¡Día de bicicleta! Tanto me había gustado el recorrido en barco del día anterior que decidí imitar el trayecto y repetirlo sobre dos ruedas, más aún sabiendo que había un carril para bicis protegido del tráfico. Después de desayunar, y llevando conmigo lo indispensable (el reproductor de música, el sombrero, las gafas de sol, un billete de veinte euros y el pasaporte), encontré rápidamente una tienda de alquiler de bicicletas, en la misma calle de la estación de tren, frente a cuyo reloj me había enamorado de una chica rubia que subrayaba con regla un libro. Por ocho euros conseguí una estupenda bicicleta urbana que debía devolver antes de las seis de la tarde. Miré al cielo: el sol estaba en lo alto y el valle se doblaba de calor, pero la brisa al pedalear y los tramos de sombra junto al río refrescaban mi cuerpo, y solamente cuando ponía pie a tierra, me tocaba la frente llena de sudor y descubría tener la boca seca, tomaba magnitud del fortísimo calor que hacía en esta mañana de martes.
Circulé casi cincuenta kilómetros desde Cochem hasta la entrada de Coblenza, parando en alguna gasolinera para comprar agua, sentándome a tomar alguna foto desde muros bajos con vistas al río, disfrutando aún más de cerca del aroma de los viñedos y en general de esa tonta sensación de libertad que da el montar en bicicleta. Sensación de que el mundo va quedando a tu espalda, que el viento te mueve el pelo, que el cuerpo agradece esa molestia suave de ejercicio físico. Perderse en alguna intersección y sonreir por el despiste, entrar accidentalmente en un camino de gravilla que conduce a un jardín privado, y dar media vuelta con una sonrisa en la boca mientras una mujer sorprendida tras la ventana hace un gesto de adiós. Montar en bicicleta en una ciudad desconocida es un placer insuperable. La sencillez mecánica de una bicicleta se contagia al ánimo: el mundo parece un lugar más simple. Nuestros sentidos están puestos sobre el manillar, los dedos ágiles cambiando de marchas, plato grande, piñón pequeño, y sus contrarios, y doblado el cuerpo sobre el sillín, con la atención multiplicada a todo lo que pueda ocurrir a nuestro alrededor; la mente tiene menos espacio para pensar y se deja llevar con la cadencia del pedaleo, balanceando la mirada sobre el río, sobre otros ciclistas que siempre marchan a más velocidad que uno, sobre los viñedos y los pueblos y las vidas que uno tangencialmente, con la rapidez de una inyección, va cruzando de punta a punta. La mente queda reducida por todo el ejercicio físico y la concentración inevitable para sobrevivir a bordo de una bicicleta, y ese aparente handicap para las ideas no es sino una maravillosa oportunidad para desconectar de todo, dejar atrás la urgencia de las tareas sin realizar, de los mensajes por responder, de los sobresaltos por los compromisos pendientes. Sobre una bicicleta el egoísmo es máximo: uno depende de sí mismo para avanzar, y nadie le puede exigir sino concentración y esfuerzo totales a esa tarea.
Junto a las vides, en intervalos sin plantar, se tendían sobre la ladera los raíles metálicos por los que, a bordo de un pequeño carromato alargado y terminado en un asiento, se desplazaba un operario. Esta especie de montaña rusa de feria debía ser la forma más segura de moverse en las laderas más escarpadas sin riesgo de caer con el peso de las cestas llenas de uva. Dejé atrás la pequeña localidad de Kobern-Gondorf, el río giró hacia la derecha, y con él toda la actividad que cargaba feliz a su lado, entre ella mi bicicleta y yo, y entonces apareció, como venido de otro planeta, el elevado viaducto cargando con el tráfico incesante entre Frankfurt y Colonia. A la sombra de sus pesados pilares me bajé de la bicicleta para descansar por un instante. El ruido de la circulación allá arriba era un recuerdo incómodo del mundo urbano que nos rodea. Dejé a mi espalda el viaducto y alcancé un pequeño pueblo llamado Winningen, el cual me dio la bienvenida con sus bellos jardines, casas bajas de proporciones armoniosas, y a cuyas fachadas de colores se abrazaban disciplinadas enredaderas. Había niños jugando en las aceras sin coches y flotaba sobre su infancia una atmósfera de relajación, de ausencia de problemas, de todo el tiempo por vivir, y a esa atmósfera contribuían todos los elementos de la naturaleza, un sol alto y que no dejaba sombras, el color intenso de la hierba y las flores, el olor de las uvas, el fondo verde de vides tras los muros de las fincas y frente a ellas las aguas mansas del río junto a las vías del tren y el pueblo.
