Domingo 21 de agosto de 2011. Diario de viaje al Rhin.

 

http://www.youtube.com/watch?v=ha2zuih1iIE&feature=fvst

Mi segunda vez en la capital financiera de Europa, y la segunda vez que el cielo amanecía nublado, como una sábana tersa sostenida a las afueras de la ciudad, por detrás de los rascacielos y los aviones despegando, y con algunos jirones por los que se derramaba una lluvia intermitente, gotas que caían sobre gente aislada, y con los que me cruzaba sin saber muy bien si acababan de levantarse o bien no habían dormido aún. Había estado en esta ciudad en diciembre de 2005, alojado en un hostal juvenil de habitaciones con literas cerca de la estación central de trenes, y también próximo al hotel donde me acababa de despertar. Sentado sobre la mochila, con el ruido de los trenes a mi espalda, había esparado a mis amigos holandeses que venían en coche desde Amsterdam y disfrutar juntos de unos días en Heidelberg. De mi primera visita a Frankfurt recuerdo el ambiente sórdido de las calles del barrio rojo para después, en apenas unos metros (una frontera invisible) el ambiente aún más siniestro de la zona financiera: maletines avanzando fieramente de la mano de hombres de traje azul, camisa blanca, y gesto decidido. Recuerdo también haber caminado sin rumbo fijo bajo una lluvia pertinaz, como la que ahora comenzaba, imaginando melodías musicales y grabándolas en el teléfono móvil para no ser olvidadas (aunque finalmente así ha sido y ya no sé qué queda de ellas), y en la mochila un libro de tiras de sátira empresarial de Dilbert, comprado en una de las librerías de la estación de trenes.

Desayuné en una panadería un croissant y un café; sentado junto a la ventana observé en la calle el pedaleo rápido de unos ciclistas. Continué después caminando sobre aceras pegajosas, como si pisara la resaca de la calle. Una mujer dormitaba en la entrada del metro. Estaba doblada y la cabeza caía hacia los lados sin gravidez, sobresaltando el sueño, como si pesara demasiado o el cuello tuviera la flacidez de una hoja de papel. Había gente joven con tatuajes bebiendo en una terraza, bajo la lluvia. Más adelante contemplé los feúchos rascacielos, entorno a la plaza donde se levanta el monumento con el símbolo del euro. Después me acerqué a la zona del río, y visité el museo del cine. La visita costaba once euros, precio que, tras recorrer las tres plantas, me resultó abusivo. Claro que también me lo parecen las entradas de cine, así que todo está en consonancia. En la planta superior había una exposición de fotografías a gran tamaño de actores famosos, lamentablemente muchos de ellos alemanes, y por lo tanto absolutamente desconocidos para mí. En la planta intermedia, la más interesante, unas pantallas de vídeo te filmaban al borde de un edificio, o iluminado en una gran pantalla, como si fueras un actor profesional. En la primera planta, la última de la visita, y donde se encontraba la exposición permanente, se explicaba la historia del cine, las primeras animaciones, a base de dibujos que, al girar y ser vistos a través de una lente, lograban de distintas maneras una animación torpe e ingenua, pero que, justamente por su escaso aparato técnico, resultaban doblemente meritorias. Me gustó el visionado de una de las primeras películas que se conservaban, lógicamente muda y en blanco y negro, donde, en una escena de cámara fija, aparecía la rueda de un carromato que se llevaba por delante lo que fuera, un camarero con la bandeja cargada de vasos, dos hombres caminando, un desfile.

Regresé al hotel, pagué la habitación, y volví a hacer el camino inverso del día anterior camino del aeropuerto, lugar en el que había reservado un coche. En la estación de tren me tropecé con una muchedumbre de hinchas de fútbol. Cuando llegué al mostrador de la empresa de alquiler de coches me atendió una mujer enorme de pelo rubio y que, con suma eficiencia, realizó en apenas unos minutos todos los trámites que me llevaron a las llaves de un Ford Fiesta estacionado en un garaje cercano. Arranqué el coche, y en el propio aparcamiento descubrí que la potencia del motor no dejaba de ser una bicicleta evolucionada, y que llevaba las de perder en la carretera ante la locura de velocidad alemana.

