Riesgos del pasado

 

—Pues no ha estado mal este concierto de Shostakovich. No lo conocía.

Quien me habla es un abonado al ciclo sinfónico de la Orquesta Nacional de España. Alguien que, durante el verano, gastó 348 euros en veinticuatro conciertos. Alguien a quien le sorprende —la novedad del desconocimiento— un concierto que Shostakovich estrenó, él mismo al piano, en el otoño de 1933, hace casi noventa años. Creo que cierta miopía a la hora de programar —ese regreso cíclico a idénticas piezas— se ha transmitido al público, adormecido en su curiosidad, intenso sólo cuando reconoce una música familiar, pero incapaz de ponerse las gafas de lejos, y mirar, y escuchar. Preocupa pensar que los abonados, a quienes se supone un interés por la música clásica, ni siquiera hagan el esfuerzo —basta un doble clic— de escuchar las obras antes de acudir al concierto y que, si el programa sorprende con algo nuevo —sea un estreno, sea una partitura olvidada—, la misma se celebre —muy pocas veces: cuesta mirar a lo lejos cuando la vista de cerca está cansada— o maldiga —que es lo habitual: tan a gusto que estábamos sin escucharla— y se acabe concluyendo, con los hombros alzados, los brazos abiertos, en el agradecido descanso, que claro, que en una temporada tiene que haber de todo —leyendo entre líneas: lo conocido y lo prescindible— y que entre Novenas de Beethoven y Quintas de Mahler, que claro, que algo más —resignación— hay que poner.

En ese salto al vacío que es programar un riesgo, frente a un público que —me temo— no espera ya de la música un elemento de sorpresa sino, más bien, la confirmación de un recuerdo, llegó Shostakovich con su habitual cascada de estados de ánimo. Por si ello no fuera poco, de su maleta de sorpresas extrajo una inusual mezcla de piano, orquesta y trompeta. Todo pintaba para el desastre, todo fue un éxito: es lo que ocurre cuando suena uno de los mejores compositores del siglo XX. Privados de la obertura Orestíada de Taneyev, con ese final tan wagneriano, la primera parte arrancó con Shostakovich y su Concierto para piano y trompeta número 1 en do menor, opus 35. El pianista francés Bertrand Chamayou, natural de Toulouse, y con fantásticas grabaciones de Schubert y César Franck, supo dar a la obra esa mezcla de comicidad, fuerza y lirismo; tampoco olvidó, con marcada intención, recordar todas las referencias que giran alrededor de esta obra: Beethoven, Bach, Haydn e incluso el mundo del jazz. En el Allegro con Brio final reluce magnífica la trompeta, hasta entonces relegada en la partitura. A Manuel Blanco, grandísimo músico, le debió saber a poco su intervención. Ello, unido a lo habituado que está Chamayou a los dúos —fantástica su grabación con Sol Gabetta— sirvieron para el goce de dos páginas de propina muy interesantes, Imitando a Albéniz, de Schedrin, y en especial la emotiva Nana  de Falla [En el concierto del domingo 1 de octubre, emitido por Radio Clásica, uno un tercer regalo: Adiós Granada, también de Shostakovich).

La segunda parte del concierto la ocupó la Sinfonía número 1 en sol menor, opus 13, de Tchaikovsky. Como suelo hacer cada vez que suena Tchaikovsky, y siempre que las localidades libres así lo permiten, intento sentarme próximo a los contrabajos, y admirar así de cerca la exigencia técnica que sus obras obligan para este instrumento. Bajo la dirección de Semyon Bychkov, la Orquesta Nacional sonó muy equilibrada, con un dominio fuerte de las cuerdas y un papel más comedido de la percusión. Como en anteriores escuchas, sigo pensando que lo más divertido de esta obra es que me confunde el orden cronológico. Al iniciarse el primer movimiento —otra vez más— me pongo en pie y grito: ¡parad, parad, que estáis tocando Sibelius! Y un brazo me retiene, me devuelve al asiento, me dice: Dani, que es al revés, que Sibelius es posterior. Es verdad, es verdad —respondo agitado aún en mi error.

No sólo su impacto, sino su origen: la obra en sí es también una patada al calendario en que fue escrita, a las convenciones musicales del momento, al museo del pasado que muchos —empezando por Rubinstein— querían hacer de la música sinfónica. Tchaikovsky escribe en un papel nuevo. Un punto y aparte. Nos pide paciencia, darle tiempo, el mismo tiempo y el mismo esfuerzo que a él le ha exigido su composición. Esto ocurre en 1868, y hay que restregarse los ojos para darse cuenta que esa fecha es correcta, que no se trata de un error tipográfico, y que hoy, en 2017, nos llega, casi como nuevo, el premio de su riesgo

El mismo riesgo que deberíamos nunca perder al acercarnos a la música. Riesgo para hacer doble clic en música nueva, riesgo para abrir la puerta a programaciones desconocidas. Si la vida interesa es por lo inesperado. Aquello que sucede cuando estábamos mirando hacia otro lado, cuando centrábamos la atención en pequeños problemas que —basta un instante— pierden cualquier relevancia. Reducir nuestra experiencia a lo ya conocido, lo inmanente, anulando el elemento sorpresa, hace de la vida un lunes perpetuo. Se puede despertar de la amnesia a la que conducen las programaciones circulares, se puede cambiar la ruta. Si nos sorprendería saber de alguien que lee el mismo libro una y otra vez, o quien —con asombroso orgullo— afirma haber visto una misma película infinitas veces, cómo no entristecerse por esas infinitas oportunidades perdidas a salirse del camino, y explorar. Seguir el tedio de los cauces provoca la ignorancia hacia lo no reiterado, como esas carreteras americanas que repiten una y otra vez los mismos carteles publicitarios, los mismos hoteles y las mismas hamburgueserías y los mismos centros comerciales. En la programación reciente de la OCNE existe audacia, pero debemos responder a su desafío con un agradecimiento —aquí lo dejo— y con una exigencia por más sorpresas, no alzando con asombro los hombros al descubrir una pieza que tiene ya casi un siglo y que la compuso uno de los mejores autores de siglo XX: Shostakovich. De lo contrario, quedaremos dominados por las rutas de lo cotidiano, seremos incapaces de salir de esa amnesia de la música circular, y, como a través de una rendija, sólo alcanzaremos a decir, y con cierta sorpresa de nosotros mismos:

—Pues no ha estado mal este concierto de Shostakovich. No lo conocía.

