, evitarlo, escapar: ¿qué otro portero podía llamarse Rafael? ¿Alguno de la mañana? ¿O tal vez? Entonces. Entonces recordé. Que llevabas un tiempo sintiéndote mal. Es la gripe, te diagnosticabas y yo, como si supiera algo de medicina, te asentía desde la puerta del ascensor.
Me tumbé en el sofá. El papel temblaba. No: temblaba mi mano. Hice un esfuerzo para que avanzara la memoria. O más bien para que retrocediera. Y retrocedió dos días, hasta la mañana del domingo. Me dijiste que estabas muy cansado. Te recomendé que fueras al médico. También te lo había aconsejado tu mujer, y por eso que al día siguiente acudirías al centro de salud. Sonreí, sonreí sin saber que, en ese mismo momento, en ese hasta luego Rafa, hasta luego Dani, nos estábamos despidiendo para siempre.
El lunes te tocaba turno de noche. Ya habías fallecido. Yo no lo sabía. Tampoco quien te sustituyó pues me dijo: hoy Rafa está enfermo. Sí, lo sé, está enfermo, y te pensé en tu casa de Vallecas, algo febril bajo una capa de mantas, próximos tu mujer y tu hija y tu perro.
Tu perro. Tu perro y mi perra. Nuestra conversación. Mi perra buscando tu silueta, tu barba imprecisa, tus gafas en perpetua ida y vuelta, como si la realidad la vieras siempre desenfocada. Mi perra exploradora avanzando por el pasillo de tu garita, primero el vaivén de una puerta de western, después una segunda de cristal, luego la pernera de tu pantalón y, premio, el regalo de una golosina. Mi perra luego dando marcha atrás con dificultad, la puerta de cristal, la puerta de western y tú y yo entrelazados ya en el estado del tiempo, en el resultado del Real Madrid, en la salud siempre frágil -qué ironía- de tu perro, nosotros charlando y mi perra soñando el sueño en su sofá, mi perra estirando nuestras palabras y tú acariciándola, tú llamándola bruja, qué pasa bruja, qué pasa bruja.
Todo de golpe no existe y me pregunto si la muerte sirve para algo. Si existe una razón por la cual un día alguien tiene cincuenta y dos años y al día siguiente ninguno. Supongo que todos buscamos que la muerte sirva para algo. Pero la muerte no sirve para nada. Tal vez -pálido consuelo- para distribuir los afectos. Para reorganizarlos. Para enviar esta tristeza y cariño a una mujer y una hija y un perro hermanados todos por una misma ausencia. Para tirar con dulzura de Volga cuando, de nuevo, con tozudez, invade la garita, y te busca, y no te encuentra. Para ver cómo crece ese árbol que en tu nombre han plantado los vecinos. Para recordarte detrás del cristal, donde siempre pensé que te iba a encontrar, un año y otro y después otro, allí donde creí que mantendríamos una larga conversación llamada vida.
Quizás sólo sirva para emocionar e inspirar a los artistas; para recordarnos lo frágiles que somos; para amar hoy con más intensidad que ayer.
Preciosa despedida Daniel.
Totalmente de acuerdo. Gracias por tus palabras.