Tras pasar mi última noche en Schalkenmehren, y después de desayunar unos huevos revueltos y café, pagué la habitación y salí hacia el circuito de Nürburgring, tal y como me había recomendado el camarero, y que está apenas a 20 kilómetros en dirección norte. Al salir del aparcamiento me tropecé con dos chicas alemanas senderistas que habían llegado la noche anterior; les ofrecí que subieran al coche, pues la cuesta hasta donde comienza el camino es de aúpa. No podían tener miedo de mi presencia: estaba afeitado, recién duchado, y me habían visto desayunando civilizadamente en el hotel. Sin embargo no entendían una palabra de inglés, rieron nerviosas y salieron asustadas.
Me pregunté por qué ese nivel pobre de inglés en gente joven. Diría que es una cuestión pedagógica si no fuera porque he conocido alemanes con anterioridad que hablan inglés maravillosamente, mucho mejor sin duda que el mío. Puede entonces que, como me había dicho el hostelero de Cochem, esa zona apenas recibiera turismo sino de alemanes, y entonces no fuera necesario el esfuerzo por hablar otras lenguas: alemán para los alemanes. Finalmente cabía la descabellada opción, y suelen ser las acertadas, que ya habían sufrido lo suficiente para entender y hablar su idioma materno, y que por lo tanto no les vinieran con segundas lenguas. A la vista de los textos en alemán, la longitud galesa de los topónimos y sus balbuceos en inglés, comprendería este último razonamiento.
El circuito de Nürburgring realmente lo forman dos: uno corto y moderno, donde se celebran los campeonatos de Fórmula Uno, de unos cinco kilómetros de longitud, y otro más antiguo y largo, de unos dieciocho, y en el cual sufrió Niki Lauda un trágico accidente. Ambos están conectados. Lo inusualmente largo del trazado original permite que en el mismo se celebren carreras de resistencia, tanto para el piloto como para los abnegados espectadores. Las instalaciones, gradas, boxes, se posan sobre las lomas de las montañas de Eifel, un lugar bucólico, de árboles frondosos y verdes praderas. Siempre que se celebra aquí el campeonato de Fórmula Uno compruebo que para la victoria resulta más decisiva la elección de neumáticos según el estado de la pista (seca o lluvia) que la propia habilidad del piloto, la cual además se presupone. Ello es así pues el cielo en esta zona se divierte cambiando de registro a cada rato. Ahora un poco de sol y arde el asfalto. Ahora una ración de nubes cargadas de agua. Yo mismo pude comprobarlo: cuando aparqué frente a la tribuna, arreciaba la lluvia. Durante la visita, salió el sol. Y al regresar al coche, me calé de nuevo.
Saqué una entrada para hacer la visita completa, que era en inglés y guiada. El guía era un alemán joven, piloto de competición en categorías inferiores, y que calzaba una gorra con la visera raspándole las pestañas. Le pregunté qué razón hubo para elegir un espacio natural tan hermoso y alterarlo, levantando allí un circuito, llenando la zona de ruido, graderíos como esqueletos metálicos, olor a neumático y a gasolina. Sencillamente, me respondió sin mirarme, porque a principios del siglo XX, y a raíz del cierre de una mina, toda la región empobreció. Así que la construcción del circuito fue la salvación económica. Esta juiciosa explicación me hizo recordar unas líneas del libro que precisamente tenía entre manos. Cuenta la autora Anne Michaels que en la reconstrucción de Varsovia tras el final de la Segunda Guerra Mundial, pues no quedó piedra sobre piedra, y dado que apenas había maquinaria para desplazar los escombros, las ruinas fueron trasladadas por cadenas humanas, una mano y otra mano, un brazo y otro brazo, engranajes de extremidades débiles tras el fin de la contienda. Los supervivientes desplazaron la ciudad hecha añicos hacia lugares más lejanos, que luego fueron cubiertos con césped y formando montículos artificiales. A colación de este dato, Jean, protagonista del libro, y siempre exhibiendo su lado más poético, añadía que en Londres, tras los bombardeos, adelfas y otras hierbas hicieron raíz entre las ruinas. Fue interrumpida por Lucjan, su pareja, y que había vivido en Varsovia tanto el derrumbe como reconstrucción. Lucjan