Apenas tardé dos horas en llegar a mi destino, Cochem. En el viaje fui escuchando las canciones de la Tierra de Mahler y el Réquiem de Fauré. Seguramente un vendedor de seguros me diría que la elección de un réquiem no es la mejor música mientras conduces, pero lo cierto es que el de Fauré está lleno de una extraña alegría, como si no obedeciera a un hecho luctuoso, o como si el réquiem fuera por la vida de alguien que poco nos importa, aunque en tal caso dudo que se pudieran escribir una obra de tanta belleza. Tal y como ya había advertido en el aparcamiento del aeropuerto, el coche era lentísimo, pero no tenía prisa y el mundo me adelantaba a la izquierda a toda velocidad.
Hay lugares que, apenas vislumbrados, incluso antes siquiera de recorrerlos, sabes que permanecerán en tu memoria. Tienen una identidad inmaterial o alma. El alma de Cochem está escondido en sus calles estrechas y empinadas, como arterias de un cuerpo ya anciano, pues la ciudad es vieja, y las plazas son los órganos que impulsan vida a la gente, que se mueve de un jardín con mesas llenas de cerveza a un paseo lento junto al río, y de allí al hotel con vistas a la noche sobre el río. Calles como arterias y plazas como órganos son paralelismos evidentes que cualquiera puede observar; forman en un cuerpo antiguo un alma feliz, de alegría juvenil y despreocupada. Cochem ha nacido al pie del río Mosela entre Coblenza y Trier, y se ha criado siempre en ese lugar, no ha tenido necesidad o no hay querido emigrar, y por ello su crecimiento fue un urbanismo breve y perfecto, ajeno a la precipitación o las modas, porque Cochem no es en definitiva un lugar de paso, sino un lugar para quedarse: las manos que han abierto planos de espacio entre el río y la montaña, dotándolo de vida, son las manos que en ese momento agarran el manillar de una bicicleta o sirven vino sobre copas cantarinas o las manos que se apoyan para observar las embarcaciones que navegan por el río. Nadie crea algo tan hermoso si no es para recrearse después en ello todo el tiempo que sea necesario, la maleta del arquitecto en lo alto del armario llena de polvo, y como en la vida el tiempo necesario para ser feliz es trágicamente breve, es una conclusión obvia que todos los que han contribuido a crear Cochem viven en la ciudad, pues la aman y ello exige cuidarla. El cuidado del cuerpo es clave: Cochem puede engordar en extrarradios sin personalidad, una obesidad de rotondas hacia terrenos en construcción, o bien las berrugas de paneles publicitarios que nos recuerdan que vivimos en un tiempo de constante consumo y por lo tanto constante insatisfacción, pues siempre se anuncia aquello que no tenemos. Todo ello exige ojos de alarma y acción para evitarlo. Y en Cochem sus moradores han creado la calles por las que caminan, son los glóbulos de una sangre clínicamente perfecta, y protegen que ninguna casa sea idéntica a otra y sin embargo todas sean homogéneas entre sí, aseguran que se pueda saltar por los tejados pues así ningún edificio brincará de altura con la del vecino; los coches son una maldita pero necesaria realidad contemporánea, y quedan escondidos en un aparcamiento cerrado y otro a un lado de la montaña, bajo la sombra de los viñedos, y el bramido del tren, que a principios del siglo XIX trajo algo de industria a la zona, se ahogua en un cavernoso e infinito túnel que atraviesa la montaña a golpe de talonario y abre su boca en un apeadero a las afueras del pueblo.

