¿Cómo se musicaliza un poema? Chaikovski se encogió de hombros: desconozco el misterioso proceso detrás del acto de crear; esa voz interior que convierte las imágenes en notas. De ese enigma surge Manfred, poema sinfónico compuesto en 1885 sobre un texto de Lord Byron. Chaikovski había comprado la obra en el otoño del año anterior, y su ejemplar le acompañó hasta los Alpes, a donde acudió a visitar a un amigo moribundo.
También fue en los Alpes donde Byron escribió su poema. Pero tampoco Byron sabía hablar de su obra. Preguntado por los espíritus del poema, su respuesta era el silencio. Como si su brazo hubiera sido articulado, un mecanismo en las manos de otro. Como si Chaikovski, contagiado de las mismas inquietudes, hubiera movido en la distancia y en el tiempo las manos de Byron. Tal vez el mismo Byron soñó con dotar de música a sus palabras: el rugido de la culpa, los sonidos peligrosos de la naturaleza, el acorde imposible de la consolación. El tiempo abrió y cerró las puertas de Byron y Chaikovski en momentos distintos, pero eran las piezas de un mismo sentimiento. Chaikovski y Byron juntos, escribiendo a cuatro manos un mismo poema sobre papel pautado. Contando uno las notas musicales como si fueran sílabas, y el otro silbando las sílabas como si fueran notas.
Enorme, seria, difícil y absorbente: así definió Chaikovski la composición de Manfred en una de sus cartas. Y así fue la experiencia de escuchar la obra en Madrid, a cargo de la Orquesta Nacional de España. Un recuerdo que tiene la nitidez del presente. Y el presente es un niño en la butaca de mi derecha, que pregunta a su madre: ¿qué es un poema sinfónico, mamá? La madre se pone rígida, como si le hubieran traicionado una coartada, suenan los aplausos, aparece el maestro Kasuzhi Ono y la mujer, aliviada, responde al hijo con un dedo sobre los labios.
La obra se inicia en el borde de una roca: la sala se rodea de vacío, los pentagramas parecen dar golpes al horizonte y, colgadas del horizonte, preguntas circulares. La desoladora alienación del ser humano; la lucha del hombre contra una culpa que le agota; la dolorosa certeza de la mortalidad, que hace absurdo cualquier esfuerzo, incluido el del aprendizaje, porque el árbol del conocimiento no es el árbol de la vida.
La orquesta es una sola nube de sonido, un solo cuerpo erizado de arcos y metal. Los músicos oscilan al unísono, como empujados por el mismo viento, y al escucharlos se tiene la certeza de que Manfred no solo impresiona por su belleza, sino por la exactitud de su concepto. Ni Chaikovski ni Byron ni esa madre saben explicarlo, porque hay algo sobrenatural en la integración de la música con el texto, tan notables en la descripción virtuosa de la cascada del valle alpino durante el Vivace con spirito, en el pestañeo bucólico del Andante con moto, o en el pasaje fugado del Allegro con fuoco, donde el fantasma de Astarte anticipa la tragedia final. La destreza persigue a la emoción, y las butacas son un sismógrafo enloquecido.
Pero es en la coda del poema cuando se materializa el milagro: un sonido irreal nos sobresalta y todos levantamos nuestras cabezas a la vez, como un globo en un partido de tenis. El organista, en silencio hasta entonces, expresa todo el lamento acumulado. Se dobla un instante sobre las teclas, como si alguien le hubiera herido por la espalda, y tal vez no sea esa imagen sino la expresión más pura de la tragedia de Manfred. Su espera solitaria, su llamada imposible a la supervivencia, su sonido último que a todos nos alcanza.
Acaba el poema y hay una algarabía de aplausos, pero también el silencio ansioso de quien ha abierto una ventana a su vida, y se ha atrevido a mirar. Nos reunimos en el salón de entrada con el alivio raro de ser los restos de un naufragio, sintiendo el asombro de venir de regiones lejanas y estar ahora todos juntos, en tan poca distancia. El sol de primavera da una luz de cobre al vestíbulo y define nuestras caras, sombras alpinas poco antes. La realidad parece todavía un lugar distorsionado cuando, por casualidad, me vuelvo a encontrar a la madre y su hijo. ¿Has comprendido qué es un poema sinfónico?, me atrevo a preguntarle. El niño tiene las pestañas dobladas y el pelo revuelto, como si viniera de un sueño. Mira a su madre y luego me responde: un poema sinfónico es un viaje, un viaje que tiene un final.
En Madrid se hace de noche y pienso en la muerte y en esos ojos infantiles llenos de vida.
Esta crónica fue enviada al concurso que el Auditorio de Madrid organizó con motivo de sus veinticinco años de existencia. El relato tenía que basarse en algún concierto dado por la Orquesta Nacional durante ese periodo, y mi recuerdo fue una flecha a la Sinfonía Manfred. La Sinfonía Manfred es una obra que raramente se programa, tal vez porque cuestionar la existencia puede ser una experiencia tan intensa como desgarradora. Mi relato no quedó premiado, pero volviendo a leerlo hoy me gusta cómo quedó, y espero que a vosotros también y os anime a escuchar la obra. Aquí tenéis su enlace: https://www.youtube.com/watch?v=ujaenZA9CTk.