Aunque esta intenta ser una página web sobre música, hoy me apetece hablar del silencio.
Cuando en 1951 John Cage visitó la cámara anecoica de la universidad de Harvard, para obtener una idea del silencio total, advirtió dos sonidos: el de sus sistema nervioso y el de los latidos de su corazón. Comprendió que era imposible de experimentar el silencio estando uno vivo, y que el silencio no es algo acústico, o más bien no acústico, sino que su significado es la pérdida de atención, el abandono del deseo de oir. Para Cage el silencio existe cuando no encontramos una conexión directa con las intenciones que producen los sonidos.
Un año más tarde este compositor escribió una pieza musical insonora, titulada 4′ 33¨. Como puede deducirse, se trataba de cuatro minutos y medio de silencio. Fue su obra más famosa, y por la que muchos aficionados a la música le recuerdan. El silencio no servía de engarce entre sonidos dentro de una obra. El silencio en este caso era la propia obra, y como tal un silencio dirigido. Para Cage el silencio, aparte de imposible, era un estado libre de intención, ya que siempre tenemos sonidos, vivimos en un mundo de sonidos, y por lo tanto no disponemos de ningún silencio en el mundo. Con esta obra quería demostrar que lo que denominamos silencio está dominado por una intencionalidad, y que debíamos aprender a escuchar todo aquello que falsamente se oculta con la palabra silencio.
Hoy he pensado sobre esta obra recordando mi visita a la universidad de Aix-en-Provence en 2002. Era la hora del almuerzo, y el comedor estaba lleno de estudiantes. Me sorprendió el silencio: no lograba entender que todo aquel grupo de mandíbulas masticando, de platos y cubiertos metálicos, de conversaciones y sillas moviéndose, apenas provocaran ruido, que era la imagen mental que yo tenía y mantengo de un comedor universitario. Parecía como si todos hubieran recibido una misma noticia fatal, y guardaran un respetuoso silencio: el refectorio de un monasterio. En ese mismo momento en mi universidad, situada en Getafe, comenzaba la algarada diaria de estudiantes, los golpes metálicos de las bandejas apiladas en el acceso al comedor, luego carcajadas en la zona de autoservicio, llenando el techo alto de la sala, donde gente se llamaba a gritos de una esquina a otra, como si no se hubieran visto en años, y camareros desganados que trataban con ira a la loza, ayudando a que mantener una conversación con la persona más próxima fuera algo imposible.
A la hora de la comida de hoy domingo he ido a un bar donde, como muchos otros en España, se premia la generación de decibelios: ruido de conversaciones, de una radio encendida para forzar aún más las gargantas de los clientes, ruido del camarero que golpea la vajilla al sacarla del lavaplatos, como si aliviara así un malestar interno. Todo este ruido innecesario son sonidos que no tienen sentido, donde uno trata de abandonar su deseo de oír, y, por lo tanto, siguiendo a John Cage, son silencio: carecen de contenido. Me impiden conversar con mis padres, nos acelera la ingesta del pincho de tortilla, pagamos y salimos rápidamente a la calle, aliviados.
Vuelvo a casa y pienso si habrá algún dato que relacione el nivel cultural de las personas y su generación de ruido.
Hace un tiempo conocí a un africano que en su infancia había vivido en el desierto del Sáhara. Me acuerdo que le pregunté cómo hacía para no aburrirse. Me dio una respuesta que quizá tiene algo que ver con lo que brillantemente has expuesto. O quizá no, no lo sé. Lo cierto es que me dijo que cuando había viento, el aire acariciaba las dunas generando silbidos. Cerrando los ojos él (y otros como él) podían generar melodías en su cabeza; en ocasiones incluso compartían y contrastaban esas melodías, y los significados que les daban.
Al igual que de un sonido se puede hacer una melodía, de un silencio también se puede obtener lo mismo.
Dicho de otra forma. Me acuerdo que un profesor de anatomía me contó que cuando empezaba a trabajar en el departamento de la facultad, se quedó encerrado en la sala de disecciones un viernes por la tarde. Sabía que tenía comida y bebida suficiente para pasar el fin de semana; también sabía que al no verle llegar a casa, su familia mandaría que le buscaran ahí.
A pesar de todo eso, cuando llevaba algo más de una hora, empezó a ver cómo los cadáveres (en teoría inmóviles) empezaban a mover sus extremidades o, incluso, sus cabezas. Y de hecho empezó a sentir una frialdad en el cuerpo y a oír un ruidito metálico continuo en la sala.
Estas cambios sensoperceptivos aparecieron en un contexto de ansiedad, distorsionador de los significados que la corteza cerebral da a la información recogida por nuestros sentidos.
Es por tanto la intensificación de una vía perceptual (o lo contrario como en estudios en que se cierra a personas bloqueando sus cinco sentidos), junto a la emoción asociada, un factor que puede generar ilusiones y alucinaciones, como ya han puesto de manifiesto técnicas como la hipnosis, por ejemplo.
En el caso del señor Cage, aparte del sonido de los latidos de su corazón y el de su SNC, mediante autohipnosis podría haber generado imágenes, ruidos, olores, sensaciones, sabores externos. Siempre se podrá decir que eso es SNC. Pero no deja de ser necesaria la interacción con el entorno, ese entorno que nunca es silencioso, porque como dice Watzlawick «la no comunicación no existe».
PD: Dani q me he rallado, jajaj, pero pq me ha parecido muy bueno tu escrito…
¡Vaya gran comentario Juan! Muy interesantes las dos historias. sobre todo la del hombre del Sáhara, solitariamente imaginando melodías desde el viento. Y como concluyes me encanta también, con la inexistencia de la no comunicación… espero que sigamos por aquí o en Olavide charlando y comunicándonos.
De momento sólo he leído esta última entrada, pero me ha encantado. Por favor, sigue escribiendo, Rebueno!!!