Tiempo y posada (Manual de ida)

Un vuelo de ida Madrid-Tenerife o quizás de vuelta, de vuelta a un lugar donde despegué y me despegué tras morir mi abuelo materno hace siete, no, ocho, nueve, nueve años, ¿nueve años?, sí, nueve años, un vuelo y una terminal que, pese a su nombre, es el comienzo de un viaje, un coche de alquiler y una autopista, un horizonte de edificios y el mar, el mar, el mar, una familia en la trigésima planta de una torre de treinta y dos alturas junto al Auditorio, aunque más bien son dos torres y nosotros parte de una familia, o quizás una familia, o puede que más de una familia, ida, vuelta, ida o vuelta, familia, menos de una familia, más de una familia, no importan las definiciones, no importan porque vienen dadas, porque existen y circulan y nos rodean y apenas podemos pronunciarlas o no, pero sí que importa escogerlas bien, y es que nuestras emociones son lenguaje, sólo somos lenguaje, y en su búsqueda debemos evitar lo decaído y pretencioso, como advierte Epictecto en su Manual de vida, a cuyas enseñanzas me conduce Hendrik, un amigo alemán que ama a Wagner, y perdonen el pleonasmo, que vive en Dresden y que aprecia a un amigo que llegó ayer a Tenerife junto a sus padres, y que, en una mañana calurosa de enero, recorre la línea completa de un tranvía que alcanza, al borde del síncope, la ciudad de San Cristóbal de La Laguna, al borde del síncope el tranvía, al borde del síncope los padres y al borde del síncope también, pero con disimulo, el hijo, porque la isla de Tenerife está siempre inclinada, y perdonen otro pleonasmo, y en La Laguna el descubrimiento de que la televisión, a veces, existe también en la realidad, la modela o reproduce, quién sabe, y en el paseo de soportales, de camino a la librería, una oscuridad que ya he visto y que ahora advierto existe, que es más profunda y dramática fuera del televisor, la de los cuerpos que deambulan en torno al centro de acogida de migrantes, que nos miran o pensamos que nos miran, y los miramos, y sabemos que los miramos, con la extrañeza, que sí es mutua, de no entender nada, y por la calle Pedro Zerolo hasta la librería Lemus donde, a la decisión premeditada, que es comprar El estilo de los elementos de Rodrigo Fresán, la casualidad de Epictecto junto a la caja registradora, como si mi amigo Hendrik lo hubiera colocado allí, en un cajoncito de cartón, y abrir sus páginas y leer a Epictecto en La Laguna, que es escuchar a Hendrik  en Dresden, diciéndome: «Mucha gente aliña su discurso con obscenidades en un intento por dar fuerza e intensidad a lo que dicen o para incomodar a los demás. Niégate a seguir dichas conversaciones. Cuando la gente que te rodea empieza a hablar de forma insustancial e indecente, si puedes, vete, o cuanto menos guarda silencio y deja que la seriedad de tu mirada muestre que te ofende lo grosero de su lenguaje», así que en silencio, con la compañía de dos libros, vuelvo a la avenida Trinidad donde me esperan mis padres, de allí un paseo por el casco histórico, palacios, conventos, iglesias, una catedral y 100 gramos de tamarindo a 2,50€, de ají dulce a 1,80€ y truchas de cabello, espolvoreadas de azúcar, a 1,20€, un restaurante que se llama La Hormiga aunque atienden rápido, un risotto de almogrote a 10,90€ y una ropavieja de pato a 10,50€, en el móvil la palabra del día es TECLA, y