A las ocho de la mañana estaba despierto y desayunando. Qué pena que nunca tenga apetito en el desayuno, es más, debe ser el único momento del día que me ocurre. Porque era muy completo: embutido, tres panes, mantequilla, mermelada, queso, zumo y café. Así que desayuné poco y además rápido, pues deseaba coger el barco que hacía el recorrido más largo por el río, y que zarpaba a las nueve y cuarto de la mañana en dirección a Coblenza. Pagué a la taquillera el billete, veintiocho euros, y me senté en la cubierta superior, sobre un banco húmedo de madera. El motor se puso en marcha, vibraron los ceniceros sobre las mesas, y presté atención al horario informado en el folleto: llegada a Coblenza a la una de la tarde. Hora y media en la ciudad donde se unen las aguas del Rhin y del Mosela, y regreso a Cochem a las ocho de la tarde. El viaje comenzó bajo un cielo gris y algo de lluvia, pero cuando llegamos a nuestro destino, hacia las dos de la tarde, en el cielo sin nubes brillaba el sol. El tiempo era caprichoso, y cuando las nubes bajaban sobre las aguas los escasos viajeros nos movíamos a las mesas de popa, más resguardadas, o bien directamente al interior, donde algunos pedían café, te, cerveza o vino. Las vides se abrían siempre al lado izquierdo de nuestro trayecto, en el lado norte del río. En el breve espacio que quedaba entre la ladera y la orilla del Mosela se apiñaban primero el carril para bicicletas, generalmente junto al río, después la carretera, luego pequeños pueblos con fachadas de piedra cargadas de flores, de una hermosura que parecía diseñada para ser fotografíada en postales, enviada su belleza rural hacia amigos en grandes urbes. Pueblos construidos inevitablemente a los lados de una delgada calle principal que muchas veces era la propia carretera, y finalmente las vías del tren, encajadas entre la espalda del pueblo y la falda de la montaña, con su carga futura de vino. Había jóvenes bañándose entre juncos, zonas de camping atestadas de caravanas y tiendas de campaña, barcos de eslora infinita transportando materiales de construcción y chatarra, flores en las ventanas, pequeños hoteles en cuyos porches se abrían terrazas mirando al río donde la gente bebía cerveza a cualquier hora del recorrido. En una explanada algunos operarios levantaban la carpa de un circo con las banderas de España y Alemania en lo alto.
Me di una vuelta por el barco, compuesto de dos alturas, la cubierta superior, con bancos y mesas de madera firmemente fijadas al suelo, y un salón inferior cerrado que servía también de almacén y cocina. Era el pasajero más joven del crucero a Coblenza, y también el único que viajaba solo. Lo más interesante de viajar solo es que, paradójicamente, puedes hablar más que viajando en compañía, pues aunque se pueda pensar que la necesidad de comunicar es siempre la misma, cuando los libros o la música o un paisaje o un pensamiento no son suficiente diálogo, entonces necesitas con urgencia de alguien apoyado en la misma barra del bar, o visitando a tu ritmo exacto las salas de un museo, y en tu cabeza estalla todo el mundo interior que ha sido estrangulado por el silencio, pues tu boca apenas ha murmurado un buenos días en toda la mañana, y todo ese flujo de ideas, anécdotas, imágenes o historias deseas súbitamente compartirlas, dado que lo no compartido, como lo no escrito, siempre muere, y ese flujo es tan fuerte que la soledad deviene en un torrente de diálogo; el ansia de comunicación tras un periodo de soledad es infinita y constituye un acto de vida o muerte, necesitas de alguien para lograrlo, gente desconocida de la que sólo tienes una imagen instantánea, el pensamiento automático que esa imagen te envía a tu cerebro, gente de la que tienes una percepción necesaria y estereotipada por tus creencias o cultura, posiblemente errónea pues los ojos no son siempre o más bien no son nunca el espejo del alma, y por eso ni las miradas ni los gestos son prueba judicial, aunque para los periodistas o escritores sean un elemento narrativamente muy nutritivo, en definitiva, esa gente completamente desconocida que en algunos momentos son un madero en el naufragio del silencio, y desconocidas son también lo inesperado