atajó pues con sequedad a Jean, diciéndole que olvidara esa tontuna romántica, y que tratara de ser práctica. ¿Cómo se reconstruye una ciudad, Jean?, la preguntó Lucjan. Muy sencillo, dijo el propio Lucjan, contestándose a sí mismo: tan pronto alguien utiliza esa adelfa y abre una tienda. En definitiva, Jean, una ciudad se levanta por el comercio, que es justamente la razón que la vio nacer. Según Lucjan se pueden tener cuantas adelfas quieras, campos infinitos de adelfas, pero al final alguien debe abrir una tienda, colocar las flores más bonitas detrás de un escaparate, y venderlas. Así se levanta de nuevo una ciudad. Así resucita un lugar. Y con la maravillosa coincidencia que a veces se da entre las buenas lecturas y la vida, en Nürburgring ocurrió algo parecido: la pobreza sobrevino entre lomas de hierba y altísimos pinos. Alguien tuvo que talarlos, hundirlos bajo cemento, y así lograr que la región se revitalizara.
La visita al circuito duró tres horas. Incluía la visita a los antiguos paddocks, el pit lane, la sala de prensa, en donde los tres primeros clasificados de cada carrera atienden a los periodistas, una amplia terraza junto a la línea de meta, desde donde se divisa la recta principal y diversas curvas entre los claros del bosque, el pódium, y finalmente un museo con la historia del circuito y de la Fórmula Uno. Aparte de la atmósfera variable, con fragmentos de sol y golpes de lluvia, nos acompañó en la visita una incesante nube de amigables abejas, que no paraban de aterrizar entre los pelos de mis brazos. Bien exprimidas, podían también dedicarse en la región a la producción de miel.
Tras acabar la visita regresé algo cansado al coche, y circulé por carreteras comarcales de asfalto abrupto y sin apenas tráfico. Me detuve en un pueblo cuyo nombre no recuerdo, junto a una ermita que resultó estar cerrada. A su lado se encontraba otro hermosísimo cementerio. Una cancela oxidada me abrió el paso y su crujido asustó a unos pajarillos escondidos en los cipreses. Caminé entre las tumbas mientras el cielo se cerraba súbitamente: una cortina gris que casi se tocaba con las manos presagiaba tormenta. Todas las lápidas se orientaban hacia la ermita, como buscando en su contemplación un alivio. Pensé los muchos cementerios que había visitado en mis viajes: cementerios en Londres, en la zona de Gales, en Praga, en Francia, sobre todo cerca de los Pirineos, en Túnez. Y sin embargo nunca en Madrid, salvo cuando murió mi abuelo y apareció en el cielo una pequeña columna de humo, como deletérea, y luego nos fuimos pronto a casa, tratando de dar la espalda a un hecho, mirando con disimulo y nervios el móvil, buscando paz en un gesto de cotidianidad, pensando que tal vez alejándonos podríamos olvidar esa mancha gris o bien que el humo no había tenido lugar sino en nuestra imaginación, cuando sin embargo la muerte de mi abuelo iba a estar ahí toda la vida, hoy, mañana y siempre. Y tal vez solo visitaba cementerios en el extranjero, de turismo, por un sentimiento joven e inmaduro que me hace ver la muerte como algo exótico, lejano, que sólo ocurre a los demás, y por ello el placer extraño de leer en lápidas nombres extranjeros impronunciables, la aritmética fúnebre de calcular sus edades, distinguir familias cuyos miembros descansan cercanos los unos de los otros, todos ellos fallecidos en lugares aportados de donde habito, y por lo tanto lejos de donde supongo que algún día también a mí la vida me dará el alto, pero que allí, en un camino de gravilla a casi dos mil kilómetros de distancia de Madrid, queda lejos, más lejano tal vez por el lugar que por el tiempo, y recorrí así esos pasillos de tumbas con las manos a la espalda, reconfortado en ese pensamiento erróneo: creer que la muerte allí pertenece a los niños cuyo columpio oigo tras la tapia, al abuelo que aunque mayor poda enérgico un seto. Dejé el cementerio a mi espalda sintiéndome más joven, aliviado, lleno de vida. Aunque mi paseo por el cementerio había sido apacible, disfruté doblemente en cada pisada que me alejaba, pues la muerte era un suceso inverosímil, tan hipotético como que yo acabara entre esas lápidas todavía cercanas, a mi espalda.