ya de regreso mis padres y yo cansados, así que tristes, sintiendo que viajar es un espejismo porque olvidas dónde queda la realidad, si es la del barrio o esa otra que tienes enfrente, que transcurre mientras el tranvía parte hacia Santa Cruz, y en ese momento, con los libros de Fresán y de Epictecto balanceándose en la bolsa de tela, ignorar la urgencia que mueve tu vida, pero menos aun la de esos otros que, anónimos y a tu alrededor, se afanan en calles y oficinas remotas a tu barrio, tatuajes y teléfonos y radiografías que solo veré una vez, y sentir que en esto consiste viajar, en hacer que la vida pierda su equilibrio, revelando su irrelevancia, y me muerdo el labio y concluyo que no, no, no, que la indiferencia hacia lo que veo, antes que una posición elitista, de alivio por estar en tránsito, no es más que la protección ante un hundimiento colectivo, el de una sociedad que, con los mapas actualizados, camina sin rumbo, perdida, toda ella perdida, globalmente perdida, ida, ida, vuelo de ida a una frase de Evaristo Carriego que, gracias móvil por estar siempre cerca, y ya es el último pleonasmo, encuentro con facilidad y dice: «a veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan impasible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles», y así pasan las estaciones, Puente Zurita, La Paz, Weyler, Teatro Guimerá, Fundación, mis padres mirando dos puntos de la noche, las familias siempre bifurcadas, y yo abriendo el manual de Epicteto, rozando el braille de su portada, sintiendo que no tengo ese libro en las manos sino que, más bien, estoy en sus manos, en sus manos, sus manos, y sus manos hablan, intercambiador Santa Cruz, y me piden que calle, y callo, y me ruegan que lea, y leo: «Nunca digas sobre nada: «Lo he perdido», sino «Lo he restituido». ¿Ha muerto tu hijo? Ha sido restituido. ¿Ha muerto tu mujer? Ha sido restituida. ¿Te han robado tierras? También han sido restituidas. «Pero fue un mal hombre el que me las quitó». ¿Qué injusticia te hace que aquel que te lo dio lo haya reclamado de nuevo para sí? Tenlo por ajeno todo el tiempo que te lo concede, como hace el caminante en la posada», pero sal, sal del libro, sal del libro y del tranvía y no tengas nada por ajeno y coge entonces el móvil, la gorra y los libros, y sal, sal que estamos en Santa Cruz y después una cuesta, ay, no paran los pleonasmos, en el súper del Corte Inglés una bolsa de naranjas, yogures de sabores y queso curado y pensar que cualquier tragedia, antes que romper algo hermoso, lo restituye a su naturaleza finita, eso dice Epictecto y se nos olvidó comprar agua, la vida es una tragedia que terminará por suceder o, redundantemente, terminar, terminar, terminal, ida, vuelta, ida o vuelta, siete, ocho, nueve años, sociedad perdida, tiempo y posada, pero que tal certeza no es algo triste, planta trigésimo segunda, abriendo puertas, las tengo yo, yo, yo cogí las llaves, no es algo triste, no, Epictecto y la palabra restituida, la mujer restituida, el hijo restituido, las tierras restituidas, cerrar la puerta y abrir la mente y saber que restituida acaba en ida, cenaré un yogur, siete, ocho, nueve años, tiempo y posada, intercambiador, síncope y mar, viaje de ida, tiempo o posada, tiempo y posada, tiempo y posada y cuando se acaben restituirlos, volver a empezar, viaje de ida, tiempo y posada.