de las respuestas que te darán, lo que podrán contarte acerca de sus motivaciones para doblar la espalda y escudriñar de cerca el detalle mínimo de un lienzo, o de lo que escriben en las páginas blancas de un cuaderno con una letra inclinada que parece sacudida por un viento, el pensamiento que parece marcharse acurrucado sobre las nubes de humo de un cigarrillo, y entonces, solamente si es logrado el milagro de los vasos comunicantes, se erigirá un puente de piedras antiguas entre las mentes, un puente invisible que refuerza la convicción de que la mirada nunca es el espejo del alma, porque esta comunicación es real y escapa a la vista, no tiene nada que ver con ella, son dos personas que hablan contemplando un cuadro o de camino por una senda señalada, y ese breve e invisible trecho de diálogo mientras los anoraks se rozan camino de la salida a la visita, o los mismos anoraks tumbados en la proximidad de las mesas de mármol de un bar con visillos y fotos antiguas en las paredes y en donde humean en compañía una taza de café y un chocolate, todo esa construcción de frases son los pilares por los que nuestras mentes van caminando, y la cerveza o el café o la visita compartidas en una ciudad desconocida logran que esa persona anónima de la que ni siquiera sabes bien su nombre sean lo único real en tu mundo, y el tiempo que dura ese diálogo, que no es sino la suma de las distancias en el puente de las frases puestas una detrás de otra, esos guiones en nubes sobre nuestras cabezas que pueden estar llenas de tópicos y en el que uno mismo se inventa un papel que no es cierto, pues los idiomas limitan la realidad y multiplican la facilidad hacia la ficción, pese a que en ese diálogo fortuito y necesario todo resulte precisamente ficticio y efímero y el puente sea rápidamente cruzado y al girar la espalda no quede nada sino un cauce en niebla, como la que ahora mismo domina el Mosela, por ese instante de tránsito común entre dos mentes ha merecido finalmente la pena el viaje, y muchas veces la compañía, que es un puente continuo pero sin barandillas, nos hace olvidar de la fragilidad de nuestros pasos, pues a la espalda, si nos damos la vuelta, sabemos que siempre no hay nada, nunca nada, y nos olvidamos que en definitiva existen otras maneras de cruzar el río que es el silencio impuesto, a traves de puentes que son líneas de movimiento desconocidos cuando la compañía impide ver más alla, pero que, desde el silencio interior e impuesto, y enriquecidos de aquello que amamos de forma callada, y cuando ese amor no basta, debemos, con urgencia, buscar.
En la cubierta del barco hay canciones que suenan en mi cabeza, aunque llevo mucho tiempo sin escucharlas, como si la música fuera una azada y hubiera hecho un surco en el interior del cerebro. Para intentar olvidarlas abro el libro que me acompaña, y recuerdo con placer la recomendación de Muñoz Molina, que ha hecho que ese volumen esté ahora junto a mí navegando también por el Mosela, y evidentemente la generosidad de mis amigos y compañeros del trabajo al regalármelo. Pensé en los amigos con los que había compartido algunos de mis mejores viajes. Ahora todos lo hacían de la mano de sus parejas, y puede que ello explicara que mis compañeros de viaje fueran Mahler y Debussy en el reproductor y la novela de una escritora canadiense sobre la mesa. Cuánto había de buscado en viajar solo, y cuánto de circunstancial. Pensé que viajar solo puede suponer a ratos un descubrimiento personal y el descubrimiento de otros, pero también momentos de aburrimiento o vacío. En cualquier caso, y si en ello se pone empeño, viajar solo ayuda a pensar, a llenar de contenido la mente, de ideas y lecturas y reflexiones para futuras conversaciones, como una sala de espera donde la mente se enriquece, porque quizás el mundo moderno, con su tiranía del contacto instantáneo, nos ha vacíado y dejado sin contenido, o incluso para muchos nos ha impedido, en su enredo de comunicaciones, llegar siquiera a llenarnos para poder ofrecer a los demás el placer de una conversación, y nuestros labios son también la puerta seca a un mundo convencional de urgencia y estereotipos, como decir que en los ojos se ve el alma y la conducta.