También mi pedaleo quedaba contagiado de esa percepción alegre y serena que transmitía el paisaje, pues qué duda cabe que uno mismo, con sus alegrías y obsesiones, proyecta su estado nervioso hacia su entorno, pero de modo contrario lo absorbe y modifica según el humor de cada día, y yo estaba en ese momento bajo un manto ligero de sudor, arrastrando un agradecido cansancio, hambriento pero sabiendo que pronto pararía para comer, disfrutando de un gran día de vacaciones, y pensando en la mejor forma de recoger en palabras ese relajado sentimiento, que encontraba su correlato en la hermosa hilera de chalets por la que circulaba bajo un aura de perfección, y que me transmitían y duplicaban la sensación plácida de libertad. Podía haberme fijado en el estruendo del tren cada vez que atravesaba el valle, en algunas casas cubiertas de andamios, en el cansancio que me dominaba al final de cuestas demasiado largas, en el creciente roce y dolor de mi pantalón con las piernas al pedalear, en el ruido cada vez más lejano del viaducto a mi espalda, pero mi mente lanzaba un mensaje optimista y recibía elementos suficientes a su alrededor para justificarlo.
Cuando llegué a Coblenza estaba, en cualquier caso, felizmente exhausto, o exhausto para andarnos sin rodeos, sobre todo porque no llevaba la ropa adecuada ni la formación física para de buenas a primeras pedalear tantos kilómetros. Mi mente brincaba alegre pero el cuerpo sin embargo estaba destrozado. Apoyé la bicicleta junto a la puerta de un bar y descubrí que el sudor cubría mi cuerpo. La velocidad sobre la bicicleta enfriaba el aire y proporcionaba una falsa percepción de frescor. Los últimos kilómetros se me había hecho pesados. Saber que estaba cerca de mi destino había multiplicado el esfuerzo de cada pedalada, tal vez por cansancio, o tal vez por las ganas de llegar y poder descansar un buen rato. Pedí una botella de agua fría, y la bebí tan rápido que sentí algo extraño en la cabeza, como cuando saboreas muy deprisa un helado. La dueña del bar, que me debió ver desfigurado, me indicó un supermercado cercano. Después se acercó al final de la barra, donde una niña pequeña que se parecía a ella hacía los deberes, inclinó la cabeza y se puso a ayudarla frunciendo el ceño. El supermercado estaba en la misma calle, y en él compré agua, pan y embutido, y un poco más adelante, en una frutería apenas iluminada, unas moras deliciosas, guardadas en la nevera dentro de una cajita de plástico. Comí en una pequeña plaza cercana, donde me llegaban los alaridos de un hombre enfermo (mental o simplemente achaques de la edad) y con una incómoda nube de avispas que dejaron por un rato su actividad en un contenedor de basura cercano.
Después de comer, y aliviado levemente del cansancio, di media vuelta, desanduve el camino hasta un apeadero cercano, compré en una máquina el billete de tren con la ayuda de un joven, ya que no había nadie en la ventanilla de venta, y regresé en tren hasta Cochem, pues debía devolver la bicicleta antes de las seis de la tarde.
