El ruido de los árboles al caer (un elogio a la atención)

I
Si en  un bosque cae un árbol pero nadie lo escucha, ¿hace ruido? Esta pregunta, formulada por Berkeley en 1710, no sólo cuestiona la realidad —su observación y conocimiento—, sino que plantea la posibilidad de una realidad no percibida: miles de árboles que caen sin que nadie los escuche, y que sin embargo existen.

II
Hay árboles que intentan huir de su soledad. Se acercan unos a otros siguiendo el curso de los ríos, o las faldas de una montaña, o los pliegues amplios de un valle. En su hermanamiento hay una ética de la supervivencia, porque juntos aspiran a existir y ser percibidos.

Es viernes 5 de noviembre de 1926 en el Palau de la Música Catalana. En el programa de mano del Concerto para clave, su autor, Manuel de Falla, escribe:

«Por convicción y por temperamento soy opuesto al arte que pudiéramos llamar egoísta. Hay que trabajar para los demás: simplemente, sin vanas y orgullosas intenciones. Sólo así puede el Arte cumplir su noble y bella misión social».

Termina el concierto y la noche y el frío recorren las calles. Los árboles, a su manera, se abrigan formando una confusión de ramas.

III
Hay árboles que caen solitarios porque no pueden caer de otra manera. Árboles, pero también personas o proyectos —si es que no son lo mismo—, que se apartan del mundo, porque ellos sustituyen al mundo, porque ellos lo crean y después ellos viven y después ellos mueren y, como toda muerte, lo hacen en soledad.

James Joyce exigía del lector, a propósito de su novela Finnegans Wake (1939), un compromiso tan arduo como lo fue el de su escritura. Afirmaba que en su libro residía el inicio y el fin del mundo, construido mediante un puente largo y caótico donde sonaban dieciocho lenguas simultáneas. Al lector que acepta el desafío, la novela lo aturde y lleva desde una orilla de caos a otra orilla de caos, que es la inicial. Se concluye  que el yo es incapaz de comunicarse, porque la realidad es ilegible, y sólo cabe la muerte de ese yo como salida de una sociedad que, precisamente, se fundamenta en la comunicación.

IV
Hay árboles que no quieren serlo. Desearían convertirse en humanos, y así nos lo narra el maestro Pablo Pérez desde el Teatro Monumental de Madrid cuando, apagadas las luces, se gira hacia el público y, con oratoria de teatro griego, declama estas palabras:

«Cuando Zaratustra tenía treinta años abandonó su patria y el lago de su patria y marchó a las montañas. Allí gozó de su espíritu y de su soledad y durante diez años no se cansó de hacerlo. Pero al fin su corazón se transformó, y una mañana, levantándose con la aurora, se colocó delante del sol y le habló así:

¡Gran astro! ¡Qué sería de tu felicidad si no tuvieras a aquellos a quienes iluminas! Durante diez años has venido subiendo hasta mi caverna: sin mí, mi águila y mi serpiente te habrías hartado de tu luz y de este camino. Pero nosotros te aguardábamos cada mañana, te liberábamos de tu sobreabundancia y te bendecíamos por ello. ¡Mira! Estoy hastiado de mi sabiduría como la abeja que ha recogido demasiada miel, tengo necesidad de manos que se extiendan. Me gustaría regalar y repartir hasta que los sabios entre los hombres hayan vuelto a regocijarse con su locura, y los pobres, con su riqueza. Para ello tengo que bajar a la profundidad como haces tú al atardecer, cuando traspones el mar llevando luz incluso al submundo, ¡astro inmensamente rico! Yo, lo mismo que tú, tengo que hundirme en mi ocaso, como dicen los hombres a quienes quiero bajar. ¡Bendíceme, pues, ojo tranquilo, capaz de mirar sin envidia incluso una felicidad demasiado grande! ¡Bendice la copa que quiere desbordarse para que de ella fluya el agua de oro llevando a todas partes el resplandor de tus delicias! ¡Mira! Esta copa quiere vaciarse de nuevo, y Zaratustra quiere volver a hacerse hombre.

Así comenzó el ocaso de Zaratustra… ».

Y así comenzó, al volverse hacia los músicos, la obra de Strauss, que es también la de todos los árboles, personas o trayectos que, un día, se descubren extraños de sí mismos.

V
Hay árboles tristes cuyas ramas aguardan actos suicidas. Esos árboles, en ocasiones, alzan sus brazos, deshacen la soga y se mantienen rígidos, sin caer, sin agitar sus ramas, sin traslucir el abatimiento callado que los domina.

En la ciudad alemana de Heiligenstadt, un miércoles del mes de octubre de 1802, Beethoven escribe una carta despidiéndose del mundo. Deja tres huecos vacíos donde debía informar del nombre de su hermano Johann: Beethoven detesta escribir aquello que le duele. Para Beethoven, igual que para Joyce, la vida consiste en comunicarse con los otros. Pero Beethoven ya es sordo y se lamenta  porque no puede escuchar el sonido de una flauta, el canto de un pastor. Su salvación, que también es la nuestra, pasa por el arte, y en la misma carta —que nunca llegó a enviar, y que siempre guardó como una suerte de talismán—, concluye:

«Es sólo el arte lo que me salvó. No era posible dejar el mundo sin dar antes lo que sentía germinar en mí, y así que he prolongado esta vida miserable, verdaderamente miserable, con un cuerpo tan sensible al que todo cambio un poco brusco puede hacer pasar del mejor al peor estado de salud. Paciencia, es todo lo que me debe guiar ahora, y así lo hago».

VI
Hay árboles solitarios, hay árboles sociales, hay árboles solitarios que buscan ser sociales y hay árboles sociales que buscan ser solitarios; hay también árboles que no querrían serlo y hay árboles tristes pero cuyas ramas son fuertes, más fuertes que su propia tristeza, y resisten la tentación de venirse abajo.

Todos los árboles hacen ruido al caer cuando nosotros, también árboles, atendemos a su sonido.

3 pensamientos en “El ruido de los árboles al caer (un elogio a la atención)

  1. Si un escritor escribe y nadie le lee, ¿desaparecen las palabras en el papel?
    Gracias por compartir tus textos.
    Espero que mucha gente te lea.

    • ¡Muchas gracias Virginie! Pues sí, es una buena reflexión la tuya… me parece que mucha de mis palabras han desaparecido del papel (y quizás es lo mejor que ha podido ocurrir, jejeje)…

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