Llegamos a Coblenza a la una de la tarde. Teníamos una hora y media de descanso, y en la primera frutería que encontré compre unos melocotones y agua. Di un paseo por la ciudad, que se doblaba del calor, y me tumbé luego en la hierba, protegido en la sombra, esperando la hora de regreso a Cochem. Junto al embarcadero compré un pin magnético para mi madre, y leí en el libro de Anne Michaels lo siguiente: si el amor te encuentra, no hay día que perder. La uní mentalmente con la frase que los Beatles escribieron en su canción de The End: an in the end, the love you take is equal to the love you make (al final, el amor que recibes coincide con el que das) ¿Nadie habla de cómo encontrarlo?
Disfruté más con el viaje de regreso, aliviado de la obligación por atender a los detalles del recorrido, y traté entonces de comprender el funcionamiento de las tres esclusas que detenían la ruta del barco. Primero debíamos esperar a que se cerrara la compuerta trasera, o incluso antes aguardar que llegara otra embarcación con la que compartir la actividad de ascensión (que a la ida fue descenso). Una vez cerradas las compuertas el barco quedaba encajonado unos instantes en el fondo de la tanqueta, y los turistas oliendo a gasoil. Después se escuchaba el sonido del agua entrando con fuerza, la embarcación subiendo de nivel, ascendiendo con la vista las escalerillas de hierro de la esclusa, y volver a observar la luz de la tarde haciendo sombras sobre los turistas y las mesas con vasos de cerveza y ceniceros repletos, los viñedos desplazados ahora al lado derecho, y el sol poniéndose detrás de las laderas. Me senté próximo a una pareja en la cual el marido fumaba pipa, y disfruté de su aroma.
En Cochem cené como un glotón medieval. Advertido por la noche anterior, donde sólo un restaurante chino parecía servir comida a partir de las diez de la noche, puse pie a tierra y acudí al primer restaurante que vi con gente. La terraza estaba llena de turistas que miraban la noche sobre el río, pero en el interior, bajo un techo de vigas gruesas de madera, encontré una mesa libre. De primero pedí una crema caliente de espárragos con pan y queso flotando, y de segundo filete de «culo» (pues así tradujo mi diccionario el nombre del plato) servido con patatas fritas y ensalada. Un exquisito manjar, anal, por supuesto. De beber, agua y vino blanco del Mosela. Para hacer mejor la digestión di una vuelta por el pueblo, cuyos habitantes y turistas se habían esfumado. Las calles estrechas me devolvían el ruido de mis pisadas, y en los escaparates se reflejaba mi sombrero colgado tras la nuca, el reproductor de música en los oídos y las manos a la espalda. Observé una línea de luz tendida en la montaña: era un teleférico que llevaba hasta lo alto, donde se erguía una cruz iluminada. Me dirigí entonces a la calle principal, que daba acceso desde la carretera principal al pueblo, y avancé dejando atrás el mismo. En algún momento mis pisadas dejaron la acera convertida ahora una cuneta con gravilla. No había tráfico, las farolas y las casas eran cada vez más aisladas, como si los vecinos a medida que avanzaba fueran más hoscos o buscaran menos el contacto social; algo parecido a mi camino, dentro de un túnel vegetal de ramas de árboles abrazadas sobre la carretera, la luz súbita de algún coche que circulaba demasiado rápido, y de súbito me golpeó la idea de mi libertad.
