Llegas quince minutos tarde: no quieres mostrar una puntualidad excesiva, pero el esfuerzo del maquillaje y tu peinado delatan el cuidado que has puesto en la cita. Habías dejado a tu espalda una vida de provincias, apoyada por tu madre, a quien visitas cada dos semanas con la regularidad de un niño a su progenitor divorciado, y cuando el autobús de línea te apea en tu pueblo natal, al pie de la sierra de Albarracín, te llenas de tristeza. Huir de un lugar no significa un futuro mejor, parece obvio pero tú lo descubriste de golpe en Madrid, aislada en un cubículo de oficina llevando la contabilidad de proveedores, luego el suburbano volviendo a casa, sola e imaginando todas las vidas e historias que en ese momento suceden en la superficie.
Con la ayuda de un chat una de esas historias parece que ha comenzado. Yo soy su protagonista. Estamos bailando en el Ocho, un bar a la sombra del viaducto. Nos hemos dicho tanto por el ordenador que las palabras ahora entorpecen. Parece como si nos avergonzamos de vernos en persona, así que decido a romper el hielo y te abrazo por la cintura, borrada la distancia, y por inesperado o por deseado apenas reaccionas, como si tu cuerpo hubiera estado esperando desde siempre a mis manos. Salimos a la calle, silencio, y un campo magnético nos estanca a besos en cada portal, mirándonos tan de cerca que apenas somos fragmentos, el final bizco de una nariz, los labios como regalices de sangre. Un olor a enzimas nos lleva hasta tu apartamento, revolvemos las sábanas con fiebre, el amor lamiendo nuestros pies, y en algún campanario escucho brincar alegres las horas.
Más tarde un portazo a mi espalda, y mi cuerpo expulsado a la fatiga de las calles. La mente está cansada y es incapaz de comprender cómo el nuevo día despierta en orden sus tareas, los barrenderos y las verjas de los comercios nuevamente levantadas, las aceras aún húmedas por el chorro de las mangueras, el olor a café eliminando del cuerpo los sueños interrumpidos. Todos los elementos recién inaugurados e ignorantes de nuestra noche juntos, mi feliz dolor en el sexo y ese campo magnético que aún me atrapa, y adopta ahora la forma curva de la línea circular, dirección Lucero, y al salir a la superficie una vibración última en mi pantalón, como si aún me siguieras tocando. Leo en la pantalla del teléfono: disculpa, tengo novio. Me has gustado pero no quiero verte más.
La realidad recupera su orden, y siento que los electrones ya no se enganchan a ti. El imán se aleja y el tiempo vuelve a su cualidad lineal, sentado frente a una barra donde pido un café con leche, nubosidad variable en el televisor, y al mojar el cruasán entierro el rapto de una ilusión. Pago y me marcho a dormir pensando que, cuando me levante, con suerte, habré olvidado de la noche tu nombre.