El viaje existencial en Manfred

John_Martin_-_Manfred_on_the_Jungfrau_(1837)

¿Cómo se musicaliza un poema? Chaikovski se encogió de hombros: desconozco el misterioso proceso detrás del acto de crear; esa voz interior que convierte las imágenes en notas. De ese enigma surge Manfred, poema sinfónico compuesto en 1885 sobre un texto de Lord Byron. Chaikovski había comprado la obra en el otoño del año anterior, y su ejemplar le acompañó hasta los Alpes, a donde acudió a visitar a un amigo moribundo.

También fue en los Alpes donde Byron escribió su poema. Pero tampoco Byron sabía hablar de su obra. Preguntado por los espíritus del poema, su respuesta era el silencio. Como si su brazo hubiera sido articulado, un mecanismo en las manos de otro. Como si Chaikovski, contagiado de las mismas inquietudes, hubiera movido en la distancia y en el tiempo las manos de Byron. Tal vez el mismo Byron soñó con dotar de música a sus palabras: el rugido de la culpa, los sonidos peligrosos de la naturaleza, el acorde imposible de la consolación. El tiempo abrió y cerró las puertas de Byron y Chaikovski en momentos distintos, pero eran las piezas de un mismo sentimiento. Chaikovski y Byron juntos, escribiendo a cuatro manos un mismo poema sobre papel pautado. Contando uno las notas musicales como si fueran sílabas, y el otro silbando las sílabas como si fueran notas.

Enorme, seria, difícil y absorbente: así definió Chaikovski la composición de Manfred en una de sus cartas. Y así fue la experiencia de escuchar la obra en Madrid, a cargo de la Orquesta Nacional de España. Un recuerdo que tiene la nitidez del presente. Y el presente es un niño en la butaca de mi derecha, que pregunta a su madre: ¿qué es un poema sinfónico, mamá? La madre se pone rígida, como si le hubieran traicionado una coartada, suenan los aplausos, aparece el maestro Kasuzhi Ono y la mujer, aliviada, responde al hijo con un dedo sobre los labios.

La obra se inicia en el borde de una roca: la sala se rodea de vacío, los pentagramas parecen dar golpes al horizonte y, colgadas del horizonte, preguntas circulares. La desoladora alienación del ser humano; la lucha del hombre contra una culpa que le agota; la dolorosa certeza de la mortalidad, que hace absurdo cualquier esfuerzo, incluido el del aprendizaje, porque el árbol del conocimiento no es el árbol de la vida.

La orquesta es una sola nube de sonido, un solo cuerpo erizado de arcos y metal. Los músicos oscilan al unísono, como empujados por el mismo viento, y al escucharlos se tiene la certeza de que Manfred no solo impresiona por su belleza, sino por la exactitud de su concepto. Ni Chaikovski ni Byron ni esa madre saben explicarlo, porque hay algo sobrenatural en la integración de la música con el texto, tan notables en la descripción virtuosa de la cascada del valle alpino durante el Vivace con spirito, en el pestañeo bucólico del Andante con moto, o en el pasaje fugado del Allegro con fuoco, donde el fantasma de Astarte anticipa la tragedia final. La destreza persigue a la emoción, y las butacas son un sismógrafo enloquecido.

Pero es en la coda del poema cuando se materializa el milagro: un sonido irreal nos sobresalta y todos levantamos nuestras cabezas a la vez, como un globo en un partido de tenis. El organista, en silencio hasta entonces, expresa todo el lamento acumulado. Se dobla un instante sobre las teclas, como si alguien le hubiera herido por la espalda, y tal vez no sea esa imagen sino la expresión más pura de la tragedia de Manfred. Su espera solitaria, su llamada imposible a la supervivencia, su sonido último que a todos nos alcanza.

Acaba el poema y hay una algarabía de aplausos, pero también el silencio ansioso de quien ha abierto una ventana a su vida, y se ha atrevido a mirar. Nos reunimos en el salón de entrada con el alivio raro de ser los restos de un naufragio, sintiendo el asombro de venir de regiones lejanas y estar ahora todos juntos, en tan poca distancia. El sol de primavera da una luz de cobre al vestíbulo y define nuestras caras, sombras alpinas poco antes. La realidad parece todavía un lugar distorsionado cuando, por casualidad, me vuelvo a encontrar a la madre y su hijo. ¿Has comprendido qué es un poema sinfónico?, me atrevo a preguntarle. El niño tiene las pestañas dobladas y el pelo revuelto, como si viniera de un sueño. Mira a su madre y luego me responde: un poema sinfónico es un viaje, un viaje que tiene un final.

En Madrid se hace de noche y pienso en la muerte y en esos ojos infantiles llenos de vida.

Esta crónica fue enviada al concurso que el Auditorio de Madrid organizó con motivo de sus veinticinco años de existencia. El relato tenía que basarse en algún concierto dado por la Orquesta Nacional durante ese periodo, y mi recuerdo fue una flecha a la Sinfonía Manfred. La Sinfonía Manfred es una obra que raramente se programa, tal vez porque cuestionar la existencia puede ser una experiencia tan intensa como desgarradora. Mi relato no quedó premiado, pero volviendo a leerlo hoy me gusta cómo quedó, y espero que a vosotros también y os anime a escuchar la obra. Aquí tenéis su enlace: https://www.youtube.com/watch?v=ujaenZA9CTk.