Descendiendo por la carretera zigzagueante apareció pues Cochem, un pueblo de casas con tejados inclinados de pizarra y calles empinadas, como terrazas de vida concéntricas que ascienden hasta el magnífico castillo en lo alto. En el cielo, sobre la torre del homenaje, un sol limpio daba calor a la gente que se amontonaba en la ribera del río Mosela, esperando alguno de los muchos cruceros fluviales que desde su embarcadero partían. Una banda tocaba música, los comercios en las calles peatonales estaban a rebosar y la gente caminaba despacio, con las manos encadenadas a la espalda. Había un ambiente general de paz y de periodo vacacional, ideas que no siempre van de la mano.

Aparqué el coche en un estacionamiento público, y me decidí a buscar el hotel, situado en la calle Pinnerstrasse, que resultó ser una pequeña carretera a la espalda de las vías del tren: el establecimiento estaba encajado entre la estación ferroviaria y las vides que, inmediatamente frente a mi ventana, se cultivan en toda la empinada ladera norte del río. Junto a la estación una chica rubia cogía el sol mientras leía un libro y subrayaba cuidadosamente con una regla. Pregunté la dirección del hotel, pero desconocía la calle y el establecimiento, si bien descubrí casi de inmediato que estábamos bien cerca de él. Tenía el pelo rubio, y la cara con una tez limpia y láctea común en muchas chicas alemanas. Agradeciendo su fracaso informativo, la dejé azorado a mi espalda, y pensé que sólo una chica sería capaz de estar leyendo algo en la acera, parecía un libro de poemas, en pleno mes de agosto, y subrayándolo además con el cuidado y ayuda de una regla escolar. Me pregunté si se marchaba de la ciudad o bien esperaba a alguien en la estación, de ahí que estuviera sentada muy cerca de la misma, y lamenté la certeza de que no la volvería a ver más, aunque lo bonito del enamoramiento tonto y breve es que rápidamente es reemplazado por otro, y la tristeza es afortunadamente pasajera. Enamoramientos de un minuto.

Comprendida la manera de llegar al hotel en coche, volví a por el mismo hasta el parking; el hotel era un establecimiento familiar pequeño, de una planta y forma rectangular. La proximidad de las vías ferroviarias hacía que al paso de los convoyes vibraran las ventanas, especialmente las de la zona del desayuno, que estaban del lado de las traviesas. En la web de reservas ya advertían que el hotel no era el más indicado para personas con sueño ligero, y de ahí que yo hiciera mi solicitud con los ojos cerrados, dado que duermo como un tronco, si bien lamenté que a lo mejor mis ronquidos pudieran despertar el sueño de viajeros nocturnos. Por la noche del día siguiente regresando al hotel en absoluto silencio descubriría que, en la quietud del valle, el sonido del tren era una sacudida sonora, una grieta a la paz del resto de elementos. Su lento frenado hidráulico, el largo suspiro antes de abrir las puertas, el traqueteo y aceleración, nuevamente la máquina a toda velocidad. Sonidos que se proyectaban y seguirán proyectando desde las vías hasta la última de las vides en un lado de la montaña, cargadas en este momento del año con racimos de pequeñas uvas, y también hasta las casitas de la ribera opuesta, apiñadas abajo, junto a la orilla, y más dispersas y señoriales en lo alto.

El hostelero me enseñó la habitación, decorada con brevedad monacal, y de inmediato me preguntó sorprendido por qué había venido de España. Siendo muy complicado tratar de explicarle la verdad, si ésta consiste en que deseaba conocer los dos grandes ríos europeos, el Rhin y el Danubio, y que este año había empezado por el primero, y que tras mi año de escuchar música clásica quería recorrer, si acaso superficialmente, los bosques donde los compositores alemanes paseaban buscando a las musas, y parecían encontrar las sinfonías colgadas de las ramas de un árbol bajo, le comenté brevemente la página web de información turística con la que me había tropezado, simplemente tecleando en Google Alemania Romántica. Así de sencillo. Le pareció una respuesta convincente o quizás su dominio del inglés no le permitía conjeturas y respondió que esperaba que con mi visita más gente de mi país se animara a venir, lo cual me hizo sentir una suerte de embajador cultural o de turismo, y también que esperaba acudiera más gente de Francia, país que quizás por estar tan cerca paradójicamente ignoraba la región. Apenas vienen aquí alemanes y gente de países nórdicos. Y holandeses, concluyó. Sobre todo holandeses. Saber que por allí veraneaban holandeses me confirmó lo interesante del lugar, aún sin apenas haberlo conocido. Pues cuando se acercan por España no salen de una de mis zonas favoritas: la Costa Brava.