Dando una pequeña vuelta por el pueblo me sorprendió la lluvia. Tenía además hambre y cerca de la ermita había un bar abierto, así que entré allí antes de calarme. Se cerró la puerta a mi espalda y con ella también la luz menguante de la tarde, y me encontré en una taberna sombría, con la barra a mi izquierda, en la que bebían dos hombres en taburete, dándome la espalda, y un camarero enjunto de mediana edad, de mirada intensa, y que limpiaba distraídamente la cafetera, pues hablaba al tiempo con los clientes. Le pregunté si podía comer algo, miró el reloj, señaló un salón gigantesco que se abría en la pared del fondo, y donde se vislumbraban sillas y mesas vacías, y finalmente me dijo: la cocina está cerrada. Una cerveza entonces, le respondí, y me acomodé en la barra, a una distancia equidistante de los otros dos lugareños, que charlaban con el dueño en voz baja, a intervalos, cortando a veces el silencio con alguna carcajada, y luego de nuevo el silencio. Sobre la barra se extendían pequeñas toallas con marcas de cerveza y un menú de plástico ofreciendo pizzas precongeladas. Una hilera de taburetes ahora innecesarios me separaba de un alemán obeso que bebía cerveza con todo el tiempo del mundo por delante, sin la ansiedad de un móvil que no para de sonar o un parquímetro midiendo en la calle el tiempo de cada sorbo. Pensé en Madrid y eché de menos contar con un bar de referencia en mi ciudad, un espacio al que acudir regularmente, y que su dueño me sirviera un café a mi gusto o una cerveza sin yo apenas pronunciar palabra; la envidia por no contar con un búnker sin cobertura ni relojes en la pared, como un casino, pero donde fuera el silencio lo que está en juego. Un lugar algo tétrico y solitario, sin el sonido de una tragaperras ni la televisión encendida y en la radio una voz gritando que el Madrid ganó. Tiempo fuera del tiempo, el puro placer de un café, servido en una mesa cerca de una ventana que diera a una calle tranquila, para que el sol llenara el espíritu, pero otras veces las manos sobre la cerámica caliente de una taza de café, sentado en una silla al fondo del lugar, tal y como ahora me encuentro, ajeno a lo que en la calle ocurra: exento de obligaciones, un momento de puro vacío, un encuentro privado con esa bebida humeante o con una cerveza bien fría, el placer de que el tiempo sea un presente vacío, y donde el silencio sea un valor, y además esté protegido.
En la calle cruzó entonces un coche, se detuvo la conversación como si se tratara de un hecho excepcional, y mis ojos siguieron los de los otros hasta un BMW azul que vimos cruzar por las ventanas del bar, y en las cuales unas cortinas aislaban aún más la luz del exterior. Pedí una segunda cerveza en el tiempo en que apenas habían bebido la mitad de su vaso mis otros compañeros de barra. Uno de ellos se removió en la banqueta. Creí que se marchaba, pero simplemente sacó un paquete de tabaco rojo y encendió un cigarrillo: en esta zona de Alemania seguía estando permitido fumar en espacios públicos. Seguramente porque ese lugar tenía la cualidad de un salón familiar, y entonces el fumar era un gesto doméstico, como estar en pijama o esconder la mano bajo el pantalón. El camarero limpió cuidadosamente el vaso, y sirvió con lentitud la cerveza, primero hasta la mitad, y al rato un golpe de grifo que dejó un cuello de espuma ancho que me obligó a beber lentamente y limpiarme los labios.