Un nuevo giro de Mahler

La temporada 2017/2018 de la Orquesta y Coro Nacionales de España (OCNE) se inició el viernes 15 de septiembre. A nadie sorprendió el éxito de la convocatoria: la presencia de su director principal, David Afkham, dos obras de repertorio en atriles —el Concierto para piano y orquesta en la menor; opus 54, de Schumann, la Sinfonía número 5 de Mahler— y Javier Perianes al piano, eran suficientes razones para que la velada fuera viento en popa. En el público que abarrotó la sala, antes incluso de sonar la primera nota, habitaba esa sensación feliz de éxito anticipado, pero también de regalo inmerecido por acudir a una formación que, cada año, suena mejor, y a precios siempre ajustados. Había también las ganas acumuladas de volver a escuchar música después del verano, pero, con todo, no hay que olvidar el efecto favorable que ha tenido para la OCNE la diáspora de la Orquesta de Radio Televisión Española, y que ha supuesto la llegada natural de nuevos abonados. Bienvenidos sean, aunque por motivos que no tienen nada de positivo.

En las notas al programa señala Gonzalo Lahoz la importancia que tuvieron las mujeres en los dos compositores escuchados. Clara Wieck fue el amor de la vida de Schumann, y también la solista que estrenó el concierto un 4 de diciembre de 1845, cuando Schumann tenía treinta y cinco años. Dos siglos más tarde, en una calurosa tarde de Madrid, las manos de Perianes (Huelva, 1978) regresaban a la partitura, y pocas veces he sentido como espectador, desde mi butaca en los bancos del coro, que el estilo de un intérprete y la obra encajen con tanta perfección. Parecía como si Schumann hubiera escrito la obra para ese fraseo lírico de Perianes, humilde, de falsa sencillez, siempre volcado hacia lo romántico. Parecía también como si Perianes hubiera nacido sólo para hacer sonar esas páginas tan emotivas, delicadas, y en las que flota un ambiente de jardín privado, de aparente improvisación. Si hacer fácil lo complicado es la señal de un virtuoso, Perianes lo es. Cabe la duda de escucharle frente a obras que exijan de un aire menos romántico y más enérgico. Duda que no resolvió el bis, donde tocó una pieza lánguida de Grieg.

La segunda mujer del programa, detrás del segundo compositor, era Alma Schindler. Una mujer clave en la historia de la música, pues a ella dedicó Mahler su Adagietto para cuerda y arpa, que Visconti llevó al cine en su película Muerte en Venecia, adaptación de la novela de Thomas Mann. Si la novela, en manos de Visconti, es la liberación filmada de un deseo reprimido, en Britten, y gracias a su ópera de idéntico título, será el epítome del final de una época, tanto personal como histórica; una deriva a todos los niveles, más profunda que la represión del deseo homoerótico, y que se aproxima más a la idea literaria de Mann. Uno y otro, Visconti y Britten, también Mann, comparten con Mahler el amor como medio para asomarse al abismo, y no caer.

La Orquesta Nacional de España sonó firme y contundente en la Quinta, pero escuchando a Mahler uno no puede dejar de lamentar toda la otra música que resta en silencio, invadida por la obsesión reciente hacia el compositor austríaco. Si no fuera una tarea cansada, tan extenuante como a veces su música, me gustaría calcular el número de horas que se han programado de Gustav Mahler en las temporadas recientes, tanto de este ciclo de la OCNE como de otros promotores. Mi malestar no es tanto por su música —no voy a negarlo: me emociona y conmueve en muchos momentos— sino más bien porque, en la miopía de las modas, se relega al silencio todo lo que hay alrededor de una obsesión. Lo olvidado mengua su interés y sólo la fuerza decidida de directores valientes puede cambiar la situación. En Mahler hay mucho de admiración reciente pero también de olvido general. Lo admito: recelo siempre de los fenómenos mayoritarios, donde hay tanto de adhesión justificada como de religión fanática, tanto de valor como de dogma sometido a la tiranía del instante. De ahí que volver a escuchar a Mahler, otra vez más, me haga pensar en todas esas voces silenciosas, en partituras dos plantas más abajo, llenándose de polvo, pero también en la esperanza dulce de un mesías que, con su luz, se atreva a cambiar la dirección y nos oriente y asome hacia nuevos abismos. Muchos, tan silenciosos como esas mismas voces, lo aguardamos.

El desconcierto de la curiosidad

Ferruccio_Busoni,_Vienna,_1877

Tener la valentía para desviarse de los cauces del repertorio, dando la espalda a los tótemes que decoran los frisos, que nos observan desde sus bustos de mármol, adentrarse en un bosque de sonidos desconocidos, de ramas que son pentagramas y frutas que son notas, tener la decisión y la habilidad de avanzar entre música nueva, en una búsqueda guiada con la ayuda de un sismógrafo llamado curiosidad, y finalmente detenerse en un claro del bosque, allí es, agacharse, silencio, cruje el suelo, y en el suelo limpiar de tiempo una partitura, sonreír, guardarla en la mochila, y que ese tesoro, por un accidente de terquedad, valentía y optimismo, acabe en los atriles de la orquesta.