Mi primer paseo por el pueblo de Cochem confirmó la buena vibración inicial. Ciclistas, gente tumbada a la sombra junto a la orilla o en las terrazas próximas al río; pequeñas calles empedradas con tiendas de vino ofreciendo degustaciones del mismo, y siempre en lo alto, a cada vuelta de la esquina, el magnífico castillo de estilo gótico tardío, emplazado sobre el codo de un río, y con vistas al valle que bien justifican la sudorosa pendiente que media hasta su puerta. Junto a su recio acceso escuché español: un grupo de argentinos hablando a gritos. Me alejé tratando de evitar todo contacto que les hiciera suponer también hablaba su idioma, aunque espero que de forma menos aguda y relamida. Repuse las fuerzas perdidas en la bajada del castillo feudal: una cerveza y una botella de agua… ¡sin gas, afortunadamente! Mientras recuperaba el resuello en la sombra fresca del bar resumí mentalmente algunos hechos sociales que hasta entonces me habían sorprendido. En Alemania se seguía permitiendo fumar en los bares, o al menos así lo vi en los dos anteriores. Un camarero en Daun me confirmaría dos días después que solamente en ese departamento. El agua con gas sabía que era de su agrado, pero lo olvidé para mi desgracia al pedir a la camarera agua sin más. ¿Cómo se puede gasificar el agua, con lo buena que es natural? Y finalmente los perros: ¿hay pocos o bien ladran menos? Eso pensé al día siguiente dando un paseo nocturno por una zona de villas con jardín: la mayor parte de ellas estaban ocupadas, pues veía luz en las ventanas o el resplandor de una televisión encendida o coches aparcados en las rampas de sus garajes, y sin embargo en ningún momento escuché el ladrido de un perro. Un paseo similar en España hubiera sido entre amenazas caninas. Otro dato que me llamó la atención: el pan. Es cruzar los Pirineos y siempre mejora. Claro que no es difícil de superar el pan español ultra congelado. Finalmente los horarios de comidas. Tanto que esperé para una auténtica cena alemana que, precisamente por querer ser alemana, me encontré con todos los restaurantes cerrados a las nueve de la noche, así que mi primera cena en Cochem resultó ser un rollito de primavera y un pato con salsa de ajo.

Ya bien entrada la noche regresé al hotel. Respondí a un mensaje de mi madre preguntando si todo iba bien. Todo va bien, muy bien. Crecer significa descubrir que tus padres no son omnipotentes, que fuera del barrio existen idiomas que ellos no conocen, cuando fueron ellos quien te enseñaron a hablar, que hay otros sistemas de vida por detrás de los muros de la infancia que ellos construyeron, y que tú no te atreviste a saltar o bien finalmente cayeron por el desgaste del tiempo; aparecen en la edad adulta valores que te ocultaron porque sabían llegarías a ellos, o bien porque simplemente los desconocían. Empequeñecen tus padres, y aunque la vida adulta parece ofrecer oportunidades que de niño o joven no existían, resulta que ese mundo de progresiva amplitud se cierra cuando la figura de los padres se reduce, cuando les ves arrastrar con dificultad el carro de la compra o toser desde unos pulmones cuyos filtros ya no están limpios. Los padres siempre se han preocupado por los hijos y uno que es sólo lo segundo se preocupa por sus progenitores, a veces con torpeza e ingeniudad, incluso tratando de disimular que en sus acciones hay amor y miedo a perderles, y creando también nuevos muros donde esconderse uno mismo o aquellos valores que, sorpresa, ellos también ocultaron.

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