Freno al motor de mejora continua

En su artículo «Du progrès personnel comme risque et nuisance», Alexandre Lacroix estudia los riesgos asociados a las iniciativas de superación personal que, con frecuencia, se emprenden al regreso de las vacaciones.

Cuando se busca la maestría en una rama del saber, el camino limita a cada paso nuestro margen de acción, señala Lacroix, y nos conduce a un destino sofocante, lleno de los problemas y soluciones inventariados por otros, y donde una erudición insana compromete la creatividad. Macedonio Fernández, escritor y filósofo argentino, decía que la erudición atrofiaba el talento, describiéndola como una manera aparatosa de no pensar; idea compartida por Nietzsche, que avisaba del riesgo de estar leídos hasta la ruina.

Junto a esa pérdida de libertad, la búsqueda de la maestría en una rama del saber también limita el encanto e inocencia que otorgan los fallos juveniles. Música y literatura son campos donde muchos autores, a medida que progresan en el pulido de sus obras, más equilibradas y con sus carencias mejor ocultas, van perdiendo ese ardor y emoción que parecen patrimonio de los primeros pasos.

Cuando nuestra aspiración es ética, y exigimos que lo verdadero sea la puerta que abra todas nuestras relaciones, corremos el peligro de caer en la intransigencia o la vulnerabilidad, bien porque negamos, en el primer caso, la entrega del discurso que los demás quieren recibir, pudiendo manipular las situaciones hacia el  interés propio, bien porque la expresión verdadera de nuestros pensamientos, en el segundo, nos convierte en seres menos políticos, heraldos de una verdad sospechosa, que nunca es compartida del todo y por todos, porque no hay una verdad única.

A los riesgos mencionados cabría añadir el contrasentido de todo programa de superación personal, que aspira a  liberarnos de un yo anterior mediante la obediencia a unas reglas distintas, pero tan rigurosas y esclavizantes como aquellas que quieren derruir. El filósofo rumano Mircea Eliade sostenía, en 1938, que no solo la obediencia o disciplina otorgan al hombre su dignidad, sino también un fin a su existencia. Ese mensaje, formulado en un contexto político (y cuál no lo es), sirve para tomar cautela  frente a los programas de superación personal que, partiendo de una fe infinita en el hombre, aspiran a concederle un fin a su existencia mediante la obediencia a unos dictados que, ay, muchas veces acaban por ser antes el fin de la existencia.

Debemos valorar la pérdida que acarrearán, en nuestra creatividad, ardor y emoción, la suma de conocimientos, o en nuestras relaciones la apuesta firme de verdad, por seguir los ejemplos que plantea Lacroix, quien se pregunta si los proyectos de superación personal no deberían, más bien, frenar nuestro motor de mejora continua. Los fascículos de aprendizaje de idiomas, modelismo, jardinería y otras artes que, cada mes de septiembre, inundan los quioscos, muestran la distancia a ese objetivo y la necesidad de atender a sus palabras.

Frenar nuestro motor de mejora continua, por último, alude a la imposibilidad de corregir lo  que nos rodea e impide tal mejora. Más que un fracaso o rendición de la voluntad, hay que asumir este límite con profundo alivio. En vez de buscar nuestras versiones mejoradas a cada regreso de las vacaciones, el camino a la felicidad puede venir si aceptamos la vida, de una vez por todas, tal y como es,  descubriendo la alegría y dulzura que en ella residen, y que sobran para amarla como viene, sin someternos ni someterla a ningún cambio. De esa forma opinaba San Francisco de Asís, para quien ese agradecimiento y amor que le debemos a la vida son tan amplios que abarcan la muerte, a la que él cantó llamándola hermana.

Y ese amor a la vida que canta San Francisco de Asís exige mirarla con atención, más aún en un mundo que la ha roto en mil fragmentos o multitareas. De ahí que sean pertinentes las palabras de Simone Weil, que atribuía más importancia a la atención que a la voluntad; a contemplar la vida antes que a discurrir maneras de mejorar nuestra posición en ella. Simone Weil sabía que la motivación era inestable y efímera, que nunca terminaríamos esa colección de fascículos y que el mes de septiembre, anunciado como el escenario donde explotar nuestro potencial, acabaría pronto; que lo importante era cambiar nuestra forma de ver el mundo, proyectando la atención, siempre la atención, hacia lo bueno y lo malo.

Ese podría ser, como resumen, nuestro objetivo de mejora continua tras frenar el motor de mejora continua: salir del ego, entrar en el mundo y atender a todo el bien y el mal que lo habitan. De esa forma lograremos existir, verbo cuya etimología se refiere a colocarse fuera de, alejándonos de nuestro ego para simpatizar con los otros, atendiendo a sus vidas que acaban entrelazadas con la nuestra. Al regreso de las vacaciones, y contra la esclavitud de los programas de mejora continua, la libertad de existir junto a los demás nos devuelve a nuestra naturaleza de seres colectivos, continuamente colectivos, felizmente colectivos.

El ruido de los árboles al caer (un elogio a la atención)

I
Si en  un bosque cae un árbol pero nadie lo escucha, ¿hace ruido? Esta pregunta, formulada por Berkeley en 1710, no sólo cuestiona la realidad —su observación y conocimiento—, sino que plantea la posibilidad de una realidad no percibida: miles de árboles que caen sin que nadie los escuche, y que sin embargo existen.