Los aficionados, pocos, que nos acercamos el sábado 20 de febrero al auditorio, sabíamos que sobre el escenario podía ocurrir algo maravilloso o lo contrario. Cuando uno se sienta en su butaca llamado por un programa e intérpretes conocidos, sólo cabe el aplauso: la adhesión inmediata a una obra mentalmente memorizada y de la que nuestro cerebro musical exige la excelencia. Por ese muro de expectativas muchas veces ocurre que lo que debería ser un triunfo no lo es, como me sucedió recientemente, también con la OCNE, escuchando la Sexta de Brückner. Por ese misterio que era enfrentarse el sábado al concierto de Busoni, sin presiones canónicas, con una sensación privilegiada de exclusividad, y porque la obra hallada fue un acierto, el resultado fue un éxito. La orquesta sonó como una estampida cuando así lo exigía el director, y con precisión y control cuando lo pedían los movimientos más lentos. El joven pianista Vadym Kholodenko también parecía venir de una región desconocida, como si la partitura memorizada, de longitud bíblica, y equivalente a un temario de notarías, le hubiera obligado a encerrarse en ese mismo bosque dominado de sonidos, pero que nadie escucha, y por lo tanto silencio.

Después de más de una hora, el coro masculino del Cantico cerró el concierto. El techo del auditorio se llenó con un mensaje optimista, como protegiéndonos del exterior que nos esperaba. Ese regreso difícil de regiones celestes a un mundo de partidos de fútbol y aceras sucias, de hipotecas y sueños sin realizar. Pero dentro del auditorio vivíamos otra realidad, como habitantes de catacumbas. Todos los que coincidimos allí el pasado sábado, coro y orquesta y director y pianista de un lado, y el público en el otro, compartimos esa sensación rara de regalo inmerecido, de estar viviendo un asombro que, en sí mismo, era un momento último. Conscientes de que la obra había salido del bosque, y que cuando el sonido se marchara lo haría para no volver. Porque es muy posible que nadie vuelva a escuchar nunca en directo el concierto para piano y orquesta de Ferruccio Busoni. La partitura retornará al silencio de ámbar del bosque y quedará, en los que asistimos a tocarla, la alegría perpetua del recuerdo. Lo bien hecho suele borrar las huellas del esfuerzo, en este caso, el sudor de quien caminó por un sendero diferente, llegó hasta la obra, y la compartió con nosotros. Colocar nuevas partituras en atriles significa abrir las puertas a nuevas emociones, pero parece que muchos aficionados, ay, no se atreven a abrirlas. Por eso que sólo queda felicitar a quien busca explorar nuevos caminos, y animarle a que no cese en su valentía. Cuenta con nuestra curiosidad.

https://www.youtube.com/watch?v=FH60TO4egW04egW0

Maldita música

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Como si la historia de la música no fuera ya un magnífico hilo conductor, la programación del auditorio de Madrid para la temporada 2015/2016 se anuncia apoyada por un título genérico. Se trata de Malditos. Denominación que me trae la visión romántica del artista asomado al abismo, dejando a la espalda tiempos de oscuridad e ignorancia, abrazando un tiempo nuevo dominado por la razón, la ciencia y el respecto a la humanidad. Este título tan atractivo es, sin embargo, difícil de integrar coherentemente con el programa ofrecido. Pretender que obras tan dispares como las de Brahms, Debussy, Mozart o Shostakovich sean iluminadas por un mismo neón, sólo puede ser explicado por esa maravilla, inexplicable en sí misma, que es la evolución artística. Tratar de unirlas con una misma etiqueta, y pese a su indudable interés, es más bien consecuencia de ese gusto actual por catalogar y uniformizar, dotando a las temporadas de un nexo que, aunque pueda gustar, ¡y gusta!, no tiene por qué existir. Decía Daniel Gatti que un concierto no tiene por qué ser líneal o coherente en su estilo. En el interludio, «la gente charla, fuma, toma un café, y ya se ha despejado para abrirse a otros lenguajes». Si este argumento que comparto se aplica al espacio de un solo concierto, cómo no va a ser transitivo a toda una temporada. Por eso que debemos celebrar lo atrayente del leit motiv como un punto de partida, como una forma de analizar cada obra o compositor, individualizados dentro de una corriente historiográfica que los supera, y evitar la búsqueda de una coherencia global de elementos dispares. Dejemos esas piruetas circenses de algunos musicólogos, que pretenden convencernos de que dos más dos son cinco, y buceemos en la música, un mundo en el que, si uno se engancha, puede llegar a creer que dos más dos son cinco.

Y en la temporada 2015/2016 hay mucha música por disfrutar. Se abre con la Segunda de Mahler, y en la batuta el director titular David Afkham. Para neófitos de Mahler, el número de orden de sus sinfonías tiene una función didáctica: conocer el creciente grado de locura musical. Así, la Primera Sinfonía, o Titán, es todavía un ejercicio de sobriedad, contención, de ideas con un principio y un final y un todo con un significado. En línea con este razonamiento, la sinfonía número 8 es de diagnóstico clínico: si conoces a alguien que disfruta con ella, ¡huye! Posiblemente él lo ha hecho de la López-Ibor, y unos hombres de bata blanca se acercan desde el final de la calle. En términos alimenticios, las últimas sinfonías de Mahler son como esas bolsas variadas de frutos secos, que uno abre sin saber si va a masticar la cáscara de un pistacho, una almendra amarga o un kiko. Todo pringoso, todo mal mezclado, todo caloría y sal, repitición si no plagio. Un tutti frutti de sonidos. Algún día (y tal vez entonces hagan falta esos hombres de blanco que ya están cerca) un tribunal dictaminará las razones de ese reciente amor yihadista hacia Mahler. Pero la locura no aplica, por la razón numérica expuesta, a la Segunda Sinfonía, primer éxito comercial de su compositor, y que se abre con un ventanal de energía de cellos y bajos en tremolo fortissimo. Una obra extensa, espectacular, de gran presupuesto sonoro. Queda por saber cómo gestionará Afkham, con su naturaleza comedida y sobria, una obra de alto rango dinámico y una orquesta con tendencia al sobregiro.

