– ¡Parecemos gitanos, bañándonos debajo del puente! -dice Lala desde su silla de tela.
A intervalos, la marea del Atlántico arruga sus pies.
Los gritos infantiles retumban contra la panza del puente. Cruzo su sombra caminando por el agua y luego de nuevo el sol inmenso, sus rayos sobre mis brazos y las palmeras de la orilla que, nadando ahora a crowl, parecen estar tumbadas.
Un grupo de niños sin padres saltan desde las piedras y empujan olitas hacia mí.
Soy un barco dejando el puerto, Lala a mi espalda, a la sombra, hundida en la arena de la playa de Santa Catarina, soy un barco accionado por brazadas, y ya a mi derecha el faro de Santa Marta, una pequeña torre pintada a franjas azules, y en lo alto una luz roja diminuta, como de burdel en decadencia, una luz que no parpadea y que parece no tanto alejar el peligro como atraerlo, una señal para acercarse al misterio de su débil luz melancólica.
Me subo con esfuerzo a una piedra, chapoteo las piernas y, con los brazos, me anudo las rodillas. Desde allí veo el puente, cruzado por el tráfico indiferente que va y viene de Cascais. Bajo su sombra Lala es un puntito difuso, una mancha de un cuadro impresionista.
– Qué suerte tienen los gitanos -pienso al advertir la belleza sencilla del lugar.
Si la mirada retrocediera en el tiempo vería sobre el puente la algarabía de un equipo de rodaje. Atraído por la multitud habría nadado de vuelta a la playa, cruzado el abanico de arena, pisado el ardiente asfalto, y bajo el tamiz de grandes paragüas blancos Marcello Mastroianni; habría preguntado qué película estaban rodando y me hubieran respondido aléjate niño, que estamos grabando, y en las claquetas habría leído Sostiene Pereira en letras mayúsculas.
También el tiempo, pero desenrollado hacia delante, me hubiera informado de que el faro se convertiría en museo, que yo volvería a cruzar el mismo puente aunque nunca de nuevo bajaría a la playa, que en su arena la silla de Lala iba a quedar vacía, y que la misma razón que nos llevó a Lala y a mí hasta ese lugar también acabaría, o más bien cambiaría de forma, que es como los afectos avanzan por la vida.
Tiempo futuro que vería el alumbramiento de Internet, y en una microscópica parte de su red un blog, y dentro de él un texto mío, nada nuevo que escribiera porque ya entonces lo hacía, apuntando en un cuaderno ideas ajenas, porque en la roca junto al faro tenía diecisiete años y no es que quisiera ser escritor, ¡es que ya era escritor, y los escritores van con un cuaderno por la vida!, y en ese blog futuro aportaría una crónica, la recomendación de un libro del mismo autor que Sostiene Pereira.
Un escritor y un libro y una película y un actor y un blog que yo ahora desconocía, pero que me estaban aguardando, compartiendo ya conmigo la fascinación por esa bella luz encantada del faro de Santa Marta.
http://www.el-buscalibros.com/2013/05/antonio-tabucchi-la-cabeza-perdida-de.html
Tengo una relación especial con Sostiene Pereira, el primer libro que leí en italiano, un libro que me llevé a un viaje de trabajo, que me quedé dormida leyendo en la cama del hotel cuando apenas me quedaban unas páginas…y que despareció. ¿Se quedaría entre las sábanas y lo echaron a lavar? No sé, pero al volver a casa tuve que ir de nuevo a buscarlo en las tiendas, comprarlo y por fin, terminarlo.
Después de mi flashback, bonito relato autobiográfico, Dani.
Muchas gracias Inma, y muy buena historia la tuya. Que recuerde yo perdí en un hotel El corazón de las tinieblas, pero en mi caso el libro ahí se quedó sin leer, en otro momento volverá seguro. Un beso y gracias!
Muy bonito, truhán! El gran Ennio Morricone, una vez más a los mandos de la orquesta… Y tú tienes, ahora que lo pienso, un aire a Mastroianni. O lo tendrás en unos años…
Anda, no sabía que Morricone había hecho la banda sonora… ¿Yo parecerme a Mastroianni? Voy mejorando, teniendo en cuenta que hace unos años me comparabas con Benigni…