El Museo Reina Sofía de Madrid acoge la primera retrospectiva europea de Robert Adams, el gran fotógrafo del Lejano Oeste. Robert Adams nació en Nueva Yersey en 1937, pero a los quince años se trasladó con su familia a Colorado, sin saber que sus ojos aún jóvenes están observando ya su medio de vida: la mirada enfocando praderas tristes, un atlas aplastado bajo horizontes eternos, pueblos en la lejanía que son apenas lombrices, y en lo alto un cielo inmenso y luminoso donde parece que va a surgir la imagen de Dios de un momento a otro, un cielo amplio, único, que gobierna sobre regiones extensas, un cielo que podría ser visto desde tantos lugares y por tantas personas y sin embargo nadie lo contempla, pues nadie parece vivir allí sino la llanura, únicamente la llanura; pero también los ojos jóvenes formando ya una mirada crítica a la intervención humana sobre esos horizontes, complejos residenciales o comerciales que los destruyen y empobrecen, lenguas de asfalto y estaciones de servicio y esqueletos de naves industriales, la funeraria de negocios que nunca tuvieron lugar o bien que se evaporaron igual de rápido que como llegaron, una diáspora de comerciantes y a su espalda montañas de metales retorcidos.
Muchas fotos en blanco y negro de esos paisajes de Colorado están reveladas en un formato pequeño y casi cuadrado, y por un segundo pienso que tal elección parece contradecir lo fotografiado. Como si Richard Adams no necesitara siquiera el recurrir a la imagen apaisada para hacernos saber que ese horizontal infinito no se acaba nunca, que sigue a un lado y a otro de donde termina la imagen, conectándola incluso con las demás que se muestran en la exposición. Comprendo más tarde que la brevedad de los márgenes intensifica el desasosiego de saber que, más allá de donde acaba la vista, sigue, multiplicada, la misma desolación: la misma carretera rectilínea, el mismo campo árido que por momentos me recuerda a Castilla, con sus torrenteras secas como heridas en la tierra, los mismos postes eléctricos dibujando sobre el paisaje grandes porterías de fútbol, porterías idénticas donde nunca ha jugado ni jugará nadie, las mismas hileras de casas individuales donde uno solo imagina familias robóticas y mortecinamente homogéneas.
La exposición se divide en veintidós series repartidas en diez salas, y hay un proceso de alivio mientras avanzo por las mismas y dejo atrás la primera, aquella donde se exhiben los paisajes rurales de Colorado, con sus llanuras que emocionan pero que al mismo tiempo desasosiegan: el amor de la cámara se contamina de un mundo donde faltan humanidad y esperanza. Encuentro menos interés en las últimas series, fotografías del mundo vegetal o de aves marinas junto al océano, así que regreso a la primera sala, vuelvo a acercar la mirada a las fotografías allí expuestas y apunto por último en el móvil la siguiente cita:
“We tend to define the plains by what is absent, checking maps to find how far we have to drive before we get to something, -to mountains in the West or cities in the East-. What, after all, are we to make of wheat fields, one-horse towns, and sky?
Mystery in this landscape is a certainty, an eloquent one. There is everywhere silence – a silence in thunder, in wind, in the call of doves, even a silence in the closing of a pick up door. If you are crossing the plains, leave the interstate and find a back road on which to walk: listen”.
(Tendemos a considerar las llanuras por lo que en ellas falta, y consultamos los mapas para saber lo lejos que estamos en coche hasta que lleguemos a algún lugar: las montañas al oeste o ciudades al este. Después de todo, ¿qué hacemos entre campos de trigo, pueblos derruidos y sobre nosotros el cielo?
En este paisaje el misterio es una certidumbre, una certidumbre elocuente. Todo es silencio: el silencio de un trueno, del viento, de la llamada de las palomas, incluso el silencio de la puerta de un todoterreno cerrándose. Si cruzas la llanura, deja la nacional y busca una carretera secundaria donde caminar: escucha).
Termino la exposición y me acerco a la terraza abierta en la tercera planta del edificio. Desde la misma el museo borra sus muros, los hace cristal, y con la vista ahora ampliada Madrid es una constante de tejados de pueblo, de terrazas y azoteas erizadas con antenas de televisión, y asoman también inesperadas algunas cúpulas; me cuesta un segundo reconocer la iglesia que abajo las sostiene, y pienso en mujeres reclinadas que ahora mismo rezan bajo la luz que entra por sus ventanas, la misma luz que yo ahora observo cruzando la terraza del edificio Sabatini, y todo ese entramado constante de tejas y antenas y cúpulas que me rodea transmite una imagen extraña de Madrid, la de una ciudad pequeña, antigua y beata, tan diferente de la amplitud pagana que se respira en las fotografías de Robert Adams.
Robert Adams: The Place We Live. A Retrospective Selection of Photograps, puede visitarse en el Museo Reina Sofía de Madrid hasta el 20 de mayo de 2013. El horario de lunes a sábado es de 10am a 9pm, y los domingos de 10am a 7pm. http://www.museoreinasofia.es
Estuve el pasado jueves, me encantó y ahora me sorprendo y me alegro de leer tu crónica tan viva. Me conmovieron especialmente las fotos de los montes con los troncos aserrados como forúnculos.
Joseca
Gracias por tu comentario y sobre todo por leerme. También me gustaron esas fotos de los troncos cortados, aunque como decía en la entrada las fotos que más me impresionaron fueron las de esas llanuras sin límites. Un saludo.