Otro momento destacado, y estamos aún en la segunda semana, será la presencia del pianista noruego Leif Ove Andsnes, que tocará el bien conocido Concierto para piano y orquesta número 20 de Mozart. Leif Ove Andsnes viene con el premio de la BBC Music Magazine en la mochila, reconocimiento a la mejor grabación del año para los conciertos de piano número 2 y 4 de Beethoven. Se debe remarcar que en esta grabación para Sonny Classical es el propio Andsnes quien conduce a la Mahler Chamber Orchestra. En la entrevista para el número de mayo de 2015 de la citada publicación, el pianista lanza una demoledora crítica al papel de las batutas: «If you rehearse a lot and everyone feels this together, then you don´t need to stand there and follow my stick» («Si ensayas con frecuencia y los músicos sienten lo mismo, no necesitas que nadie esté ahí siguiendo la batuta»). Como si el director artístico de la OCNE hubiera recogido esas palabras antes de ser pronunciadas, y sin llegar a extremos de tocar sin maestros, la temporada 2015/2016 detiene al menos el sinsentido económico y musical de la rotación semanal de directores: David Afkham presentará ocho conciertos, y Juanjo Mena otros tres. En sólo dos grandes batutas se va a a gestionar casi la mitad de toda la temporada. Ojalá que la línea a seguir sea esta, lo que pemitirá profundizar en el sonido de la formación, y dejar el espacio a lo que nos levantan de los asientos: los solistas.

Y de solistas habló Félix Alcaraz, director artístico de la OCNE. Pienso que acertó al no revelar el programa concierto a concierto. La gala fue más ágil, centró la atención en los excelentes momentos de videoarte, y multiplicó la curiosidad por hacerse con el programa a la salida. De los solistas me alegré al ver los nombres de los pianistas Christian Zacharias y Mitsuko Uchida, de la violinista Janine Jansen (¡qué foto!) y, cómo no, del barítono galés Bryn Terfel, a quien Gerard Mortier «le dio la llave de oro», siguiendo sus propias palabras, al escucharle cantar «La flauta mágica» de Mozart en 1991. Al auditorio aterrizará Bryn Terfel a mediados del mes de enero en el papel de «El holandés errante» de Wagner; ojalá que se represente sin interrupciones, siguiendo así las instrucciones del compositor alemán. Un apunte: que la Nacional de España se embarque en óperas es para mí, abonado también del Real, un regalo inmerecido. Supongo que los músicos de la OCNE no pensarán lo mismo, porque la duración de algunas óperas les exige de un plátano o un trozo de fuet colgando del atril. La ópera de Wagner, sin embargo, considero que es una obra muy bien elegida: su duración no es excesiva y puede defenderse sin todo su aparato teatral. Y como pedir es gratis, ojalá que algún año podamos escuchar en el auditorio esa maravilla de Glück llamada Alceste, un compositor del que ya escuchamos su ópera Orfeo y Eurídice en versión concierto bajo la dirección de Josep Pons.

Vuelvo a casa leyendo el programa con la avidez de un comic. Al mismo tiempo voy escuchando en mi cabeza las obras que conozco, y lo hago abreviándolas, haciéndolas avanzar en apenas unos segundos desde su principio a su final. Me viene a la memoria cuando de niño adelantaba las cintas de cassette girándolas sobre un lapicero. Y con un lapicero apunto la Séptima de Beethoven (su segundo movimiento es para mí de lo mejor que escribió Beethoven), el Réquiem de Fauré y la Sexta de Brückner. Esta última tuve la suerte de escucharla con la Orquesta Sinfónica de Chicago, dirigida por Mutti, y aún recuerdo la explosión final de alegría de un espectador el cual, como si se tratara de un partido de baloncesto, se levantó, puño en alto, y empezó a gritar en bucle: ¡yes, yes, yes!. O más bien: ¡YES, YES, YES! Así que redondeo la obra, y escribo: YES. También salivo, pero de curiosidad, por el concierto de violín de Thomas Adès, compositor que conocí con una obrita maravillosa llamada Arcadiana, y de la que hace algunos meses puse el enlace a uno de sus movimientos (https://www.youtube.com/watch?v=nP5__SSf3dk).Y no redondeo, porque ya lo hace él solo, la programación de un gran número de obras de Brahms que dirigirá Afkham, a quien me hubiera gustado escuchar en la gala.

Si redondeo en lápiz estas obras no es tanto para recordarlas, como más bien una alerta a los demás: el aviso para que mis padres y amigos vengan también a disfrutar de esos conciertos. Tener en Madrid una orquesta de esta calidad, con solistas de prestigio, programaciones acertadas, y a un precio más que razonable, es un privilegio del que uno solo se da cuenta que existe cuando no lo tiene. Por eso que estos trazos de lapicero son la llamada a una fascinación futura, y que espero además sea compartida. Qué difícil es explicar el gusto por la música, y qué difícil transmitir la alegría a un porvenir de veinticuatro conciertos. Veinticuatro sábados que no terminan después de los aplausos, sino volviendo a casa y tatareando alguna melodía, con esa felicidad rara y única que da compartir la belleza, o conciertos que continúan luego en el vestíbulo del auditorio, las risas, los teléfonos móviles actualizándose, los saludos y las despedidas, y luego acodado en un bar próximo comentando todo lo ocurrido con algunos de mis amigos músicos: yo quiero saber de ellos la intrahistoria del concierto. Ellos saber de mí qué ha sentido ese misterio oscuro de toses y aplausos para el que tocan cada semana. Unos y otros bebemos cerveza hasta que el dueño da la vuelta a las sillas, las sube sobre las mesas. ¿He bebido demasiado, y la realidad está del revés, o efectivamente los taburetes están boca abajo? Voy al baño, vuelvo del baño, y en el camino toco madera: sí, están boca abajo, cierran el bar. Es tarde, estoy cansado, algo borracho, y es hora de volver. Ay, malas compañías las de estos malditos músicos. ¿He dicho malditos? Ya entiendo mejor el por qué de esta temporada.