La caja registradora dormía junto a la cafetera: costaba imaginar que de su recaudación pudiera vivir alguien. Le pregunté al camarero, por vana curiosidad, si se acercaba mucha gente por allí, y me sonrió. No, respondió, por este lugar no viene mucha gente, pero tampoco es necesario. Estamos muy bien así, concluyó. Hablaba un inglés simple, pero que despojaba a sus argumentos de cualquier retórica hueca. Pagué las dos cervezas y volví a la calle, donde repentinamente el sol brillaba sobre el asfalto. Nadie a ningún lado en aquel pueblo tranquilo, y los rayos de luz sobre las fachadas blancas, sobre la ermita al fondo de la calle, la sombra de las lápidas contra las flores puestas por quienes cuidan y aman o recuerdan a sus muertos, el sol secando las gotas de lluvia caídas en el coche con el que ya me alejo del lugar, y donde pienso que efectivamente el camarero tiene razón, su taberna y el pueblo están muy bien así.
Me diriguí entonces hacia Andernach, ciudad situada a orillas del Rhin y en la parte oriental de la cadena de volcanes que había visitado el día anterior. De camino paré en un supermercado de la cadena Hit para comprar algo de pan y queso. Había grupos de jóvenes cargando botellas de alcohol. Era viernes y se acercaba la noche. A la salida del supermercado me tropecé inesperadamente con un atasco de coches, oficinistas cansados que comenzaban sus dos días de descanso, y también familias que salían cargadas de bolsas de la misma área comercial que yo. Fue un golpe de realidad, un recuerdo vívido de como es la vida exactamente en Madrid un viernes también por la tarde, adolescentes comprando alcohol para luego ir a beberlo en algún parque cercano, celebrando la vida llevándosela por delante, como dijo Gil de Biedma, también padres trayendo a sus hijos del cumpleaños de algún amigo del colegio, y esa sensación de felicidad infinita que se tiene los viernes por la tarde, las oficinas cerradas y el fin de semana una celebración de posibilidades.
Cuando aparqué el coche en una calle húmeda de Andernach era de noche. El hotel Gaststätte era un edificio de dos plantas, de fachada color salmón, y un amplio salón comedor donde un hombre miraba la televisión y un niño pequeño coloreaba un libro. Seguí al dueño hasta mi habitación, primero tras una escalera empinada y luego por un pasillo breve. Me tendió la llave, y tuve la impresión de ser el único huésped esa noche. La habitación resultó ser un cuarto estrecho con las paredes de color crema, un baño junto a la puerta y la ventana abierta a un patio donde observé una hilera con seis cubos de basura de tapa azul. Dejé la maleta, me duché, y salí rápidamente a cenar, pues ya era tarde.
En el vestíbulo me tropecé nuevamente con el dueño, quien me tendió un mapa turístico de Andernach con un gesto de disculpa, como si hubiera llegado por error o fatiga a pasar la noche en un pueblo sin interés, simplemente para descansar en medio de un viaje más largo, con destino a otro pueblo más lejano e interesante. Leí la información sentado en un agradable restaurante, donde cené una crema caliente de verduras y un plato con distintos tipos de carne a la brasa y patatas fritas. Andernach fue en gran parte destruida durante la Segunda Guerra Mundial. Los americanos entraron en la ciudad el nueve de marzo del año 1945. Instalaron campamentos para prisioneros de guerra alemanes cerca del rio. Unos meses más tarde, los franceses ocuparon la zona. Del paso de los americanos por este lugar quedaba una marca de pintura en una piedra, que informaba de la distancia (unos ocho mil kilómetros) hasta Los Ángeles. Curiosamente Charles Bukowski, el escritor de la generación beat, fue oriundo de Andernach, y falleció en Los Ángeles. Acabé de cenar y salí a dar un breve paseo por la ciudad. El viento hacía rodar algunas botellas de cristal y jóvenes abrazados cantaban por las calles. Cansado, di la espalda al centro de la ciudad, y me fui a dormir.