Bucles

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Lo repetido es maravilloso. Repetir no significa volver al pasado, sino más bien buscar la huella que el pasado dejó dentro de nosotros. Pasar de nuevo unos días en Ariège es como acudir a un chequeo médico anual. Una radiografía de luz que busca, entre las tinieblas del cuerpo, su espejo. Un estetoscopio de silencio que busca, en el ruido de nuestras vidas, un silencio idéntico. Repetir la visita a Foix, repetir las callejuelas de Saint-Lizier, repetir las compras de Saint-Girons, repetir el panorama de Seix, repetir la vuelta al lago de Bethmale, es volver a lugares conocidos, y sin embargo nunca idénticos.  Los lugares mantienen el mismo nombre, pero allí termina su parecido: nos reciben cada vez de una manera diferente, porque nosotros, al mirarlos, tampoco somos nunca los mismos, y por eso que nunca son idénticos. Envían una luz, iluminan hacia un lugar interno de nosotros que ya alumbraron: se llama memoria, nunca es idéntica, y siempre hay un color que no miramos, una luz que se inclina de distinta manera. En su invasión, los recuerdos advierten sueños distintos. Sólo algunos detalles —una carretera que se amplía, las obras de una mediateca, nuevos mapas publicitarios en los comercios—, advierten que la realidad, esa que observamos y que se identifica dentro de nosotros, cambia.

Algo cambia. Indicios de un mundo nuevo. Si miramos al suelo, se confirma la idea. La infancia, en miniatura, se va llenando de tiempo: un niño de labios bilingües, que nos habla y besa en todos los afectos posibles. En la infancia sólo existe el presente, pero incluso entonces, casi de manera imperceptible, se están gestando repeticiones futuras, futuros chequeos médicos a una realidad adorable. En el niño que cae y se levanta y cae y se levanta hay una promesa ya de regreso. También él, en miniatura, se está reconciliando con los recuerdos. Cada de uno de sus visitas será distinta, porque la alumbrará con los anhelos de cada instante: ser más grande, jugar mejor al fútbol, alcanzar un amor, viajar, ser controlador o piloto o músico o escritor. En cada uno de sus regresos, tal vez sin saberlo, irá a buscar la miniatura de sus recuerdos.

Ni la naturaleza es fija, ni tampoco nosotros, que la observamos. En qué grado nos viene la felicidad por lo idéntico o repetido, y en qué grado por lo reciente, por lo que, con ligereza, cambia, es un misterio: el conjunto, lo que uno reconoce como un todo, es un goce desbordante que escapa a las palabras. En esa felicidad de las rutinas a las que uno, con libertad, se entrega, hay algo doblemente positivo: la certeza de que, tal vez por azar, eligió bien una primera vez, cuando todo era aún nuevo y no había ni luz ni repetición ni infancia ni recuerdos; pero, además, la alegría futura de anticipar, antes incluso de marcharse, el regreso. Futuros chequeos médicos. Así que, de vuelta a Madrid, cuando en el retrovisor van quedando atrás los momentos de lectura, barbacoa, silencio, los paseos por el campo, las conversaciones y el vino, uno se mira en el espejo, y el espejo le sonríe, iluminado por la luz amplia e infantil de los Pirineos. Una luz que le espera ya de regreso, y convertirse, rutinaria, en alegría reconquistada.

Las orillas del Sena

París en agosto de 2013

Turistas desaliñados con axilas de mes de agosto invaden las orillas del Sena. Fotografían a la catedral de Notre Dame antes siquiera de mirarla, no sea que se la vayan a llevar, aunque ella lleva siete siglos allí, sufriendo en su piedra la catalepsia de cada fotografía, sonriendo rígida ante cada destello de las cámaras. A mi lado, un asiático levanta su tableta para capturarla: de espaldas parece Moisés mostrando las Tablas de la Ley.

Es de noche, los turistas alivian sus tobillos en hoteles minúsculos, y las riberas del Sena se convierten en dos largas barras de bar para los jóvenes. Suena música rap, risas, hay siluetas largas como llamaradas, que se dibujan náufragas sobre el agua, y las botellas vacías bailan golpeándose en los adoquines. Un barco turístico largo y silencioso cruza el río y desde su cubierta manos ensortijadas observan a los jóvenes, pensando tal vez en que podían ser sus hijos.

Yo también pienso. En el Sena de día y en el Sena de noche. En el turismo matutino y en el olor nocturno a alcohol. En hacer fotografías antes incluso que mirar y en beber hasta no poder mirar. Dos maneras no tan diferentes de poner pantallas al abismo del mundo, dos desvaríos para no ver cara a cara a la vida, ese lugar abstemio y sin flashes al que nadie nos ha enseñado a mirar bien.

Camino de la Bastille unas chicas vienen bailando, miro el móvil, las dos de la madrugada, una de ellas me abraza y dice: samba. Intento acompañarle en su baile, aunque moverme es como lograr girar un edificio. Dejo a la espalda sus risas, sin saber muy bien cómo vivir la vida, pero decidiendo que sea siempre en el lado de la noche, esa que en un instante, de imprevisto, me tocó y dijo: samba.

Y al volver al apartamento se me ocurre que esta noche se parece un poco a mi infancia, niños y niñas de diez años sentados contra la cal de un patio de Sevilla, desafinando con dientes blanquísimos una canción, las manos acompañando la música, manos que trenzan palmas sobre pantalones con parches y faldas, y al terminar la melodía una última mano, la mano afortunada, la mano de alguien que se levanta, se acerca a otra cara infantil y, con los ojos cerrados, besa unos labios.

El Sena, Notre Dame, el asiático y la tableta electrónica, sus tobillos doloridos, un hotel diminuto, la noche y la fiesta, barcazas que miran con curiosidad o preocupación o envidia a muelles curvados de alcohol, un grupo de chicas al volver, el recuerdo de un juego donde se ganaba un beso, la música del azar hasta un beso ciego y alegre, y esa misma ceguera sobre los afectos hoy en París, veinticinco años después, bailando penosamente una samba que solo estas palabras recordarán, y sin saber aún cómo mirar (pero siempre de noche) a la vida.