Gustav Mahler abrió el papel pautado y se dijo: quiero reproducir los sonidos de la naturaleza. El sonido de una hoja que cae, el sonido del viento que mueve las ramas. Pero si la naturaleza es cíclica, gobernada por estaciones bien definidas, los sonidos que mi mano escriba deben serlo también: las notas serán bucles de movimiento, repeticiones ordenadas en una estructura mayor y fija, que es la madre tierra.
La relación entre música y naturaleza en Mahler fue definida años más tarde por Theodor Adorno como «suspensión»: la oposición sonora entre ese rama o esa hoja que se mueven y caen de forma repetida con la de una naturaleza que, observada con tiempo y rutina, parece un universo estático. O el efecto contrario: la rama o la hoja detenidos y todo su contorno en movimiento.
¿Pero cómo explicar esta aparente contradicción? ¿No eran la hoja o la rama las que se movían de forma reiterativa, como el parpadeo cromático de un semáforo, y el resto a su alrededor estático? ¿No es el comienzo de la sinfonía Titán el despertar de cada una de las familias de instrumentos dentro de un entorno de paz? ¿Cómo es que podemos estar equivocados, y que el movimiento sonoro que nos abraza es realmente una ilusión, porque lo que de verdad se mueve y suena y emociona es el todo que no escuchamos?
Para comprender esta dualidad, básica en el arte de Mahler, sigo dándole vueltas al ejemplo de la rama y de la hoja. Estamos apoyados en un árbol, observando la silueta de otro cercano. El viento bracea y mueve las ramas. Cae una hoja. Si alguien nos pregunta: ¿qué ha ocurrido?, responderemos: cayó una hoja. Luego otra, después una tercera. Las mismas respuestas. Una cuarta hoja, una quinta, una octava. Idénticas respuestas: cayó una hoja, cayó una hoja, cayó una hoja. Una vigésimo octava. La misma respuesta. Así hasta la caída de número desconocido, aquella que interrumpe la idea del movimiento, la hoja que tiene la consistencia y mentira de un ritual: el movimiento se ha producido tantas veces frente a nuestros ojos que ya es una rutina, y por lo tanto no existe, y entonces, entre las ramas, surgen ante nuestra mirada otros movimientos (¿o tal vez han estado siempre allí?), y las hojas que pensábamos caían verdaderamente no se desplazan, sino que están dotadas de una cualidad estática: son una especie de continúo melódico, un flujo wagneriano.
¿Existieron siempre esos otros movimientos a los cuales, por tener nuestra vista enfocada en la hoja y en la rama, no les prestamos atención? ¿O solamente cuando la rama ha sido un continuo surgen ante nuestra mirada y oídos? El misterio de la respuesta es la gran virtud y defecto de Gustav Mahler. Su mente es la de un cuentacuentos hábil que sabe atrapar la atención, que nos invita a subir por una escalinata de sonidos, una ascensión en espiral hacia la belleza, cada peldaño alejándonos del suelo, otro más, y otro más, más y más cerca del azul pero, de golpe, a nuestro lado, se abre una ventana: ¿ha sido Mahler? Un viento arrasa la melodía, la hace sorda, y al asomarnos se observa que de la fachada arrancan cortinas como fantasmas en estampida. Cerrando el horizonte un perfil de bosque donde una hoja cae y luego otra y luego una tercera y luego ya no hay movimiento porque de golpe la escalera se mueve, parece mecánica, y con sorpresa advertimos que las hojas que veíamos en la distancia nunca llegaron a moverse, eran solo un trampantojo, no existe ni bosque ni fachada ni cortinas como fantasmas, no existen porque ahora la única realidad es la ascensión suspendida de estos peldaños, una subida ficticia y que por lo tanto terminará, como en un cuadro de Escher, en el mismo sitio: el auditorio, y dentro de su batiscafo, una butaca apasionada.