Era la primera vez que ofrecía compartir mi coche: no quería viajar solo hasta Francia y ganaría un dinero. Ignoraba que la web, conocido mi itinerario, y salvo que dijera lo contrario, añadiría viajeros al vehículo de manera automática. Ignorando esta regla, no dije lo contrario: por eso que me aguardaban a la vez un señor desconocido en un pueblo también desconocido y dos amigos, bien conocidos, en Biarritz, bien conocida, para almorzar, bien deseado. Envié mis disculpas al desconocido: no podría recogerle a esa hora en ese lugar. De la ausencia de respuesta sucedió mi insomnio, mi ansiedad por el fastidio que provocaría a alguien a quien no había visto ni vería nunca, y de ese insomnio la lectura de esta obra que comento. No dormí: llegar vivo fue un milagro de la conducción prudente, de la conversación alegre de dos chicas vascas y de las bandas de rodadura laterales en el asfalto: ¡bendita vibración!. Si el milagro de la vida continuó hasta el Périgord fue gracias a la música atronadora en el coche —¡gracias a Los Planetas!—, a las ventanillas bajadas, al aire atlántico viniendo del Oeste y a la promesa de un verano por delante en la mejor compañía. Todo esto lo recuerdo y lo cuento porque, gracias a una nueva propuesta de Páginas de Espuma, algunos afortunados haremos zoom sobre esta obra y también, con insomnio merecido, sobre su autora. Eliminaremos (¡bien!) del Bla Bla Car la última palabra.
Reseña de un lejano 2015 (5 A.V.).
En algunas lecturas la experiencia del lector, aquello que le está ocurriendo más allá de las páginas, tiene la misma importancia que el propio texto: como un viento, el entorno invade los dominios de lo escrito. Las mejores lecturas no suceden según los modelos que proponen, con repetición aburrida, las campañas publicitarias. Nadie suele leer debajo de los árboles, nadie disfruta de Calvino al borde de una piscina, nadie tiene una taza de café que humea eternamente junto a un libro. Los libros que uno suele recordar mejor, de los que luego hablará más, los que más veces prestará y por lo tanto perderá y volverá a comprar, son aquellos en los que el texto se contagió de su realidad. Y en la realidad no solemos vivir bajo árboles o al borde del agua. Por circunstancias imprevistas a la lectura, por hechos externos a ella, y por lo tanto ingobernables, la misma lectura gana sentido; un hecho que no tuvo que ser original, pero sí dotado de fuerza que alumbra un sentido nuevo a las palabras, contemporáneas en las manos que abren el libro. De forma recíproca, esas palabras, iluminadas de presente, devuelven al afortunado un mensaje actual, como recién escrito. Esa concatenación de lo que sucede y lo que se lee, y donde no hay más explicación que la casualidad, sólo tendrá significado, perpetuo y único, en ese lector. Las Siete casas vacías de Samanta Schweblin fueron, en mi lectura, casi siete horas de vigilia. Las que pasé una noche de mediados de agosto, víspera de un largo viaje en coche desde Madrid a Libourne. Llevaba días con la mochila preparada, la ropa y los libros y la cámara de fotos y el ordenador portátil. Todo listo para disfrutar de dos semanas de vacaciones en Francia, visitando primero Saint-Émilion y luego el Périgord. A las nueve de la mañana, en la estación de Chamartín, cerca de mi casa, y frente a la cama donde no iba a pegar ojo, me esperaban tres personas anónimas que, gracias a una página web para compartir vehículo, iban a acompañarme hasta la frontera con Francia. Con la anticipación feliz por el descanso apagué la luz. Dije a la mente: duerme. Pero muchas veces lo no previsto es lo que sucede, y la mente respondió: no, Dani, no, ahora no vas a dormir. Con paciencia encendí la luz, me acerqué hasta la estantería del salón. Acababa de recibir la novela de Samanta Schweblin, en ese regalo largo e inmerecido que es reseñar las obras que elige y edita Juan Casamayor; la obra era demasiado corta para llevármela de viaje, y por eso se iba a quedar allí, paciente, hasta la vuelta. Alguno de sus cuentos, sin embargo, podían hacerme llegar el sueño esa misma noche, y volví con ella hacia la cama. ¿Fue la lectura lo que me alejó del descanso? ¿O es que el descanso, soberano y desagradecido, nunca quiso subir a la cama, y el libro sirvió de paliativo? De la incógnita el insomnio pegado a cada uno de los cuentos, y los cuentos a una noche de calor sin sueño de Madrid. Pasaban las horas, se multiplicaban las visitas al baño para orinar, el rosario de vueltas en la cama en un intento inútil de conciliar el sueño, el encender la luz, leer un rato más, nuevamente la oscuridad, volver a empezar. Desesperado pulsaba el despertador. Sobre la luz azulada de su pantalla restaba, con dificultad creciente, la hora en la tocaba despertarme -qué ironía, si ya lo estaba- con la que marcaban sus grandes dígitos. El número menguaba como también las páginas del libro. Así que toda la noche quedó dividida entre la voluntad de continuar con el libro y la necesidad acuciante del sueño. Ganó la primera: la lectura acelerada e imprecisa de esta obra quedó para siempre en un limbo último de lucidez, como esos pensamientos atropellados y sabios, el mundo resuelto, que, borrachos, lanzamos antes de caer dormidos. Anulado el descanso, acabar estas historias era el mejor fin que darle al tiempo. Y por eso que, para poder escribir estas líneas, he tenido que volver a la obra, en un estado racional, con el descanso suficiente, pero que no será nunca como yo recuerde el texto. Siete casas vacías empieza bien desde su portada. Se dice allí que es la obra ganadora del IV Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, del año 2015. Buen matrimonio el de las letras y el vino, que hace hincapié en el disfrute idéntico de naturalezas tan distintas. Placer que uno asocia al instante con el vino, su