http://www.youtube.com/watch?v=Rbvp9zGawKQ
J. G. Ballard comenzó a escribir su autobiografía en 2007, tras serle diagnosticado un cáncer de próstata. Miracles of life (traducida al español como Milagros de vida) es un recuento de su niñez en Shangai, ciudad donde nació, su experiencia juvenil en el campo de concentración japonés durante la Segunda Guerra Mundial, en absoluto dramática, y después sus primeros pasos como escritor de ciencia ficción, la muerte súbita de su mujer en unas vacaciones en España, el afecto multiplicado y exclusivo a sus tres hijos huérfanos, el alcoholismo como resiliencia a su tragedia, luego un nuevo amor, tardío, llegado cuando parece que todo se sabe de la vida y nada es ya sorpresa , y finalmente una última, el diagnóstico severo y la muerte a los setenta y ocho años, tras dos años de terapia en vano.
De Miracles of life me quedo con la transformación de la convivencia familiar tras ser confinados en el campo de concentración. Hasta entonces había sido un niño que montaba en bicicleta por Shangai, ciudad cosmopolita y europea, en cuyo barrio el dinero nunca faltaba, ni tampoco una animada vida nocturna. Al volver a su casa el padre seguía trabajando y la madre jugaba al bridge. Nunca les vio desnudos, ni cepillándose los dientes, ni peinándose frente al espejo. La vivienda era amplia y las habitaciones vacías y pasillos con niñeras eran cortafuegos contra la intimidad. Y de golpe sus padres y una hermana recién nacida reducidos a un espacio mucho más breve, escuchándose la respiración por las noches, descubriéndose lunares y manchas en la piel, memorizando también sus olores, aguantando la incomodidad de sus presencias tan cercanas, la intimidad invadida como en el interior de un estrecho ascensor.
Algo parecido a lo que significa el paso del tiempo para cualquier familia. Los padres más torpes y cansados, heridos por la enfermedad o el simple calendario; el cariño a ellos también amplificado, como Ballard tras la muerte de su mujer, y de golpe una cercanía extraña y nueva, insólita pese a ver transitado con ellos tanto tiempo: el descubrimiento de un temblor en los brazos, de un pliegue al hablar, las lagunas de su memoria y el olor a antiguo dominando la habitación. Las fotos enmarcadas de nuestros padres se han vuelto infieles en muy poco tiempo, pero uno quiere restituir los colores, la definición de sus perfiles, y brota un sentimiento hacia ellos tan fuerte que derriba las barreras de un vestidor, de una sábana, y se sueña con dar cuerda atrás al tiempo, y abrir las puertas que en el pasado dejó cerradas, o por el contrario mantener el tiempo en suspenso, como un reloj sin pilas, y vivir colgados de ellos siempre en el mismo instante, sin avanzar.