Coincidencia: las dos óperas que he escuchado en París fueron escritas por Verdi. Hasta ahí el parecido. Una fue Falstaff, la segunda Aida. Una, observada incómodamente, de pie, en lo alto de la sala, y por apenas cinco euros. La segunda gozada cerca del escenario, en un asiento extensible que se abre, como una solapa, sobre el pasillo del patio de butacas, y pagada con alegre premeditación. Falstaff es la ópera que se disculpa de Verdi porque la escribió Verdi. Algunos críticos apuntan a que, en su partitura, ya se advierte el declive mental de su autor. Aida, por el contrario, es una explosión en cadena de arias, de cambios de escena, de proezas vocales. Una fiesta. Además, el libreto convence: hay —cómo no—, un amor imposible y un final trágico, sin reconciliación de contrarios. Pero la obra plantea otros temas interesantes, centrados en las difíciles relaciones entre el orden militar —es decir, político— y el ámbito privado, y también las relaciones entre un pueblo conquistador y otro conquistado. Binomios que tienen una siniestra traslación en lo que ocurre fuera de la sala, un París que duda sobre su identidad en cada esquina, y en cada esquina un policía, que se pregunta cómo reaccionar a lo que le está ocurriendo. Olvidados los motivos para matar, uno no sabe dónde está la inocencia, dónde la culpabilidad. Todo parece posible cuando se vive un mundo de locura. Todo parece justificado porque, en la ilógica humana, cabe todo. Los soldados egipcios del escenario, con sus fusiles de plástico, apuntan al público. Al instante, elipsis, celebran la victoria sobre los egipcios. El público, si piensa lo mismo que yo, pero multiplicado en filas y en columnas, queda confundido: ¿debemos festejar cualquier liberación de un territorio si la misma pasa por derramar sangre?
En esa duda multiplicada salgo de la obra de arte y regreso a la ciudad, con el aturdimiento que produce el mundo real. Los pasos me van introduciendo en la noche. Hay una urgencia de felicidad en el tráfico, y los teléfonos móviles iluminan caras y ojeras de sus usuarios. Comparada con mi visita de dos veranos antes, Falstaff versus Aida, encuentro ahora en París menos ciclistas, menos cigarrillos electrónicos, idénticos coches, más calor y más turistas. Mi hotel está en Charlonton. Tiene el suelo enmoquetado, una cama amplia, una cocina con una nevera ruidosa. La ventana, multiplicada por dos, abre a un bulevar periférico de ocho carriles.
En la mañana del sábado, la sombra tras los carriles resulta ser un cementerio, y al otro lado de la avenida descubro un parque amplio. Salgo a correr. Qué felicidad moverse sin destino por ciudades desconocidas. Cada zancada es una promesa cumplida de ejercicio y tiempo libre. Al regresar al hotel para ducharme, me cruzo con niños con quipa que salen de una mezquita, bajo la mirada atenta de la Guardia Republicana. En un supermercado Simply compro gel de coco, queso de cabra y vino. Ah, y pasta de dientes, que también se me olvida hasta escribiendo. Cojo un metro, me bajo en Chatelet, camino por la rue de Saint Honoré. El Marais continúa siendo un dédalo de calles que esquivan, hasta ahora, a las grandes cadenas mundiales. Amancio Ortega aún no ha pisado, con sus pies gigantes de millonario, la singularidad hermosa de este barrio. En un mercado al aire libre la gente —y uno mismo— aguanta estoica, durante más una hora, para comerse un sándwich, que sabe de maravilla tanto por su relleno como por lo cansado de su espera.
Oscurece. De noche, París celebra su bandera. Focos estratégicos la proyectan por las esquinas. A medida que me alejo del centro, camino del hotel, se van cerrando los últimos comercios. Hay una hora en París tras la cual sólo se puede comer kebab. Me cruzo con un policía: a oscuras su fusil podría ser auténtico o no. El mundo a oscuras tiene algo de irreal. Próximo al hotel tropiezo con un bistró abierto. En la acera hay esa confusión parisina de mesitas circulares. Uno se pregunta qué ejercicios acrobáticos deberán estudiar los camareros para trabajar allí. No ahora: al acercarme compruebo que el local esta vacío. Suena una canción que no escucha nadie salvo yo, me quedo un instante, la reconozco. Francoise Hardy: A quoi ca sert? Sonaba en Jeune et Jolie. Escucho: Comme on n´est pas très malheureux, on oublie qu´on n´est pas heureux (Como no somos muy desgraciados, olvidamos que no somos felices). Ya en el hotel, me tumbo junto al rumor del tráfico. La nevera ronca y mi brazo inerte se abraza a ocho carriles de tráfico. Los párpados también se acuestan, y observan la mirada de piedra de las lápidas. Antes de dormir, me siento más cercano esta ciudad. Creo que la conozco mejor, y por eso que la amo más. Como las coincidencias suelen no tener freno, me pregunto si será Verdi, de nuevo, quien me haga volver aquí.