El mundo gótico de Lord Byron: Manfred

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Lord Byron y Mary Shelley coincidieron en Ginebra durante el verano de 1816. Fue un tiempo fructífero para ambos: Lord Byron, con veintiocho años, comenzaría la redacción de Manfred, un poema dramático «especulativo»; Mary Shelley iniciaría la escritura de un pequeño cuento, fruto de una pesadilla, y que se convertiría después en su novela Frankenstein.

1816 fue además un año singular: el año sin verano. A raíz de la erupción del volcán Tambora (Indonesia), una nube de ceniza llenó el cielo de Europa de rojizos y alteró la meteorología: hubo fuertes lluvias, los ríos se desbordaron, las cosechas se perdieron, y el continente sufrió hambre y saqueos en la lucha por la supervivencia.

Después de cenar, y debido a las inesperadas lluvias de agosto, Lord Byron y Mary Shelley se distraían con su familia y amigos deambulando por los salones de la villa Diodati, una mansión ubicada cerca del lago de Ginebra. Mientras el mundo exterior era un conjunto desordenado de tormentas, en la comodidad burguesa de las habitaciones se narraban oralmente historias de fantasmas.

Lord Byron crea Manfred en un momento histórico que es puro romanticismo, exaltación del sentimiento, desequilibrio, pero también ambición del conocimiento, ansia que no está exenta de peligro. La escritura es el espejo de los últimos avances científicos de París y sobre todo Londres, del trabajo de grandes investigadores de la época victoriana como Sir Joseph Banks. La escritura se contagia de ellos y aspira a ser el fruto de un método científico: el escritor parte de la observación rigurosa de los hechos, una observación al natural cuando el tiempo permite salir de la casa y caminar por las eternas montañas suizas, después la corroboración empírica de lo que uno ve o siente, pero al final la pluma y el tintero (¡menos mal!) traicionan la exactitud científica, y llevan el goce del lector hacia alturas poéticas como las de Manfred, donde ese rigor en la investigación y el detalle se cruzan con la locura más absoluta.

Manfred es un héroe introspectivo, insondable (y como diría Borges, cualquier hombre lo es), dominado por la melancolía y la culpa. Un «half dust, half deity», cuya lucha es la de un cuerpo mortal contra una mente que aspira a ser tiempo fuera del tiempo, y así no sucumbir a la locura. Un hombre marcado por la culpa, y que no puede sino ser el trasunto del propio autor, que debió huir de Londres a Suiza tras el escándalo social provocado por la relación mantenida con su hermanastra.

El poema de Lord Byron es la pieza simbólica del mundo donde se escribió: un lugar que parece estar siendo descubierto, donde la naturaleza es siempre un personaje, a veces peligroso, un mundo donde las emociones se adivinan en los progresos científicos del momento, y así que las metáforas utilizan conceptos cosmológicos recién descubiertos. Manfred es un poema que no impresiona por bello, sino por la pureza de su concepto, por su ajuste, como un complejo engranaje, al mundo en que está escrito, a los motores del mismo, a la necesidad del saber, al conflicto entre mente y corazón, a la búsqueda en vano de los propios sueños como curación a la vida, al roce constante de la muerte.

Se suele decir que el nivel de una obra literaria lo marca el número de veces que ha sido mencionado, copiado, o servido de fuente de inspiración. La singularidad de Manfred radica en que ha dejado una huella más musical que literaria: el verso puesto de pie y hecho sonido. Sumergido en la misma tragedia que su personaje, Robert Schumann compuso en 1849 un poema dramático musicado (http://www.youtube.com/watch?v=A74nG-Aq07k). Tchaikovsky hizo lo propio en 1885 con su Manfred Symphony (http://www.youtube.com/watch?v=INceRhl05mo).

El Manfred de Tchaikovsky es una obra monumental, infinita, y que se cierra con el sonido estremecedor de un órgano: quedan apenas unos minutos para que acabe la obra y sobresalta el sonido de este instrumento. Sobresalta porque el organista ha estado sentado de espaldas a la orquesta durante una hora, en silencio, esperando a que llegue su compás y pueda expresar todo el lamento acumulado. Esa espera solitaria, ese sonido último que parece una llamada imposible a la supervivencia, no pueden ser mejor evocación sonora de la obra de Lord Byron.

Manfred es un poema que puede encontrarse en cualquier antología del escritor británico. En Amazon las obras completas de Lord Byron pueden descargarse gratuitamente; su correspondencia es también muy recomendable. El cuarto movimiento de la sinfonía Manfred de Tchaikovsky puede escucharse en este enlace, bajo la dirección de Riccardo Muti: http://www.youtube.com/watch?v=NTtZ6Fw9JyQ. Para quien quiera llegar al momento del órgano, que adelante el cursor hasta el minuto quince. Al poco rato aparecerá.