Noviembre

alcina

Noviembre comienza con el recuerdo cíclico de los muertos. Es una celebración extraña: las ausencias no entienden de olvidos. Se perpetúan hoy y mañana y siempre, con la certeza agotadora de las reglas aritméticas. En la Plaza de Oriente, a la medianoche del sábado, y después de escuchar Alcina, una turba de zombis llena la calle Arenal. Vienen del otro mundo, y vienen con sed, porque de sus brazos balancean botellas de alcohol. Todos parecen ir en dirección contraria a la mía. Al verlos, después de casi cuatro horas de música, me parece como si Alcina, la hechicera creada por Händel, capaz de transformar la vida en muerte y viceversa, hubiera traspasado con sus poderes los límites de la caja escénica. Como si mis ojos, que la han observado, estuvieran contagiados de su embrujo, y vieran vida donde antes hubo muerte. Tal vez sea esa una buena razón del arte.

En el Museo del Jamón me compro un bocadillo. Para llevar, sí. Uno setenta. Su cambio. Las miguitas de pan me siguen a la espalda. Sol, andén dos, dirección Chamartín. Final de trayecto. Apenas diez minutos y parece que he cambiado de ciudad: ya no hay rastro del tumulto de Halloween, y en su lugar un silencio oscuro y metálico, de trenes que se tumban en vías al margen, fatigados, de mopas diligentes que abrillantan el suelo de la estación con su murmullo de pelos, de pasos a la espalda, cóncavos, almohadillados, como rodeados de niebla. Un monitor anuncia el primer trayecto del día: Colmenar Viejo, 5:05. En la calle una pasarela me conduce hasta el sonido hidráulico de una escalera mecánica. Qué inútil la urgencia vacía de sus peldaños. Giro la curva, avanzo hacia mi portal. Se levanta un viento, un periódico se enreda en mis piernas. Leo: La búsqueda de vida en otros planetas está en sus comienzos. ¡Y eso que no hemos acabado de destruir éste! ¿Vendrán los zombis de la calle Arenal desde ese más allá? ¿Alcanzarán a lugares celestes los poderes de Alcina, y por extensión del arte? Me acuesto sin respuesta, con un cansancio profundo, de cuento infantil. Un abismo de cuna cruzado por el movimiento de ese tren madrugador, y en sus vagones, tras los barrotes, zombies que regresan, vencidos, al mundo real, al de las resacas y las ausencias, al de la vida sin maquillajes ni más allá. Todos marcharemos de aquí, sí, y qué raro pero no siento pena, sino más bien continuación: desconocido el momento, sólo resta la certeza de que, por encima de nosotros, quedará, malvada y bondadosa, siempre eterna, Alcina, y su música de poderosa hechicera. Todo lo demás desaparecerá, y debe ser así. De mis palabras, de tus ojos, de nosotros, sólo quedará, como de Ruggiero, nuestra insatisfacción, porque es eterna.

Hacia la luz

Britten

La música deja de sonar. Nadie aplaude. No. Alguien aplaude. Sí. Pero las palmas callan al poco, palmas anticipadas, palmas avergonzadas, palmas en retirada. El teatro sigue a oscuras, comprimido en el interior de un túnel. En el túnel elegimos jugador: podemos ser alemán o ser británico o ser ruso. Los roles son indiferentes, porque es un juego sin ganador. A oscuras no se distingue el color de uniformes o banderas. Qué raro: aún se siente la vida del enemigo que acabamos de matar. Enemigo. Vete tú a saber qué demonios significa esa palabra. Enemigo. Toc, toc, toc. En la guerra la muerte es solo una pausa. Porque en la superficie siempre continua la batalla. Su sonido llega lejano, como atracciones de feria en un pueblo vecino.

El camino hasta el túnel, y el habernos encerrado en su claustrofobia una hora y media, y no ver nunca la luz, se lo debemos a Benjamin Britten y su War Requiem. El milagro de hacernos subir hasta la luz, a la dirección musical de Pablo Heras-Casado. En el Libera me su batuta hace un último toc toc, toc, rompe el suelo, se abre un hueco. Del butrón salen unas manos. Manos sin cuerpo, como marionetas. De las manos un cuerpo, y del cuerpo la luz nueva de la araña central del Teatro Real en Madrid. ¡Qué extraño viaje! Todos estamos salvados y todos, ahora sí, con las manos libres, aplaudimos de alivio y felicidad.