Frente a la tienda de bicicletas encontré un supermercado y en él compré algunas botellas de vino blanco para regalar a mis padres y amigos, y regresé al hotel para ducharme y cambiarme de ropa. Estaba tan orgulloso de mi hazaña física que subí al coche y puse el cuentakilómetros a cero para contar exactamente la distancia recorrida. Bastante aproximada, pues la carretera y el carril bici van en paralelos, como los dos colores de un mismo lazo. En total, algo menos de cincuenta kilómetros. Después regresé de nuevo a Cochem pero por el otro lado del río, y en un lugar lo estacioné y me acerqué hasta el río, decidido a bañarme. Un baño que pretendía ser espiritual o iniciático de algo, sin saber muy bien el qué, en cualquier caso un baño idílico frente a aquel paisaje de viñedos inclinados, de castillos en ruinas en lo alto de las cimas, pero un baño que finalmente resultó del todo accidentado, pues me clavé algunas chinas puntiagudas al entrar al agua, al que me introduje súbitamente entre alaridos de frío y dolor y separando del cuerpo algunos juncos pegajosos, e igualmente accidentado al salir, puesto que apoyé la mano izquierda en unas hierbas venenosas que me provocaron un incómodo escozor durante algunas horas.
Sumergido en el agua pensé en los tres países que bañaba el río: Luxemburgo, Francia, y en el que ahora me encontraba, Alemania. Uno no puede estar bañándose en un río, aguantando la corriente a duras penas sobre la tierra cenagosa, y no pensar en las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre: nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir. Sonreí aliviado de que la muerte quedara muy lejos de donde me encontraba, de que además el Mosela no muriera en un mar sino en otro río, el Rhin, y recordé una clase de literatura con doce o trece años en el colegio San Agustín de Madrid, donde un abnegado profesor había tratado de explicar a cuarenta alumnos, como cuarenta sacos de hormonas descontroladas, el significado de la muerte, mientras por las ventanas abiertas de doble hoja entraban las espigas del sol; la vida estaba llena de tiempo y la imagen de un río que nos roba el tiempo sonaba remoto y sin interés.
El arquitecto que ha marcado el orden de las tareas en la vida está equivocado: a quién se le ocurrió si no tratar de explicar a tan corta edad misterios insondables como la vida, su curso y su final, y después, en la etapa adulta, cuando las preguntas existenciales se multiplican en tu cerebro y exigen respuestas, cuando tus zapatos sin cordón pisan moquetas de edificios inteligentes, y por los que transitan oficinistas mutantes, y el tiempo transcurre encerrado en un cubículo, y más que nunca hacen falta las palabras olvidadas de ese profesor de literatura, buscar la explicación del flujo de la vida como la corriente de un río, las soluciones a la existencia, el por qué de la misma, y sin embargo uno anestesiado con la droga del trabajo, y que no falte, que como está la cosa, dicen, claro que sí, no es como está la cosa, es cómo está la cosa, zombies con disciplina militar saliendo de las bocas del metro, con un sueño rápidamente interrumpido, pliegues bajo los ojos, y una actividad sin ninguna fascinación para llenar el día, pero es que hay que llenar la vida, peor no tener nada, claro que sí, sobre todo tal y como está la cosa, cómo esta la cosa, cómo está la cosa, el significado de la existencia hundido en el fondo del río por el cual camino con cuidado, mientras a lo lejos una gabarra avanza veloz y la marea choca al rato contra mi pecho, la etapa adulta cargada de interrogaciones a cada paso pero nadie conoce las respuestas.
