Como los móviles sirven ahora de linterna, de cámara de fotos, de localizador GPS, de radio, de podómetro o de medio de pago, es fácil olvidarse de su finalidad primera: permitir la conversación con alguien lejano. O en otras palabras, hablar ayudados de electricidad. Para hablar hace falta saber escuchar. Y escuchar es un virtud rara y valiosa, porque es escasa. Uno mueve los labios con el temor de saber que en algún bolsillo una pantalla va a iluminarse, o bien una mesa va a vibrar, y su discurso quedará definitivamente interrumpido. Parece que la realidad solo puede ser luminosa: los labios de carne y hueso han perdido la batalla. En esa cascada nueva de funciones el móvil se ha convertido en un objeto cada vez más necesario: su funcionalidad se ha ampliado, pero su naturaleza inicial, que era la llamada, el simulacro de una conversación, se ha difuminado.
Nos cuesta escuchar porque, atrapados por aplicaciones, hemos perdido el hábito natural de la paciencia. Y pese a que en el auditorio avisen por la megafonía de que se debe apagar los teléfonos móviles, y pese a que ese mismo mensaje se avise en carteles que llenan las paredes del edificio, y que dan incluso vergüenza ajena, pues parecen dirigidos a alumnos de instituto, resulta que el mensaje no es atendido. Cada vez aparecen más llamadas y más mensajes extemporáneos en los conciertos, y que logran sacar de quicio a músicos y a público. En el del pasado 7 de marzo, el director John Storgards detuvo la hermosísima Tabula rasa de Arvo Pärt, después del sonido de una llamada y luego de un mensaje Whatsapp. Sonidos que no estaban en el pentagrama, ni en el programa. Storgards se giró hacia el público en media verónica, como avergonzado incluso de mirarnos a la cara. Gritó la palabra no lleno de indignación; al rato nos preguntó: ok? y el público respondió con aplausos. Luego volvió al atril, movió aireado los pentagramas, e hizo Tabula rasa, en todo el sentido del término.
Ni las advertencias acústicas, ni los carteles, ni el incidente anterior, bastaron para que volviera a sonar un móvil en la segunda parte del programa. Concluyo que la gente, terriblemente soberana, se niega a apagar sus móviles, o si lo hace es con pena, sintiendo que ellos mismos también se desconectan de la realidad, se empequeñecen, y esperan con ansia el momento gozoso de volver a encenderlos, o lo hacen subrepticiamente en cualquier momento del programa. Cada generación de móviles va incorporando usos sorprendentes, insospechados poco tiempo antes. Pero los usuarios olvidamos que una de sus mejores funciones existe ya: su tecla de apagado. Una tecla que construye el silencio, estado que en un auditorio debería darse por descontado.