II
Hay árboles que intentan huir de su soledad. Se acercan unos a otros siguiendo el curso de los ríos, o las faldas de una montaña, o los pliegues amplios de un valle. En su hermanamiento hay una ética de la supervivencia, porque juntos aspiran a existir y ser percibidos.

Es viernes 5 de noviembre de 1926 en el Palau de la Música Catalana. En el programa de mano del Concerto para clave, su autor, Manuel de Falla, escribe:

«Por convicción y por temperamento soy opuesto al arte que pudiéramos llamar egoísta. Hay que trabajar para los demás: simplemente, sin vanas y orgullosas intenciones. Sólo así puede el Arte cumplir su noble y bella misión social».

Termina el concierto y la noche y el frío recorren las calles. Los árboles, a su manera, se abrigan formando una confusión de ramas.

III
Hay árboles que caen solitarios porque no pueden caer de otra manera. Árboles, pero también personas o proyectos —si es que no son lo mismo—, que se apartan del mundo, porque ellos sustituyen al mundo, porque ellos lo crean y después ellos viven y después ellos mueren y, como toda muerte, lo hacen en soledad.

James Joyce exigía del lector, a propósito de su novela Finnegans Wake (1939), un compromiso tan arduo como lo fue el de su escritura. Afirmaba que en su libro residía el inicio y el fin del mundo, construido mediante un puente largo y caótico donde sonaban dieciocho lenguas simultáneas. Al lector que acepta el desafío, la novela lo aturde y lleva desde una orilla de caos a otra orilla de caos, que es la inicial. Se concluye  que el yo es incapaz de comunicarse, porque la realidad es ilegible, y sólo cabe la muerte de ese yo como salida de una sociedad que, precisamente, se fundamenta en la comunicación.

IV
Hay árboles que no quieren serlo. Desearían convertirse en humanos, y así nos lo narra el maestro Pablo Pérez desde el Teatro Monumental de Madrid cuando, apagadas las luces, se gira hacia el público y, con oratoria de teatro griego, declama estas palabras:

«Cuando Zaratustra tenía treinta años abandonó su patria y el lago de su patria y marchó a las montañas. Allí gozó de su espíritu y de su soledad y durante diez años no se cansó de hacerlo. Pero al fin su corazón se transformó, y una mañana, levantándose con la aurora, se colocó delante del sol y le habló así:

¡Gran astro! ¡Qué sería de tu felicidad si no tuvieras a aquellos a quienes iluminas! Durante diez años has venido subiendo hasta mi caverna: sin mí, mi águila y mi serpiente te habrías hartado de tu luz y de este camino. Pero nosotros te aguardábamos cada mañana, te liberábamos de tu sobreabundancia y te bendecíamos por ello. ¡Mira! Estoy hastiado de mi sabiduría como la abeja que ha recogido demasiada miel, tengo necesidad de manos que se extiendan. Me gustaría regalar y repartir hasta que los sabios entre los hombres hayan vuelto a regocijarse con su locura, y los pobres, con su riqueza. Para ello tengo que bajar a la profundidad como haces tú al atardecer, cuando traspones el mar llevando luz incluso al submundo, ¡astro inmensamente rico! Yo, lo mismo que tú, tengo que hundirme en mi ocaso, como dicen los hombres a quienes quiero bajar. ¡Bendíceme, pues, ojo tranquilo, capaz de mirar sin envidia incluso una felicidad demasiado grande! ¡Bendice la copa que quiere desbordarse para que de ella fluya el agua de oro llevando a todas partes el resplandor de tus delicias! ¡Mira! Esta copa quiere vaciarse de nuevo, y Zaratustra quiere volver a hacerse hombre.

Así comenzó el ocaso de Zaratustra… ».

Y así comenzó, al volverse hacia los músicos, la obra de Strauss, que es también la de todos los árboles, personas o trayectos que, un día, se descubren extraños de sí mismos.

V
Hay árboles tristes cuyas ramas aguardan actos suicidas. Esos árboles, en ocasiones, alzan sus brazos, deshacen la soga y se mantienen rígidos, sin caer, sin agitar sus ramas, sin traslucir el abatimiento callado que los domina.

En la ciudad alemana de Heiligenstadt, un miércoles del mes de octubre de 1802, Beethoven escribe una carta despidiéndose del mundo. Deja tres huecos vacíos donde debía informar del nombre de su hermano Johann: Beethoven detesta escribir aquello que le duele. Para Beethoven, igual que para Joyce, la vida consiste en comunicarse con los otros. Pero Beethoven ya es sordo y se lamenta  porque no puede escuchar el sonido de una flauta, el canto de un pastor. Su salvación, que también es la nuestra, pasa por el arte, y en la misma carta —que nunca llegó a enviar, y que siempre guardó como una suerte de talismán—, concluye:

«Es sólo el arte lo que me salvó. No era posible dejar el mundo sin dar antes lo que sentía germinar en mí, y así que he prolongado esta vida miserable, verdaderamente miserable, con un cuerpo tan sensible al que todo cambio un poco brusco puede hacer pasar del mejor al peor estado de salud. Paciencia, es todo lo que me debe guiar ahora, y así lo hago».

VI
Hay árboles solitarios, hay árboles sociales, hay árboles solitarios que buscan ser sociales y hay árboles sociales que buscan ser solitarios; hay también árboles que no querrían serlo y hay árboles tristes pero cuyas ramas son fuertes, más fuertes que su propia tristeza, y resisten la tentación de venirse abajo.

Todos los árboles hacen ruido al caer cuando nosotros, también árboles, atendemos a su sonido.