Gabriel García Márquez – Memoria de mis putas tristes

Santa Cruz de Tenerife

Creo que una de las razones por las que a mi abuela le encantaba García Márquez no eran tanto sus historias como una conexión casi inmediata de las mismas con su ciudad natal. Las novelas del colombiano podían transcurrir bajo las mismas palmeras o frente al mismo paisaje marino de Santa Cruz de Tenerife. Para mi abuela, lectora poco disciplinada, con facilidad para distraerse en el torbellino de sus cosas, y donde los demás eran siempre su prioridad, ese atajo al imaginario de Gabo era un alivio que multiplicaba el goce de la lectura. La ficción amorosa de García Márquez podía ocurrir en la primera esquina de la calle, bajando hacia la rambla, y ella leía para buscarla.

Esta explicación la pienso después de escribir para la web del Buscalibros la reseña de Memoria de mis putas tristes, y descubrir que todas las novelas anteriores de Gabo fueron leídas en Tenerife durante las vacaciones infinitas de la adolescencia; espacios sin límites donde se perdía el orden de los días, y en su interior los libros de mi abuela, unos libros que posiblemente nadie más ha leído después de nosotros. Ahora que el tiempo avanza sin ella, siempre sin ella, siento que en ese abrazo de lecturas me vuelve parcialmente; sé que nunca más podré leer una novela de García Márquez tras haberlo hecho Aye, allí en su casa de la montaña en Santa Cruz, ahora tan vacía y con el escenario de la trama donde apenas termina el jardín.

Aquí va el enlace pues al texto, aunque lo agrego de nuevo a este cuaderno, pues le he hecho algunas modificaciones:

http://www.el-buscalibros.com/2013/04/gabriel-garcia-marquez-memoria-de-mis.html

Los momentos decisivos de una vida suelen venir en silencio y con un golpe de novedad: un beso mudo en la escalera, un incendio de amor en la parte de atrás del coche, de puntillas por un pasillo para no ser descubierto en la huida del deseo. A veces se recuerdan hechos menores cuando coinciden con un acontecimiento exterior que, al existir, ya es historia: jugando al fútbol mientras cae el muro de Berlín, un cine de tarde y las Torres Gemelas derrumbándose. Unos y otros recuerdos se guardan en la memoria con una rotundidad notarial. El gesto silencioso de abrir un libro, un movimiento menor y repetido, tiene sin embargo la cualidad del recuerdo cuando se trata de García Márquez: un viaje sobre sueños y realidad, y del que uno vuelve temiendo que no va a leer nada mejor en lo que le falta de vida.

Sin saberlo uno y otro, la vida de García Márquez y la de mi abuela han estado enlazadas. El primero habita hoy con la tristeza tal vez de que ya nunca podrá volver a escribir, y negado repentinamente de un reconocimiento que será ya póstumo. La segunda con la certeza de que ya nunca más podrá leerle, ella que siempre disfrutó de sus novelas sentada en el fresco de la salita de estar, las piernas amplias cruzadas bajo el batín, con la persiana aliviando el calor de la tarde y en el jardín el abanico de flecos de la palmera, sus hojas agotadas también del sofoco y apoyadas sobre la cal blanca de la fachada, como buscando alivio. Todo el mundo de mi abuela sumergido en una tranquilidad de modorra: apenas los perros ladrando al Atlántico desde lo alto de la montaña y la sombra del día trepando por las baldosas negras, buscando el lugar donde el libro será cerrado y habrá que regar el jardín.

García Márquez escribía y a mi abuela llegaba luego el mensaje de su botella: sus libros en el escaparate de la librería Isla, en la calle Castillo de Santa Cruz, y luego un regalo navideño y ese libro subía la cuesta hasta la silla de mimbre de su jardín. Libros que yo también devoraba durante el verano en esa misma casa pero desde distintos lugares: la escalerita de caracol hacia la puerta de la cocina, la azotea al mar y su incómodo gotelé rascándome la espalda, tumbado bocarriba en la cama grande que fue la de mi madre de niña, con la ventana de madera abierta y el fantasma de la cortina entrando y saliendo del quicio, como un columpio. Acabada la lectura agradecía a Gabo el hacernos tan felices a mi abuela y a mí con su prosa tan real, periodística, y al mismo tiempo tan mentirosa, tan llena de fantasía, su atención hacia los detalles de los sentidos, su brevedad en la escritura: ninguna línea superflua, ninguna tendencia expansiva ni concesión de estilo.

Pero en Memoria de mis putas tristes el proceso tuvo que ser distinto. Nadie recogió el libro en las aguas de Tenerife, y ha sido la primera y última novela de Gabo que he leído tomándola en préstamo, sorprendido un poco al ver que fue publicada en 2004 (¡hace casi diez años!), y constatando así el doloroso calendario de la enfermedad que sufrió mi abuela. Preparé mi casa para disfrutar de su lectura, sabiendo que las buenas historias del Nobel suelen apearte de la realidad, y que este libro lo iba a leer para mi abuela y para mí. Tumbado en el sofá abrí la puerta a la historia y estaba caminando ya en su interior cuando de golpe una página en blanco, y una más y otra más y así el resto: ¡un error de imprenta! ¿Cómo no me había dado cuenta al coger el libro? Miré la hoja de seguimiento de préstamos, con multitud de sellos con distintas fechas y colores: ¡no había sido el único ingenuo!