Toda la información de la temporada en el siguiente enlace:

: http://www.joomag.com/magazine/programa-ocne-2015-2016/0927167001430136508?short

Tabula rasa

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Como los móviles sirven ahora de linterna, de cámara de fotos, de localizador GPS, de radio, de podómetro o de medio de pago, es fácil olvidarse de su finalidad primera: permitir la conversación con alguien lejano. O en otras palabras, hablar ayudados de electricidad. Para hablar hace falta saber escuchar. Y escuchar es un virtud rara y valiosa, porque es escasa. Uno mueve los labios con el temor de saber que en algún bolsillo una pantalla va a iluminarse, o bien una mesa va a vibrar, y su discurso quedará definitivamente interrumpido. Parece que la realidad solo puede ser luminosa: los labios de carne y hueso han perdido la batalla. En esa cascada nueva de funciones el móvil se ha convertido en un objeto cada vez más necesario: su funcionalidad se ha ampliado, pero su naturaleza inicial, que era la llamada, el simulacro de una conversación, se ha difuminado.

Nos cuesta escuchar porque, atrapados por aplicaciones, hemos perdido el hábito natural de la paciencia. Y pese a que en el auditorio avisen por la megafonía de que se debe apagar los teléfonos móviles, y pese a que ese mismo mensaje se avise en carteles que llenan las paredes del edificio, y que dan incluso vergüenza ajena, pues parecen dirigidos a alumnos de instituto, resulta que el mensaje no es atendido. Cada vez aparecen más llamadas y más mensajes extemporáneos en los conciertos, y que logran sacar de quicio a músicos y a público. En el del pasado 7 de marzo, el director John Storgards detuvo la hermosísima Tabula rasa de Arvo Pärt, después del sonido de una llamada y luego de un mensaje Whatsapp. Sonidos que no estaban en el pentagrama, ni en el programa. Storgards se giró hacia el público en media verónica, como avergonzado incluso de mirarnos a la cara. Gritó la palabra no lleno de indignación; al rato nos preguntó: ok? y el público respondió con aplausos. Luego volvió al atril, movió aireado los pentagramas, e hizo Tabula rasa, en todo el sentido del término.

Ni las advertencias acústicas, ni los carteles, ni el incidente anterior, bastaron para que volviera a sonar un móvil en la segunda parte del programa. Concluyo que la gente, terriblemente soberana, se niega a apagar sus móviles, o si lo hace es con pena, sintiendo que ellos mismos también se desconectan de la realidad, se empequeñecen, y esperan con ansia el momento gozoso de volver a encenderlos, o lo hacen subrepticiamente en cualquier momento del programa. Cada generación de móviles va incorporando usos sorprendentes, insospechados poco tiempo antes. Pero los usuarios olvidamos que una de sus mejores funciones existe ya: su tecla de apagado. Una tecla que construye el silencio, estado que en un auditorio debería darse por descontado.

Las fallas de Valencia y Schöenberg

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En la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles, dirigida por Gustavo Dudamel, no va a sonar ni un segundo de música de Schöenberg en la temporada 2014/2015. Salvo algunos pasajes de acompañamiento a la película Metrópolis de Fritz Lang, la Orquesta Sinfónica de Chicago tampoco interpretará ninguna obra del compositor austriaco. Schöenberg no corre mejor suerte en Europa: la Filarmónica de Berlín le deja en el banquillo esta temporada, y lo mismo sucede con la Filarmónica de Viena, su casa espiritual.

Que se ignore la obra de una de las más grandes figuras del siglo XX plantea un debate sobre la vigencia de sus postulados. ¿Por qué no se escucha a Schöenberg en Los Ángeles, en Chicago, en Berlín, en Viena? ¿Hay miedo a que la revolución de sus planteamientos se transmita de Schöenberg al público y que el público, enaltecido, asalte lleno de ira escenarios y queme pentagramas atonales? ¿Por qué se teme que el público reaccione así? ¿Porque es soberano de su gusto, y al pagar el disfrute es innegociable? (lo cual nos daría a entender que el gusto actual está muy lejos de Schöenberg). Y en cuyo caso la pregunta es directa, como una inyección: ¿por qué no gustan las obras de Schöenberg? ¿No gustan porque como se programan poco, el público apenas se reconoce en ellas? ¿O es que está el público agotado de haber tratado entender, sin éxito, el serialismo, como esos libros de imágenes en tres dimensiones que sólo lograron hacernos bizcos, pues de allí nunca se levantaron imágenes? ¿No se programa a Schöenberg, en suma, porque no emociona, y se temen bostezos y altercados en las butacas? ¿Y si se alguien se arriesga y programa Schöenberg, por qué lo hace? ¿Por luchar contra la casta de los compositores, que también la hay, o porque se persigue un fin didáctico, es decir, educar al embrutecido público, una vulgar res sexuagenaria de toses y teléfonos encendidos?

Todas estas preguntas darían para un caluroso debate, sobre todo si el Auditorio estuviera bien dotado de grifos de cerveza. Pero como al auditorio se va con sobriedad y rigor, con sobriedad y rigor es indiscutible afirmar que Schöenberg hoy es una decisión valiente, tomada a contracorriente de otras grandes orquestas. Por esta radicalidad, pero también por la rebeldía artística de su autor, encaja Schöenberg en una temporada bautizada bajo el nombre de Revoluciones. Doble radicalidad: la de hacer sonar a Schöenberg en el siglo XXI, y la de su propio repertorio, por mucho que Gurrelieder, la elegida para esta ocasión, esté en el lado moderado del mismo.