«None», said the other, «save the undone years,

The hopelessness. Whatever hope is yours,
Was my life also; I went hunting wild
After the wildest beauty in the world,
For by my glee might many men have laughed,
And of my weeping something had been left,
Which must die now. I mean the truth untold,
The pity of war, the pity war distilled.
Now men will go content with what we spoiled.
Or, discontent, boil boldly, and be spilled.
They will be swift with swiftness of the tigress,
None will break ranks, though nations trek from progress.
Miss we the march of this retreating world
Into vain citadels that are not walled.
Then, when much blood had clogged their chariot-wheels
I would go up and wash them from sweet wells,
Even from wells we sunk too deep for war,
Even from the sweetest wells that ever were.
I am the enemy you killed, my friend.
I knew you in this dark; for so you frowned
Yesterday through me as you jabbed and killed.
I parried; but my hands were loath and cold.
Let us sleep now…»

La sombra única de Mortier

mortier

«Aquí no se viene a bostezar o a disfrutar pasivamente. Aquí se viene a pensar, reflexionar, irritarse, sobrecogerse, asustarse y enfadarse». Así pensaba Mortier que debía ser la ópera: un espacio insólito de relación cultural. Así lo he vivido también yo en mi primer año de abonado al Teatro Real, y el último en vida de este gestor belga.

Si bien la temporada 2014/2015 mantiene proyectos de Mortier, nadie duda que sucederle es una tarea difícil: la de alguien que no sabe si volver al orden anterior o continuar un camino de vanguardia. Recoger el cuarto, apagar el fuego, o por el contrario continuar la grieta de la pared: buscar un nuevo desorden que lleve a una nueva emoción.

De esta primera y única temporada de Mortier recordaré algunas obras y puestas en escena memorables. Por ejemplo The Indian Queen, de Purcell, que en algunos medios se malinterpretó como un ataque al papel de los españoles en la conquista de América (¿es que fue de otro modo?), o el estreno mundial de Brokeback Mountain de Wourinen, obra de amor puro, fuera de los límites, y que ligaba muy bien con Tristán e Isolda, de Wagner, programada en esas mismas fechas.

Mortier dejará los rescoldos de una última batalla: en su paso por cualquier teatro luchó siempre por imponer sus convicciones, y Madrid no fue menos que París o Viena. Participando o no del entusiasmo de sus afirmaciones, uno disfrutaba de encontrar en periódicos y foros debates febriles sobre sus opiniones, tan lúcidas como arrogantes. Hizo de Madrid un faro de cultura operística con relevancia mundial, y lo consiguió gracias a trabajo y una decidida voluntad de ruptura. Como cualquier funambulista que asume riesgos, su balance fue desigual.

Qué paradoja que Mortier dudara de que algún español pudiera continuar con su tarea, pensar que ahora él está muerto y que un español, Joan Matabosch, vaya a sucederle; un español elegido porque así se impuso políticamente, en una decisión atávica que Mortier ni comprendía ni aceptaba. Mortier, que tanto conocía y amaba España, nunca llegó a entender el clientelismo dominante. Y qué coincidencia lo que evocan sus apellidos: muerte en Mortier, matar en Matabosch.

Mortier se ha ido, pero su espíritu guerrero seguirá dominando durante algún tiempo los intermedios de cada ópera. Continuará así la educada pelea entre conservadores y vanguardistas, aunque a veces de sus palabras escapen furores de hincha deportivo. Algunos hablarán de Haneke y de estrenos mundiales. Otros dirán que ningún proyecto quedará en el recuerdo, que poco importa haber logrado que el Teatro Real sea un espacio elitista internacional, y que por lo que se paga la necesidad de entretenimiento es innegociable. Indignados, los rupturistas les llamarán zarzueleros, les hablarán de que hay que ir más allá del puro ocio, de la importancia de la razón y la inteligencia por encima del belcanto y los perfumados de ajoaceite.

Unos y otros mirando a la Plaza de Oriente desde el ventanal del restaurante, discutiendo con una copa de vino en una mano y un canapé de salmón en la otra. Unos y otros bajando la mirada hacia la pantalla de sus teléfonos, que recuperan el frenesí tras un acto impuesto de silencio. Tal vez, en el fondo, unos y otros no piensen de forma tan diferente, y la discusión, aunque encendida, no sea tan importante. Con los tobillos sobre mullidas alfombras, rodeado de tapices y dorados, es fácil caer en un arrullo aburguesado. Al final todos somos acomodaticios y nos parecemos a los demás mucho más de lo que creemos. ¿No será tal vez esta indolencia gris aquello contra la que Mortier luchó hasta su último día?