Era libre porque gozaba de vacaciones y tenía dinero para disfrutarlas, y porque había abandonado los sueños irreales de juventud y me aliviaba saber que todo siempre era limitado, y que aun así era posible ser libre dentro de compartimentos estancos, como las piscinas de sube y baja en el río camino de Coblenza. Libre porque no tenía deudas ni pesadas obligaciones familiares, todo lo contrario.Libertad de dar un portazo a todo y poder marcharse caminando hasta Pekín. La sola idea tenía tal fuerza que no era necesario ponerla a prueba: bastaba saber de ella para reconfortarse, sin necesidad de complicarse en su práctica.
Después pensé en los peores momentos que había pasado en mi vida, y que aquí, en un diario escrito en un instante, no merece transcribir. Pues tales momentos los arrastro, van conmigo y nunca se olvidan: no hace falta la memoria de las palabras, porque las palabras son monolitos, aguantan el tiempo, mantienen el espíritu de quienes las pronunció o escribió, y su mensaje aunque cada época lo altere, siempre es justamente mensaje, y por lo tanto es algo vivo, que existe. Pero hay momentos que nunca se olvidan y no están obligados a la memoria eterna de lo escrito. Momentos que son nudos en la vida y que encadenan tu libertad: su existencia y su recuerdo son muros al pensamiento libre, a la conducta e incluso a la cordura; muros que no dejan ver la luz ni el cielo, como si en las esclusas del Mosela el agua nunca entrara y entonces en el barco las mesas de turistas con ceniceros y jarras vacías de cerveza quedaran siempre en sombra. Concluí con alivio que en, los malos tiempos, yo nunca había intervenido para que ocurrieran del modo en que se torcieron hasta producir la angustia o el dolor.
Lo cual, dando media vuelta en mi paseo nocturno, interpreté con una doble lectura. Positiva, pues nada sino lo externo me podía afectar negativamente. Nunca un comportamiento equivocado o arrepentido de mi parte que pudiera generarme dolor. Me sentía como un faro de energía positiva, que me daba fuerza. Caminaba en la cuneta de una carretera en plena soledad, una noche de estrellas en Alemania, pero en absoluto me sentía infeliz o solo. Me confieren alegría cosas raras como un acorde de sol o la presencia de un libro por leer. De una segunda interpretación, y ahí volvieron las líneas de los Beatles, me pregunté si precisamente esa pasividad personal en todo lo que a mi alrededor ocurría no era sino la consecuencia de que apenas intervenía en mi entorno, que vivía o vivo en una burbuja de libros y música y sueños, flotando ingrávido a años luz de la nave nodriza donde habitan mis amigos y mi familia y todas sus preocupaciones, domésticas o abisales. Un egoísmo o soledad camuflado de cultura. Porque lo cierto es que era frágil, y todo me afectaba seguramente más de lo que yo deseaba.
En fin, conjeturas de una digestión pesada que se diluyeron en un sueño cruzado por trenes (la estación cercana a mi cama) pero que no escuché pasar. Antes de cerrar los ojos volvieron a mí los pensamientos matutinos acerca de la soledad alimentada y el diálogo como válvula para regresar luego a ella, y recapacité en un error de partida. Para que hubieran soledad y diálogo era necesario que existiera voz. Lo pensé pues me vino a la cabeza Christopher Hitchens, crítico literario a quien recientemente habían detectado un cáncer de laringe, mermando la fuerza de una voz que en el pasado había llenado aulas universitarias sin el uso de micrófonos, dominado con ella cenas de amigos, donde sus cuerdas vocales se habían impuesto sobre el ruido de platos y vasos y conversaciones, para deslumbrar siempre al resto con su culta mordacidad. En sus clases sobre el oficio de escribir Christopher enseñaba a sus alumnos que todo aquel que sabía hablar, podía también escribir. Y tras esta afirmación preguntaba: ¿cuántos de vosotros sabéis hablar? Apagué el móvil y pensé que el mejor taller para mejorar el habla era el silencio, silencio donde encontrar una voz digna para luego ser hablada. Por la ventana entreabierta se colaba la noche y el aroma de las vides.