También es de su lado más amable el Pelleas und Melisande, obra que sonó en febrero de 2013 bajo la batuta de Juanjo Mena; si mi memoria no falla, y lo suele hacer, ha sido la última vez que se ha programado Schöenberg con la Orquesta Nacional de España. Guardo un recuerdo positivo de este poema sinfónico, compuesto antes de que Schöenberg volviera un día a su casa y, provisto de un martillo, acabará con la tonalidad. A un conocido, que sufre arcadas y espamos cuando escucha el nombre de Schöenberg, le conté lo mucho que había disfrutado escuchando el Pelleas und Melisande. Dio un paso atrás, asustado, y afirmó luego que la única explicación posible es que a Schöenberg se le apareciera la Virgen en lo alto de un árbol, bajara con cuidado, le entregara esta partitura, pero ninguna otra. Y que el martillazo, concluía este persona, debía habérselo dado en las manos. A ese supuesto vacío de obras que nadie aparentemente le regaló o inspiró pertenece el Gurrelieder (o Canciones de Gurre). Gurre es el topónimo de un pueblo al noroeste de Dinamarca, y Gurre Sø el nombre de un pequeño lago situado a cincuenta kilómetros al norte de Copenhague. Leo que aún se conservan los restos del castillo donde los reyes daneses vivían allí durante la Edad Media, aunque en Google Earth no encuentro sino la superficie verdosa del lago (la foto de la cabecera corresponde, no obstante, a las ruinas que yo no consigo ver).

Una leyenda nos cuenta que el rey Valdemar II, que vivió a finales del siglo XII y principios del XIII, tenía una amante llamada Tove. Tove fue asesinada por la esposa de Valdemar II en un ataque de celos. Esta leyenda fue reescrita en numerosas ocasiones por escritores románticos, entre ellos el mismo Hans Christian Andersen. Una de las más afortunadas adaptaciones tuvo lugar a mediados del siglo XIX, y fue a cargo de Jacobsen, escritor que tuvo un fuerte impacto en Freud. En una obra póstuma de Jacobsen de 1886 encontramos el ciclo de poemas Gurresange, siendo sange la palabra danesa para referirse a las canciones.

Gurresange consta de tres partes: en la primera Valdemar y Tove se enamoran. En la segunda la reina Helvig, presa de los celos, asesina a Tove. En la tercera todos están muertos, y el rey Valdemar es un fantasma que cabalga hacia el castillo de Gurre. Allí cualquier imagen le recuerda a su amada Tove. La peripecia es sencilla, pero su alcance se complica en la lectura de Jacobsen. El autor plantea un determinismo fatal en la relación de Valdemar y Tove. Uno y otro son conscientes de la ruina que supone su amor. «Vamos a la tumba como una sonrisa que muere en un beso dichoso» dice Tove a su amante. Valdemar sabe también de que el erotismo va a conducirle a la muerte, en un avance de las teorías freudianas: «Nuestro tiempo ha acabado» dice al morder el fruto prohibido, que son los labios de Tove. Cuando ella muere, Valdemar cabalga de noche hacia el castillo de Gurre, retomando otra leyenda danesa. Valdemar blasfema al Dios que se esconde tras la noche, y le acusa de «ser un tirano, no un monarca». El galope de Valdemar, en un nuevo adelanto de Freud, es el ritmo triste de un deseo sexual inalcanzable.

Si el texto es de un gran interés y belleza poética, no lo es tanto en lo musical. La obra requiere, entre otros instrumentos, de diez trompas, seis timbales, cuatro arpas, cuatro tubas Wagner, y así hasta superar los cien músicos en escena. A lo que debemos añadir la intervención del coro en la tercera parte. Esta orquestación monumental le lleva a uno a pensar en Wagner, y de éste Schöenberg se hace eco en momentos de gran lirismo y en la recurrencia de los temas. Pero también aprende de Wagner lo malo, y al orquestar tantos elementos juntos uno queda aturdido. Más que una sala de conciertos, el auditorio parece un accidente pirotécnico en un almacén de fuegos artificiales y el resultado es que, después de tantos esfuerzos de todos los músicos, resulta que no se puede escuchar a ninguno con claridad, y sólo queda humo.

Pero aún está por llegar lo más grave: el fallo en las proporciones de la obra. Porque frente a este ejército de músicos, Schöenberg sitúa un equipo vocal (soprano, mezzosoprano, dos tenores y bajo) que tiene la hérculea tarea de hacerse escuchar. Tarea en ocasiones del todo imposible, y lo digo con tristeza pues la calidad general de las voces, cuando pudieron ser escuchadas, fue muy alto. Tove estuvo cantada de maravilla por Christine Brewer, y también brilló José Ferrero como un suave Waldemar. Ojalá que esta actuación de Ferrero sirva para hacernos olvidar el desatino absoluto del Carmen en el Teatro de la Zarzuela esta misma temporada.

Uno no logra entender esa obsesión de algunos compositores, y de ciertos directores tras ellos, por situar en atriles obras donde la amplitud oculta el vacío o las intermitencias. Las canciones de Gurre comienzan muy bien. De hecho la obra resuena hacia delante, como la bocina de un trasatlántico, y su arranque recuerda el final de Harmonielehre de John Adams. Pero luego la obra se hace pesada, los momentos de belleza más esporádicos, y los sobresaltos sonoros reiterativos e innecesarios. En las dos primeras partes la música esconde momentos de gran romanticismo, que chirrían con unas líneas vocales planas. El desaguisado de la mezcla lo arregla Schöenberg en la tercera parte, donde entra el coro y en el cual las voces, menos mal, son más definidas, audibles (¡parece mentira que esto sea una virtud!) y melódicas, palabra que para Schöenberg podría resultar un insulto.