Tal vez el invento reciente de la educación emocional no sea sino un vehículo para transmitir la angustia de la muerte de una generación a la que le sigue, y los profesores, aunque saben del reto al que se enfrentan, pues la infancia es sólo vida y ellos no tienen todas las respuestas a lo que plantean, tratan al menos de saber cómo enfocar la cuestiones fundamentales, tratar de adaptarse a ellas, incluso si son algo progresistas y dan la espalda al crucifijo para recomendarte, en voz baja, que lo que importa no es si hay vida después de la muerte, sino si hay vida antes de la muerte, pero eso no lo escribáis en vuestros cuadernos (Daniel, he dicho que no lo escribas, y al resto igual), claro que da igual, pienso, pues ya ha quedado escrito en algún lugar de mi cabeza, y ahora en este diario, y en resumen la edad adulta vuelca todo un cajón de miedos que apenas se pueden vislumbrar en la juventud, la juventud que uno recuerda vivió lleno de curiosidad, más por el placer de hacerse preguntas que por conocer las respuestas, pues las respuestas limitan el mundo, le dan una explicación parcial, y eso es muchas veces aburrido, pero al final todo fluye y se olvida, porque las ventanas de doble hoja están abiertas y entra un sol fuerte y desde el comedor llega el aroma de los filetes empanados que ya comienzan a prepararse, y son tantos los estímulos que uno ha olvidado lo importante cuando ahora, con la edad de Cristo y bañándome en un río no bíblico, necesito de respuestas, tratando en vano de acordarme de la reflexión del profesor de literatura, Jesús Ibáñez, alto y con manos de dedos huesudos, sobre las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre, pero cómo hablar de muerte frente a una juventud de alegría pura y sencilla, un hedonismo barato, porque la sonrisa venía al correr detrás de un balón, para lo cual sólo hacía falta amigos y cemento, y después una buena ración de tebeos y libros, y aunque no era consciente esos elementos materiales dejaban a un lado otros humanos, una selección natural en mi cerebro, inconsciente y por ello plenamente definitiva, como mi cuerpo se separaba nuevamente de los juncos en mi salida del agua, y estaba entonces construyendo mi alta torre delgada, una soledad de marfil donde nadie me podía tocar ni hacer daño si no venía a través de un libro o de la incertidumbre de un partido de fútbol, y salí finalmente del agua y me sequé con la toalla del hotel lamentando ese orden invertido en la formación de la vida, lamentando igualmente el recuerdo olvidado de las reflexiones sobre Manrique, y lamiéndome la mano camino del coche, el río a mi espalda, por la picazón de las hierbas venenosas que había tocado al resbalarme al salir, el castigo por haber farfullado contra el orden invertido de las fases en la vida y no haberme fijado en los hierbajos junto a la orilla. Malhumorado por este estúpido percance, volví al pueblo, aparqué el coche, y sin ganas de estar más tiempo en la calle, cené rápidamente una pizza de atún y cebolla sentado en un taburete, bajo una televisión sin volumen donde se celebraba un concurso de baile. No tenía ganas de más vino, así que después de un paseo escuchando el Double Fantasy de Lennon, regresé a casa. Pensé que Lennon tenía que estar muy enamorado para dejar a Yoko meter esos bodrios de canciones intercaladas con las suyas. One Fantasy, a lo sumo. Pero de doble nada.
Antes de apagar la luz leí en el libro de Anne Michaels una cita interesante, y que escribí, como única forma de ganar terreno para siempre al olvido. Decía así: el final da más tranquilidad que el futuro, el cual es, por naturaleza, incierto. En el río de Manrique, ¿qué era el final, y qué era el futuro? Geográficamente el final del Mosela era el Rhin, sus aguas mezcladas frente a las casas de Coblenza. El futuro del Mosela era, definitivamente, incierto. Podía ser la paz de cruceros cargados de turistas vagos, pero también un incidente en alguna esclusa, o bien el carburante derramado por un carguero encallado, el suelo demasiado cercano y abruptas sus rocas, una grieta en el casco y un grito único desde el pueblo, manos y brazos y bolsas blancas en las orillas limpiando el vertido y en las televisiones la palabra tragedia ambiental. Lo que confiere a los ríos su interés, es, en cualquier caso, su futuro. Lo incierto de lo que hay detrás de cada recodo los dota de una emoción de la que el mar, como un gran abanico abierto y homogéneo ante nuestra vista, carece. El mar abre el horizonte. El río es una cerradura por la que cuesta introducir la mirada, un cerrojo donde dobladas las pestañas la mirada apenas alcanza a discernir lo inmediato. Siempre alerta, pues si la guardia baja uno pisa mal y arrastra el quemazón de los hierbajos que protegen su cauce.