«Aquí no se viene a bostezar o a disfrutar pasivamente. Aquí se viene a pensar, reflexionar, irritarse, sobrecogerse, asustarse y enfadarse». Así pensaba Mortier que debía ser la ópera: un espacio insólito de relación cultural. Así lo he vivido también yo en mi primer año de abonado al Teatro Real, y el último en vida de este gestor belga.
Si bien la temporada 2014/2015 mantiene proyectos de Mortier, nadie duda que sucederle es una tarea difícil: la de alguien que no sabe si volver al orden anterior o continuar un camino de vanguardia. Recoger el cuarto, apagar el fuego, o por el contrario continuar la grieta de la pared: buscar un nuevo desorden que lleve a una nueva emoción.
De esta primera y única temporada de Mortier recordaré algunas obras y puestas en escena memorables. Por ejemplo The Indian Queen, de Purcell, que en algunos medios se malinterpretó como un ataque al papel de los españoles en la conquista de América (¿es que fue de otro modo?), o el estreno mundial de Brokeback Mountain de Wourinen, obra de amor puro, fuera de los límites, y que ligaba muy bien con Tristán e Isolda, de Wagner, programada en esas mismas fechas.
Mortier dejará los rescoldos de una última batalla: en su paso por cualquier teatro luchó siempre por imponer sus convicciones, y Madrid no fue menos que París o Viena. Participando o no del entusiasmo de sus afirmaciones, uno disfrutaba de encontrar en periódicos y foros debates febriles sobre sus opiniones, tan lúcidas como arrogantes. Hizo de Madrid un faro de cultura operística con relevancia mundial, y lo consiguió gracias a trabajo y una decidida voluntad de ruptura. Como cualquier funambulista que asume riesgos, su balance fue desigual.
Qué paradoja que Mortier dudara de que algún español pudiera continuar con su tarea, pensar que ahora él está muerto y que un español, Joan Matabosch, vaya a sucederle; un español elegido porque así se impuso políticamente, en una decisión atávica que Mortier ni comprendía ni aceptaba. Mortier, que tanto conocía y amaba España, nunca llegó a entender el clientelismo dominante. Y qué coincidencia lo que evocan sus apellidos: muerte en Mortier, matar en Matabosch.
Mortier se ha ido, pero su espíritu guerrero seguirá dominando durante algún tiempo los intermedios de cada ópera. Continuará así la educada pelea entre conservadores y vanguardistas, aunque a veces de sus palabras escapen furores de hincha deportivo. Algunos hablarán de Haneke y de estrenos mundiales. Otros dirán que ningún proyecto quedará en el recuerdo, que poco importa haber logrado que el Teatro Real sea un espacio elitista internacional, y que por lo que se paga la necesidad de entretenimiento es innegociable. Indignados, los rupturistas les llamarán zarzueleros, les hablarán de que hay que ir más allá del puro ocio, de la importancia de la razón y la inteligencia por encima del belcanto y los perfumados de ajoaceite.
Unos y otros mirando a la Plaza de Oriente desde el ventanal del restaurante, discutiendo con una copa de vino en una mano y un canapé de salmón en la otra. Unos y otros bajando la mirada hacia la pantalla de sus teléfonos, que recuperan el frenesí tras un acto impuesto de silencio. Tal vez, en el fondo, unos y otros no piensen de forma tan diferente, y la discusión, aunque encendida, no sea tan importante. Con los tobillos sobre mullidas alfombras, rodeado de tapices y dorados, es fácil caer en un arrullo aburguesado. Al final todos somos acomodaticios y nos parecemos a los demás mucho más de lo que creemos. ¿No será tal vez esta indolencia gris aquello contra la que Mortier luchó hasta su último día?