rápida euforia, pero no tanto con ese lugar aburrido que para muchos es la lectura. El jurado estuvo compuesto, entre otros, por Andrés Neuman y Guadalupe Nettel, así que el abrazo entre texto y vino se agranda con el criterio sólido de dos buenísimos escritores. El manuscrito ganador contaba con cinco cuentos, pero en la edición se añadieron otros dos. Uno de ellos también galardonado, con el Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo 2012. La portada sirve de anticipo al tono y contenido de los cuentos: una mirada femenina nos observa; o tal vez sea al contrario: es ella quien busca nuestra mirada. Unos ojos sin brillo, apoyados en el globo de piel de las ojeras. Ojos en oblicuo, como si la cabeza estuviera, literalmente, en otra parte. Ojos de absoluta melancolía que atraviesan un vidrio y sobre el vidrio la lluvia. En primer plano, muy próxima, el misterio de una mano izquierda, que uno no se sabe si está diciendo adiós, si pide ayuda, o si nos busca, y quiere tocarnos. La lectura confirmará las tres hipótesis y ninguna a la vez. Abre el volumen “Nada de todo esto”, y en este primer relato encontramos los elementos que, con variaciones, aparecerán en los sucesivos: personajes que no están bien, que viven ausentes de sus propias vidas, que buscan una felicidad extraviada en las vidas de los demás. A veces será la invasión de sus casas. A veces la ausencia de la propia. En unas y otras la felicidad es un desastre. Los protagonistas tiran su tiempo a la basura, viven dominados por una angustia antigua, sin salida, y el desenlace a cada relato no es sino una continuación de su pesar. En el segundo de ellos, “Mis padres y mis hijos”, regresan esos personajes atípicos de los que nos iremos habituando, dominados por sus manías y por sus locuras, y que a veces parecen haberse extraviado de una novela de Modiano, lo cual es un doble extravío. Los cuentos ganan todo su sentido casi al final de los mismos, más porque uno comienza a comprender la rareza del personaje que porque el problema expuesto tenga alguna solución. Aunque distintos unos de los otros forman una unidad temática, y por eso que su lectura consecutiva adelanta nuestra comprensión dentro de cada uno de ellos. “Pasa siempre en esta casa” es el tercero de los cuentos y el más breve. Mantiene las coordenadas de locura y vecindad expuestas en los anteriores; aquí la ausencia no es la de un marido o la senilidad, sino la de un hijo. Contiene una frase genial que lo resume: «Cuando algo no encuentra su lugar (…) hay que mover otras cosas». Saltamos entonces a “La respiración cavernaria”, el más largo de los relatos. También aparece en escena un hijo muerto, pero la historia despliega antes la obsesión por las rutinas, el control imposible de todo lo que sucede en un ámbito doméstico. Un control inútil y agotador para Lola, que se ve incapaz incluso de morir, pues incluso la muerte requiere «un esfuerzo para el que ella ya no estaba preparada». Un control, o su falta, que tendrá graves consecuencias, como se podrá leer, porque cuando la desmemoria llega morir efectivamente puede ser una tarea infranqueable. De los dos relatos no incluidos en el manuscrito original destaca a mi juicio “Un hombre sin suerte”, ganador del Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo 2012. El relato es un ejemplo de tensión literaria, con el lector imaginando un territorio prohibido, extraño, que nunca llega a suceder, sino sólo en sus consecuencias, y con el sentimiento de si hemos sido, también nosotros, lectores, víctimas de nuestros prejuicios.
Es un goce leer la prosa elegante y exacta de la autora, nacida en Buenos Aires en 1978. Detecto también una cualidad subterránea en su obra: un influjo poético que parece querer gobernar, que no invada su estilo, pero que deseo aparezca en futuros trabajos. Y reflexiono también que los buenos escritores, y Samanta Schweblin lo es, saltan los muros de la centralización lingüística y de los regionalismos ciegos. Unos y otros están dominados por la defensa de lo próximo, del canon como uniformidad que excluye aquello que no está a la vista. Por eso que debemos disfrutar del placer, diverso y diáfano, de una lengua hablada, y por lo tanto vivida y retorcida y ampliada, en más de veinte países. Las palabras no tienen origen, sino cualidad: en el caso de Schweblin vienen de Argentina, y las usa y combina con sencilla maestría. En el papel de lector uno quisiera apropiarse incluso de sus formas de decir, tan valiosas como las propias, porque designan lo mismo, y por eso que disfruto metiendo la reversa en el coche mientras hago con el celular un llamado, y al llegar a casa abro la canilla, dejo los vasos limpios en la vajillera, enciendo la hornalla y mientras me tomo una limonada fría sacada de la heladera. Qué pocas veces reparamos en la capacidad cultural de nuestro idioma, en el regalo que significa la lectura sin intermediarios de aquello que alguien escribe en otro extremo del mundo. Enfrentados por intereses lingüísticos, que son el correlato de otros tantos políticos, se minusvalora o ignora nuestra base común e inmensa de comunicación. Y que algunos escritores también de ese país rehuyan de su terminología… ¡no, no, no voy a entrar a comentar ese tema!
Termino la relectura mucho más rápido de lo que pensaba. Seguramente que el cansancio de esa noche sin sueño me hizo leer con lentitud. En la nota de prensa a la entrega del premio, decía su autora: «me interesa (…) ese límite delicado entre lo normal y anormal. Sobre todo porque (…) es un código sociocultural. (…) hay muchos pensamientos, maneras, vidas, que quedan fuera de ese código como algo absolutamente inaceptable, o imposible, y que sin embargo son tan naturales y posibles como las que catalogamos de normales». Me parece un excelente resumen de estos relatos.