El desierto de Dune

Salgo de ver Dune (Dennis Villeneuve, 2020) en Madrid y, a la vez, salgo de ver Mother (Bong Joon-ho, 2009) en Verona. De vuelta a casa es otoño en Madrid y, a la vez, es verano en Verona, que casi son la misma palabra. Porque he visto Dune y a continuación Mother, y porque mi memoria adora las mezclas, es natural que las mezcle, pero en verdad no pueden ser más distintas, comenzando por sus lugares de proyección: un cine al aire libre en Verona, de espaldas a la basílica de San Zeno, un patio de sillas de plástico verde, un viento que hace tremolar la  pantalla y la noche un dosel de estrellas, silencio y frío; un multicine a las afueras de Madrid —¿a las afueras de quién?, podrían preguntarme—, con salas para multitudes, butacas para obesos, precios para ricos, sonido para sordos, pantallas para abarcar el mundo y moquetas para que el mundo las ensucie.

Todo en Dune sigue un guion previsible. Es una transacción eficaz donde pagas por lo que quieres ver. Si las sorpresas suceden, lo son por el lado menos favorable: es una película sobre un planeta desértico, pero abundan las escenas de interior; es una película que muestra a colonos y nativos regañados por el control de una materia prima, pero las batallas que anuncian sus mesas militares no llegan a ocurrir, y los enredos se resuelven de forma palaciega, en una esgrima pobre de espadas que se entrechocan en pasillos y habitaciones; es una película, por fin, que debía mancharnos los ojos de sudor, sol y arena, y más bien nos arroja frío, acero y oscuridad. Siento además una impostura en cómo afectan los sueños a sus personajes, porque el día y la noche parecen flotar en un mismo delirio donde lo racional y su ausencia coinciden; el uso de idiomas vernáculos como identidad o protección de un pueblo tampoco beneficia la trama, pues su ocurrencia es mínima y su efecto marginal. Como tantos elementos de Dune, todo parece suceder de un modo que es a la vez aleatorio y previsible, grandilocuente y hueco.

Dune es fiel a la épica, en su metraje nadie canta, baila o sonríe; no hay un instante que alivie el drama, y ahí reside su falsedad, porque en cualquier género siempre se cruza, como un fallo de atrezo, una pieza de otro. Esa pieza que no encaja es la que, precisamente, da coherencia a cualquier relato. Lo pensé al salir del cine y lo confirmé al llegar a casa y ver, en la portada de El País, una fotografía del pueblo de Todoque, en la isla de La Palma. La fotografía muestra una mujer y un hombre portando cajas de almacenaje. Hay a la izquierda un coche abierto y al fondo el perfil siniestro de una montaña. El rostro de ella muestra el pavor de una desgracia que imaginamos próxima. En el rostro del hombre aparece una sonrisa que es tan inesperada como el puro que aprietan sus labios. Esa sonrisa y ese puro son las piezas erróneas de la fotografía y, sin embargo, su función es tan importante como las pertenencias que angustiosamente portan. Y es que, aunque la vida se hunda, como les ocurre a los residentes de La Palma, sucede que hay un instante, siempre un instante, donde palparse el pantalón, encender un puro, fumar. Ese puro y esa sonrisa ocurren simultáneos al abandono de una vivienda, sostienen su explicación, y confieren a la tragedia su realidad, realidad que es lo que siento falta en Dune, más empeñada en hacernos levitar que sentir. En Dune necesito de ese puro que, metafóricamente, replica dentro del hombre el volcán y el humo que, ahí fuera, han destrozado su manera de vivir.

La rigidez que imponen los géneros, y que encorseta Dune, se rompe sin embargo en Mother, película que mezcla comedia, thriller y drama, y que confirma, con la seguridad de predecir el pasado, que la estupenda Parásitos (2019), del mismo director, no surgió de la nada. Encuentro en Mother rasgos que, una década después, se repetirán en Parásitos: el alcoholismo, la sofocación de la vida en los barrios pobres, el peso de la familia, la intromisión perpetua en los espacios privados. Esta intromisión construye en Mother una escena imborrable: una mujer se ha colado en una vivienda cuando, del exterior, suenan unos pasos, gira un pomo, cruje una puerta. Oculta en un armario, con la mirada en rendija, la mujer observa a una pareja joven que entra, se desnuda, hacen el amor sobre un colchón en el suelo, duermen por fin. La mujer decide salir de puntillas. El sol está alto y entra por las ventanas, pues, a diferencia de Dune, Mother demuestra que la noche no es el único dominio del miedo. La vivienda es tan minúscula que la mujer, en su silenciosa huida, roza torpemente un vaso, el vaso cae y su contenido es pánico que se derrama, avanzando hacia los dedos dormidos del joven. La cámara se tumba sobre el suelo y sigue el cauce del agua, por donde también avanza nuestra ansiedad. En esa escena, que deja sin aire el jardín de Verona, sucede más tensión que en toda la película de Dune; Mother tiene además el mérito de alcanzar su efectividad con menos medios. La diferencia con el presupuesto monstruoso de Dune lo compensa el talento.

La música de Wagner

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La música de Wagner te hace parte de un viaje en coche cama, atravesando con sus pentagramas fronteras de países, cruzando apeaderos vacíos de nombres impronunciables, un viaje sin reloj y en la litera superior dos enamorados, Tristán e Isolda, abrazados como si avanzáramos hacia un muro, que es la luz del día. Pero sigue la noche y Wagner aún compone y sufre y se enamora de cada mujer y pide dinero y sabe que nunca lo devolverá. Todo eso es Wagner: transgresión de los límites, movimiento, emoción fuera de la cordura. Un estado de alerta permanente.

Gracias al texto anterior he ganado el primer puesto del concurso Wagner de El País. El premio, para desgracia de mis vecinos, es una caja de 43 discos con las óperas completas de Wagner.

Si uno se escribe para sí mismo, le es raro y hasta incómodo saberse leído, como una intimidad asaltada desde el ojo de una cerradura. Si además ha encontrado que esa lectura acaba en una distinción, la sensación es doblemente extraña: de invasión, pero también de misterio ante el placer ajeno.

Uno escribe, elige las palabras, las une, las lee en voz alta: el acorde es terrible. Decepcionado las destruye: las palabras vuelven aliviadas al diccionario. Arrasando y civilizando van parpadeando palabras en el cuaderno o en la pantalla. En un momento definitivo y tal vez errado brilla el destello de una cámara: el documento se guarda y se lanza a ese buzón que casi siempre es un pozo y a veces, en días como hoy, un eco que vuelve inmerecido, y ante ese boomerang solo puedo sentir un agradecimiento tímido, la vista pegado al suelo sin poder mirar al frente, el secuestro de una mirada que mezcla algo de orgullo y mucho de vergüenza, el placer breve de ser leído y de un premio que girará en en el reproductor, dará raíl al tiempo, y por lo tanto nunca olvidaré.