Un jardín propio

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Qué placer tan sencillo el de correr o vivir, si es que no es lo mismo, a contracorriente. Mientras imagino las calles de Madrid llenas de gritos, de alegría, de dorsales naranjas que avanzan como una llama hacia Vallecas, en el parque Juan Carlos I parece que se ha declarado el estado de excepción. No hay familias, luego no hay niños, no hay dueños paseando a perros, no hay corredores escapando de su ansiedad ni parejas que se besan ni chavales fumando o tocando la guitarra. Por no haber, ni siquiera pájaros: mi perra Volga, extrañada, se restriega la mirada. En la tarde del 31 de diciembre el parque es mío: mías son las pisadas, el vaho de mi respiración, el sonido de las zapatillas sobre los tramos de hormigón.

Desde el puente que cruza el lago me quedó un instante apoyado a la barandilla: veo el perfil de grúas de Valdebebas, y me pregunto cuándo irán a vivir allí Bruno y Carmen. Más a la derecha la cabina de peaje, una arquitectura que ya sólo sé asociar a delirios de infraestructura pública, y tras las cabinas de peaje el tintineo de luces rojas del aeropuerto. Un avión cruza el cielo. Si va lejos, sus pasajeros brindarán el año en su interior. Tumbado en el horizonte se despliega una gasa de nubes. Sigo corriendo, en un estado de energía y felicidad solitarias: podría ser, como en ediciones anteriores, un átomo de esa multitud de corredores que puede que suba ya la avenida de Barcelona, pero me alegra hoy, ahora, son casi las siete, saberme alegre en la compañía silenciosa de un jardín propio. Qué raro es que la felicidad pueda lograrse en distintos estadios, casi contrarios, y qué interesante es el placer de advertirlo uno, y visitarlos.

Cuando regreso al coche el aparcamiento tiene esa cualidad triste de los lugares inmensos, sobredimensionados. Cinco, seis, siete, nueve. Diez vehículos en total. Volga atrás, llave, motor, concierto de cello de Haydn. En el retrovisor Volga bosteza, en mi cogote Volga se relame, tal vez adivinando el arroz con salchichas que tiene de cena. Yo me contagio, y anticipo en la gran rotonda el entrêcote de Bavière que van a preparar mis padres. Qué sencilla puede ser la felicidad, y con qué sencillez va y viene. Me doy prisa: debo estar a las nueve. ¿Cuándo dije nueve? Ah, los coches que he dejado a mi espalda. Me alegra imaginar a esos nueve conductores disfrutando aún de su jardín propio.

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