Las orillas del Sena

París en agosto de 2013

Turistas desaliñados con axilas de mes de agosto invaden las orillas del Sena. Fotografían a la catedral de Notre Dame antes siquiera de mirarla, no sea que se la vayan a llevar, aunque ella lleva siete siglos allí, sufriendo en su piedra la catalepsia de cada fotografía, sonriendo rígida ante cada destello de las cámaras. A mi lado, un asiático levanta su tableta para capturarla: de espaldas parece Moisés mostrando las Tablas de la Ley.

Es de noche, los turistas alivian sus tobillos en hoteles minúsculos, y las riberas del Sena se convierten en dos largas barras de bar para los jóvenes. Suena música rap, risas, hay siluetas largas como llamaradas, que se dibujan náufragas sobre el agua, y las botellas vacías bailan golpeándose en los adoquines. Un barco turístico largo y silencioso cruza el río y desde su cubierta manos ensortijadas observan a los jóvenes, pensando tal vez en que podían ser sus hijos.

Yo también pienso. En el Sena de día y en el Sena de noche. En el turismo matutino y en el olor nocturno a alcohol. En hacer fotografías antes incluso que mirar y en beber hasta no poder mirar. Dos maneras no tan diferentes de poner pantallas al abismo del mundo, dos desvaríos para no ver cara a cara a la vida, ese lugar abstemio y sin flashes al que nadie nos ha enseñado a mirar bien.

Camino de la Bastille unas chicas vienen bailando, miro el móvil, las dos de la madrugada, una de ellas me abraza y dice: samba. Intento acompañarle en su baile, aunque moverme es como lograr girar un edificio. Dejo a la espalda sus risas, sin saber muy bien cómo vivir la vida, pero decidiendo que sea siempre en el lado de la noche, esa que en un instante, de imprevisto, me tocó y dijo: samba.

Y al volver al apartamento se me ocurre que esta noche se parece un poco a mi infancia, niños y niñas de diez años sentados contra la cal de un patio de Sevilla, desafinando con dientes blanquísimos una canción, las manos acompañando la música, manos que trenzan palmas sobre pantalones con parches y faldas, y al terminar la melodía una última mano, la mano afortunada, la mano de alguien que se levanta, se acerca a otra cara infantil y, con los ojos cerrados, besa unos labios.

El Sena, Notre Dame, el asiático y la tableta electrónica, sus tobillos doloridos, un hotel diminuto, la noche y la fiesta, barcazas que miran con curiosidad o preocupación o envidia a muelles curvados de alcohol, un grupo de chicas al volver, el recuerdo de un juego donde se ganaba un beso, la música del azar hasta un beso ciego y alegre, y esa misma ceguera sobre los afectos hoy en París, veinticinco años después, bailando penosamente una samba que solo estas palabras recordarán, y sin saber aún cómo mirar (pero siempre de noche) a la vida.

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