Cómo me gustaría poder decir que disfruté del concierto. Pero no fue así, o al menos no lo fue en su conjunto. Hubo momentos emotivos, donde la música levantó la poesía trágica de la historia. Momentos donde el amor y su ausencia, el dolor, la muerte y las blasfemias paganas llenaron el auditorio. Pero entonces Schöenberg encendía la pólvora, y con sus detonaciones sonoras nos alejaba de cualquier emoción. Encogidos en la bútaca observábamos, allá abajo, a unas voces desgañitarse por contarnos algo que, ay, no escuchábamos.

Santiago Martín Bermúdez, en sus notas al programa, escribía que el director Josep Pons dijo a los interpretes de esta obra: «piensen que puede que la mayoría de ustedes no vuelva a tocar nunca esta obra». A lo que yo le añado, en forma de coda, con las palabras del campesino en la tercera parte: «Rasch die Decke ubers Ohr!» («¡La manta, rápido, sobre los oídos»).

Al morir Schöenberg dijo de él Britten: «I mourn the death of Schoenberg. Every serious composer today has felt the effect of his courage, single-mindedness, and determinaction, and has profited by the clarity of his teaching. The world is a poorer place now this giant is no more». («Lamento la muerte de Schöenberg. Cualquier compositor serio actual debería contagiarse de su valentía, decisión y determinación, y aprender de la claridad de su enseñanza. El mundo es un lugar peor sin un gigante como él»). Que un compositor como Britten, a quien admiro, ensalce de esa manera a Schöenberg, y que a la vez no haya conectado con su Gurrelieder, me da pena. Es una cadena de admiración rota, y que me recuerda a esos dibujos en tres dimensiones que nunca se llegaron a levantar del papel.

Once notas rápidas y un silencio en el Día de la Música

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Jueves 20 de junio

Nota negra

La Orquesta Nacional de Francia actúa en el Auditorio Nacional de Madrid. Esta noche es acompañada por tres politonos. Suena el primero: la melodía asciende in crescendo en volumen y en histeria. Suena el segundo, acolchado desde el interior de un bolso o bolsillo, y Verdi se remueve en algún lugar fuera de la sala. También fuera de la sala unos dedos marcan un número: como un acorde, el tercer politono inicia su actuación a la vez que el preludio de Tristán e Isolda de Wagner.

Daniele Gatti es el director, detiene la música y se gira hacia el público. La batuta oscila mirando hacia el suelo, como un sismógrafo. Nos hace una pregunta con las palmas de las manos abiertas, y su gesto me recuerda la desesperación de un profesor durante mi adolescencia.

 ¿Qué pensará Gatti de nosotros?

Finalmente se gira hacia su atril y nos da la espalda, en todo el sentido del término.

Entonces unos aplausos del público en señal de disculpa, como si el silencio, una vez roto, sólo se perdonara con más ruido, ruido de palmas. Palmas que se contagian de brazo en brazo: todos acabamos aplaudiendo.

Todos no: algunas manos deciden apagar por fin los móviles.

Viernes 21 de junio

Nota blanca

Se inicia el Día de la Música en el Matadero. Día que realmente son dos. Entro al recinto y pienso que el Matadero no parece un proyecto cultural español.

Escucho a Annie B. Sweet, a Hola a todo el mundo, a Lori Meyers y a The Horrors, en este orden. Ninguno de esos conciertos hubiera sido tan divertido sin mis amigos. El pop tiene una virtud: nos homogeneiza. Lo pienso durante la fugacidad de un estribillo, cuando un rayo de luz del escenario e ilumina el público. El público es entonces una marea compacta, uniforme. Parecemos embriones de Un mundo feliz, pero en este caso el mundo sí es feliz. Un mundo que baila y donde no existen rubios o morenos, altos o bajos, distintos pensamientos.

Los estribillos se esfuman con la misma urgencia que los cometas y volvemos a nuestros teléfonos móviles.

Nota redonda

La primera vez que escuché a Lori Meyers fue en la sala Moby Dick de Madrid, como teloneros de The Long Winters. Lori Meyers mantienen intacto su gusto melódico y pegadizo, pero en lo demás ha cambiado. Tanto que parecen otro grupo: ahora cantan y tocan y actúan con mucha más exigencia. The Long Winters también cambiaron, pero para desaparecer poco tiempo después.

Un grupo que se separó sin hacer ruido. Otro que casi no se parece al que conocí.

Miro a la mesa de control: las canciones de Lori Meyers son segmentos verdes que suben y bajan, destellos que también cambian. Luego miro a Alicia que baila un poco más adelante, confundida entre el público. Me alegra pensar que en todos los vaivenes en el tiempo ella siempre ha estado a mi lado.

Nota negra

The Horrors ofrece un espectáculo de fondo azul contra figuras en negro. Canciones largas y que dan vueltas sobre sí mismas, como los pasamanos barrocos de un palacio. Su actitud hacia el público mezcla profesionalidad y desdén. Razones por las que el público se marcha a casa con algo de frío pero reconociendo los méritos del grupo.

A veces la comunicación tiene que estar por encima de la destreza. ¿A veces? Tal vez siempre.

Sábado 22 de junio

Nota redonda

Otra vez al auditorio nacional de Madrid, donde Jesús López Cobos dirige desde el mediodía la integral de las sinfonías de Beethoven. Nueve sinfonías, cuatro orquestas y un único director. Las dos primeras las escucho  por la radio con un solo oído: estoy tumbado de costado en el sofá.

Desde el auditorio los pentagramas ascienden hasta un punto lejano, un lugar con espejos donde la música se refleja y baja hasta la radio junto a mi sofá. Vivo muy cerca del auditorio, así que ese viaje largo del sonido  termina casi en el mismo punto de partida. Sirva este viaje como definición de la música.

Nota redonda

El mundo de las frases hechas: Beethoven se adelantó a su tiempo. Si su tiempo es el 2013, la frase es cierta: ningún otro compositor llena el auditorio durante doce horas ininterrumpidas de su música.

