La isla del tesoro

Respondí de inmediato que no, dando a entender que el problema era reciente y exigía una solución igual de inmediata, pero entonces guardé silencio, dudando de mis propias palabras, me incorporé sobre la camilla, el cambio de postura fue también de opinión y la médico supo que fue durante la Semana Santa de 1990, que tenía once años, casi doce, y que estaba solo en la biblioteca de un hotel de Ávila, una habitación grande de techo tétrico y vigas firmes, con la luz de Castilla entrando por un cristal lúgubre, pienso que de color verde, y que dejaba la misma luz que oscuridad sobre las alfombras que se tropezaban en el suelo, sobre las mesas y los candelabros sin velas de un aparador, sobre las pinturas antiguas de hidalgos en las paredes y sobre la chimenea dormida, sobre un revistero de latón que Google me devolvió o añadió después a la memoria cuando escribía estas líneas, y sobre los sillones vacíos salvo aquel donde yo balanceaba las piernas, adelante, atrás, adelante, atrás, sin tocar nunca los tablones del suelo, sintiéndome en el salón de esas fantasías medievales que tanto me gustaban leer entonces, entonces y también ahora, aunque lo que entonces tenía encima de las piernas era un libro de piratas, y lo que no le conté a la médico porque miraba ostensiblemente su reloj, es que atendí al silencio de esa biblioteca, lo escuché, escuché el silencio, y el silencio me informó de que en esa biblioteca no estaba solo, que allí merodeaba una persona o un animal, quizás un espíritu o un fantasma, alguien escondido detrás de la cortina o de algún sillón o agazapado oscuro en el hogar de la chimenea, y tampoco supo la médico que no pude seguir la lectura del libro porque me puse en pie, lo cerré de golpe y porque, también a golpes, lo usé como nudillos contra una puerta familiar que, próxima a la biblioteca, se abrió súbita y donde, tras un vestíbulo breve, la ansiedad me condujo frente a una madre preocupada y un padre somnoliento, muy somnoliento, y es que la razón de pernoctar durante tres noches en ese hotel, mis hermanas y yo en una habitación, mis padres en la contigua, era que mi padre se aliviara de un estrés laboral profundo y que no, no se iba a reducir frente a un hijo que gritaba, con miedo, haber escuchado un espíritu en la biblioteca del hotel, un espíritu, sí, repetía mi padre levantándose de la cama y con la paciencia haciéndose pedazos, un espíritu, sí, repetía yo y lo volvía a repetir mientras íbamos ya camino de la biblioteca, yo al frente guiado por la emoción de la aventura pero, en verdad, lleno de miedo, mis padres detrás guiados a su vez por algo de curiosidad y mucho de un escepticismo que yo desconocía entonces, pero lo que sí supo en Madrid la médico es que, en la biblioteca, después de que mis padres verificaran que nadie se escondía tras las cortinas, nadie a la sombra de los sillones, mucho menos oculto en el hogar, decidí reconstruir lo sucedido como en la conclusión de cualquier novela de misterio, cualquier buena novela de misterio, así que cerré la puerta de la biblioteca, volví al mismo sillón y, tras apoyar la espalda contra el respaldo, descansé el libro sobre las piernas, bajé la mirada, la subí y pregunté a mis padres, que no entendían nada pero que estaban a punto de entenderlo todo, si ellos no lo escuchaban, si ellos no escuchaban un ruido muy próximo, el ruido de algo, el ruido de alguien, un ruido muy cerca de mí y que me rodeaba, y creo que entonces sonrieron aunque tal vez no, y aunque olvidé su respuesta debió de contener las palabras Madrid, ciudad, bullicio, ruido, mucho ruido, tráfico, ¡mucho tráfico!, siempre ruido y siempre tráfico, y puede que también contuviera las palabras biblioteca, reposo, Ávila, silencio, habitación monacal, no lo sé, porque lo que descubrí en Ávila el mes de abril de 1990, a punto de cumplir doce años y con La isla del tesoro sobre mis piernas, es que mis oídos respondían al silencio y zumbaban, y así se lo comuniqué a la otorrino matizando por fin mi negativa inicial, pero lo que olvidé decirle es que ese otro ruido, el ruido de la literatura y sus fantasmas, también mantenía hoy, tres décadas más tarde, su feliz furor infantil.

Un jardín propio

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Qué placer tan sencillo el de correr o vivir, si es que no es lo mismo, a contracorriente. Mientras imagino las calles de Madrid llenas de gritos, de alegría, de dorsales naranjas que avanzan como una llama hacia Vallecas, en el parque Juan Carlos I parece que se ha declarado el estado de excepción. No hay familias, luego no hay niños, no hay dueños paseando a perros, no hay corredores escapando de su ansiedad ni parejas que se besan ni chavales fumando o tocando la guitarra. Por no haber, ni siquiera pájaros: mi perra Volga, extrañada, se restriega la mirada. En la tarde del 31 de diciembre el parque es mío: mías son las pisadas, el vaho de mi respiración, el sonido de las zapatillas sobre los tramos de hormigón.

Desde el puente que cruza el lago me quedó un instante apoyado a la barandilla: veo el perfil de grúas de Valdebebas, y me pregunto cuándo irán a vivir allí Bruno y Carmen. Más a la derecha la cabina de peaje, una arquitectura que ya sólo sé asociar a delirios de infraestructura pública, y tras las cabinas de peaje el tintineo de luces rojas del aeropuerto. Un avión cruza el cielo. Si va lejos, sus pasajeros brindarán el año en su interior. Tumbado en el horizonte se despliega una gasa de nubes. Sigo corriendo, en un estado de energía y felicidad solitarias: podría ser, como en ediciones anteriores, un átomo de esa multitud de corredores que puede que suba ya la avenida de Barcelona, pero me alegra hoy, ahora, son casi las siete, saberme alegre en la compañía silenciosa de un jardín propio. Qué raro es que la felicidad pueda lograrse en distintos estadios, casi contrarios, y qué interesante es el placer de advertirlo uno, y visitarlos.

Cuando regreso al coche el aparcamiento tiene esa cualidad triste de los lugares inmensos, sobredimensionados. Cinco, seis, siete, nueve. Diez vehículos en total. Volga atrás, llave, motor, concierto de cello de Haydn. En el retrovisor Volga bosteza, en mi cogote Volga se relame, tal vez adivinando el arroz con salchichas que tiene de cena. Yo me contagio, y anticipo en la gran rotonda el entrêcote de Bavière que van a preparar mis padres. Qué sencilla puede ser la felicidad, y con qué sencillez va y viene. Me doy prisa: debo estar a las nueve. ¿Cuándo dije nueve? Ah, los coches que he dejado a mi espalda. Me alegra imaginar a esos nueve conductores disfrutando aún de su jardín propio.