De golpe la tarde se había quedado suspendida, sin plan alguno. Abrí la ventana para que corriera algo de aire y, en lugar de la estación de Chamartín, encontré que el horizonte lo dominaba un río grande, de anchura rusa. Extrañado, decidí vestirme y salir a la calle, donde el calor se multiplicaba en gotas húmedas que aparecían sobre las frentes quebradas y en discos bajo las axilas. De camino hacia la biblioteca advertí que Mateo Inurria era una calle amplia, de arenas calientes, y en cuyas fachadas se arracimaban parrandas de viernes. Con el corazón desbocado comencé a correr cuesta arriba, con la seguridad de conocer bien el itinerario, hasta la tienda de Rosa Cabarcas. No había nadie en la recepción, así que crucé el patio y, bajo una techumbre, me encontré con Gabo. Le miré de arriba a abajo, sin discreción, tratando de averiguar en qué lugar de su cuerpo residía el talento.

– Supongo que sabes por qué he venido. Las páginas de tu último libro me llevaron hasta aquí, y aquí me han detenido, en el interior de este burdel.

– Así es -y me extrañó pensar que García Márquez hablaba, cuando sus libros eran una narración sin diálogos. Se abotonaba parsimoniosamente una guayabera, mientras a su lado yo recupera el resuello de la carrera. ¿Y qué esperas encontrar aquí?

– Te esperaba encontrar a ti. Darte las gracias. Por todos tus libros. De parte mía. También de mi abuela. Y egoístamente esperaba saber cómo continuaba la historia. Mi ejemplar es ahora una página en blanco -concluí de hablar con el ánimo más resuelto.

– La historia la tenías ya escrita en el libro. Solo tenías que seguir leyendo. Vivir la ficción desde sus páginas. Pensabas en el vacío de tu abuela, y al libro se le han caído las letras.

– ¿No es real entonces nuestra conversación? ¿Es solo ficción? -le pregunté desconcertado.

– ¿Realidad, ficción? ¿Importan algo esos límites? ¿Por qué no mezclarlos? ¿Acaso existen en la Tierra fronteras entre lo que es cierto y lo que no? ¿Y son relevantes en un libro?

– Ahora que lo dices –le respondí – al principio pensaba que la masacre de las bananeras fue una creación tuya. Y que tu relato periodístico Caracas sin agua una invención. Luego descubrí que estaba equivocado. Era justamente lo contrario.

– ¿Y cambió ello algo? -me miró a los ojos y me sostuvo el brazo, como si fuera a decirme algo importante-. Todas nuestras vidas están llenas de elementos fantásticos: sentimientos que predicen realidades. Gente que nace y muere por la sola acción del recuerdo, como tú lo haces ahora con tu abuela. Y ese mundo onírico y real se mezcla con otro terrenal, formado por autobuses repletos de gente o colas para pagar impuestos. La literatura tiene la magia de juntarlos: solo la literatura.

De nuevo en la calle me golpeó el calor seco de Madrid. Al fondo de la ciudad, como desde la trastienda de un sueño, me llegó la megafonía familiar de la estación de Chamartín. Aliviado comencé a caminar y el libro se fue escribiendo solo, sin necesidad de ninguna intervención. Las letras habían vuelto y la narración avanzaba con esa naturalidad de las historias orales, recién ocurridas y repetidas con detalles minuciosos; a cada párrafo se iban creando las líneas donde antes había papel vacío, y mi ánimo se fue deleitando sin pausa, como un big bang de los sentidos. Había conocido inesperadamente a Gabo y brotado de ese modo el fogonazo de sus últimas líneas, las de Memorias de mis putas tristes, una historia de amor contada con maestría, por encima de la realidad y también de la ficción, y cuya lectura me dejó en el estado feliz de haber vivido dentro de una obra maestra.