Otro lugar común: Beethoven superó con su obra todo el lenguaje musical anterior. En el programa de mano aparecen dos fotos con pentagramas manuscritos de Beethoven. Las notas parecen gotas de lluvia caídas al azar. Mis amigos músicos de la orquesta se acercan los pentagramas muy cerca de los ojos, como si fueran dibujos en 3D, y luego ríen ante la dificultad de entender lo que Beethoven escribió. Así que su lenguaje fue nuevo en 1800, y es también nuevo hoy.

Nota blanca

Va a comenzar la Tercera Sinfonía de Beethoven cuando aparece una madre y, ¡terror!, un niño que se sienta a mi lado y me hace temer lo peor de la infancia. Lleva una camiseta estampada con el logotipo de Superman y las piernas le balancean, así que parte con ventaja: antes de que empiece la música ya ha empezado su viaje.

No abre la boca durante toda la sinfonía, no mueve sus brazos cruzados. Me asombra su comportamiento y soy yo el que me agito en la butaca. Le miro de reojo en varias ocasiones: tiene unas pestañas larguísimas, que parecen grupos de corcheas, pero no pestañea nunca.

Al terminar la sinfonía su madre también está atónita y le pregunta si le ha gustado:

– Pues claro -responde, y me dan ganas de dar un abrazo al niño y una patada a mis prejuicios.

Nota semifusa

La Quinta Sinfonía va desbocada, brincando sobre los silencios. Con las normas de tráfico López Cobos hubiera perdido el carnet de conducir.

Me dice un amigo al terminar que, con los instrumentos musicales de la época de Beethoven, no era posible alcanzar tal velocidad de ejecución.

Nota negra

Una de las orquestas que actúan hoy es la de RTVE. Su dirección ha propuesto modificar el contrato laboral de su plantilla de fijo a fijo-discontinuo. La Dirección debe pensar (figuradamente) que, después de tocar Rachmaninov, uno se vuelve a casa, se tumba en el sofá, y no trabaja sino hasta la partitura de Shostakovich de la semana siguiente.

Si mi cabreo podía aumentar la respuesta es que sí, y lo consigue un tal Manuel Tomás: sus ideas son igual de vulgares que su nombre. Dice que «hay sólidos informes económicos y organizativos que nos dicen que la sostenibilidad de la cultura pasa por procesos de ERE». Repugna teclear una frase donde se mezclan sostenibilidad e informes y cultura. También hay sólidos informes sobre armas de destrucción en Irak y sobre la mejor intervención para salvar Grecia.

¡Eres un demagógico!, me digo a mí mismo. ¿Acaso la realidad no ha sido alguna vez demagógica?, pienso a continuación.

Nota redonda

Jarras de cerveza a la sombra de un toldo cerca del auditorio. La sed van dejando aros de espuma mientras hablamos de Beethoven, del comienzo de su sordera, momento en el que descubre que la grandeza de su genio sobrepasará el tiempo que él quisiera vivir, y desde entonces su obsesión por el trabajo, porque no quede nada sin escribir nada de lo que siente. Sus novedosas líneas de contrabajo, separadas del cello. Su preocupación última por clarificar en las publicaciones el ritmo adecuado de sus obras, cuando ya empezaban a utilizarse metrónomos.

Hablamos de Beethoven como de un hijo al que amamos con orgullo y que está de Erasmus en Viena. Hablamos también de París y de su gestión pública cultural, de espectáculos de música con embarcaciones dentro de jardines versallescos. Hablamos o más bien hablan ellos, los artistas: yo les escucho con tanta atención que olvido que las sinfonías de Beethoven siguen avanzado. Pero no hay sentimiento alguno de culpabilidad pues hay regalos que no ocurren todos los días: escuchar a personas que transmiten pasión cuando hablan de su trabajo, y que ese trabajo sea la música.

Nota negra

En los pasillos detrás del escenario se apilan cajas metálicas. Llevan las siglas de RTVE y pegatinas y magulladuras que recuerdan el ajetreo de sus viajes. Imagino que todas ellas están ahora vacías, pues la orquesta inicia ahora los compases de la sexta sinfonía.

Por su color apagado, por su distinto tamaño, que parecen poder albergar toda una genealogía, por su disposición en alturas, esas cajas parecen ataúdes esperando a que llegue un desastre.

Silencio

Es la una de la madrugada y vuelvo a casa con pasos de alegría y pasos de tristeza. Tristeza porque frente al auditorio se dibuja un enorme signo de silencio hasta el mes de septiembre. Alegría porque España tiene una orquesta de primer nivel, con precios competitivos,  y que además tocan a un paso de mi casa.

Semáforo en rojo, tristeza. Tristeza por el futuro laboral de la orquesta de RTVE. Qué mal se han tenido que hacer las cosas para llegar a esta situación. Es fácil calcular los costes de cualquier actividad, pero qué difícil sin embargo valorar los beneficios.

Semáforo en verde, camino a zancadas, alegre. Yo soy una parte de esos beneficios, un par de esas dos mil manos que les han aplaudido hoy.  ¿Cómo podemos hacer balanza contra los costes, si somos sólo átomos que se alejan apenas termina la actuación? ¿Cuánto vale la alegría individual de un concierto que se recuerda con una sonrisa? ¿Cuánto vale el placer de sintonizar Radio Clásica? ¿Alguien sabe cómo medir la felicidad pura e inmaterial de la música?

Dicen que hay que alcanzar ratios de eficiencia superiores, crear valor apoyándose en estudios competentes sobre viabilidad, ¡mejorar la competitividad! Para mi alivio Beethoven nunca escribió ninguna de estas palabras en sus cuadernos de conversación. Así que saco de aquí su nombre y lo llevo a otro párrafo, para no mancharle.

Beethoven.