— Señor, lamento decirle que no le puedo cobrar su compra.
— ¿Por qué?
— Lleva más de diez artículos. Esta es la caja rápida. A partir de diez artículos, debe acudir a una caja normal.
— Ya sé que es la caja rápida, señorita. No es la primera vez que vengo aquí. Y llevo un buen rato esperando, así que lo de rápida es un eufemismo.
— Lamento su espera, pero como le digo no puedo cobrarle.
— No me lo paso a creer.
— ¿Dice que ya ha estado antes en este supermercado?
— Todos los lunes.
— Entonces sabrá que el límite por cliente son diez artículos. El ordenador me indica que se ha excedido de diez, y no me permite cobrarle.
— Esto es increíble —el hombre se gira:, a su espalda, una columna de clientes se extiende hasta un cartel que promociona galletas. Luego se vuelve, y en un tono elevado pregunta a la cajera—. ¿Cómo es que llevo más de diez artículos?
De una ranura surge un papel impreso. La mujer lo estira como si leyera un pergamino.
— Le enumero los productos: yogures, cerveza, fruta, queso de barra, tres loncheados de jamón, dos botellas de vino, los biscotes de pan y la caja de preservativos. En total, once productos.
— Once productos.
— Once, señor.
El hombre traga aire y su tórax parece un globo que se infla. A su espalda la gente se impacienta y empieza a mover el torso y volver luego a su posición inicial: tentetiesos.
— ¿Me está diciendo que porque supero en un artículo el máximo no me puede cobrar?
— Así es. El sistema me da un mensaje de alarma, y no puedo cobrarle.
— Eso es mentira.
En ese momento interviene una mujer de la cola.
— Disculpe: ¿por qué no cambia a otra caja, o bien retira un producto, por ejemplo esos loncheados, de los que lleva tres?
— Llevo tres porque están en oferta. Y no pienso volver a hacer otra cola, ni tampoco desprenderme de nada. Y ahora que lo pienso, ¿usted qué demonios le importa lo que yo compre o no, y por qué se tiene que meter con mi cesta?
— Me meto porque está siendo grosero con esta mujer, que no tiene culpa de nada, y porque por su cabezonería la cola no para de crecer, y nos estamos impacientando los demás.
— Si la cola crece no es mi problema. Que contraten más personal.
— Sí es su problema, porque no está cumpliendo las normas. La señorita se lo ha dicho bien claro. Por favor, cambie de caja, o deshágase de un producto.
El señor siente una columna de ira entrando en su cuerpo, un rayo vertical que desciende de la megafonía y le posee. Ahora mismo no es una persona, sino una llamarada. Le arden las mejillas y los labios, y dice:
— Escúcheme: su vida será muy feliz, habrá contado que sólo lleva diez artículos en su cestita, luego llegará a su casa en un monovolumen, una casa donde todo está ordenado y los niños son guapos y los impuestos están pagados y la televisión es enorme. Pero su vida feliz es la suya, no la mía, yo tengo otra bien distinta, y le aseguro que voy a salir de este supermercado con mis once artículos. Mis once putos artículos. ¿Le ha quedado claro?
Y por si no le ha quedado claro el señor da un manotazo al aire, su mano se tropieza contra una estantería, suena un golpe y el suelo se llena de chicles y cuchillas de afeitar. El señor se agacha colérico a recogerlas y la mujer, asustada de ver a un desequilibrado con filos de metal entre las manos, da un paso atrás y marcha hacia otra caja. El resto de la cola, entre murmullos, se va disolviendo en filas paralelas.
La cajera se acerca hasta el señor y extiende un brazo metálico que indica que la caja está cerrada. Otro brazo, a lo lejos, señala a las dos figuras en cuclillas: algún fleco de la cola ha llegado hasta el guardia de seguridad y narra lo ocurrido. La estantería vuelve a su estado inicial, también la cajera en su taburete y también el cliente junto a la cinta transportadora.
El señor recupera el resuello y finalmente se dirige a la cajera.
— ¿Tú también estás amargada, verdad?
— Sí.
— ¿Y la máquina acepta más de diez artículos, verdad?
— Sí.
— Mi día ha sido para olvidar, como el tuyo.
— La máquina acepta más de diez artículos —repite ella como si no hubiera escuchado al señor—. Simplemente avisa de que se ha superado el número, pero se puede cobrar. Luego la jefa de sección nos da un toque en la reunión semanal de los viernes, nada más. Que les recordemos a los clientes que es la caja rápida.
— Máximo diez artículos.
— Exacto. Máximo diez a pagar. Pero la he pagado, valga la palabra, contra usted. Llevo todo el día viendo aparecer ese mensaje en la pantalla, luego está el cansancio, el trabajo, que es lunes, todo, yo que sé. Pero no es su culpa. Le pido perdón.
— Yo también quiero disculparme. No sé por qué la he tomado contra usted. Por debilidad, seguramente.
Ella le da las gracias y el señor continúa.
— De lo que no me arrepiento es de lo que le he dicho a la estúpida de la cola. Una estirada entrometida.
— Desde luego. Yo a esos clientes los distingo al momento: suelen comprar pavo, bolsas de lechuga listas para el consumo, galletas de arroz y cereales de dieta.
— Con esa alimentación no me extraña que también estén amargados. Como nosotros.
Los dos ríen hasta que aparece el guardia de seguridad.
— ¿Hay algún problema?
Antes de que él diga nada, la cajera responde.
— Todo bien, no se preocupe.
La autoridad les da la espalda y la misma megafonía de la que bajó el fuego informa que el supermercado cerrará en diez minutos.
— Bueno, le voy a cobrar, que es para lo que estoy aquí.
Los productos vuelven a volar sobre el escáner. A su alrededor alguien apaga una línea de luces y el señor aprovecha ese recogimiento y pregunta:
— Por curiosidad, ¿qué va a hacer al salir?
— Ir a mi casa, en Moratalaz, ¿dónde si no? Coger el metro, llegar, preparar la cena, acostar a mis hijos. ¿Y usted?
— Vivo cerca de aquí. Abrir el loncheado, tomarme una copita de vino, ver la tele, y dejar que acabe el lunes. ¿Por qué no viene a mi casa y cenamos juntos? Así podremos reducir los artículos, al menos hasta diez.
— No es usted poco listo. ¿Con los condones, verdad?
— Mejor eso que acabar los yogures, desde luego.
Ambos vuelven a reír. Ella le tiende la factura y la vuelta.
— «Le atendió Susana».
— Vanessa, me llamo Vanessa. Susana está de baja, yo la reemplazo hoy. Si es que esta no es mi caja, ni mi día ni nada.
— Vanessa —repite él, como un conjuro—. ¿Cuál es su caja?
— En el centro del pasillo, junto a los detergentes. La caja amiga.
— La caja amiga —repite él—. Es un buen giro a nuestra relación.
El supermercado se oscurece algo más. Ella se viste una chaqueta que cuelga de su taburete. Mira su reloj, se ajusta la coleta y luego le dice:
— No tiene demasiado sentido que vaya a su casa. Este día se va a ir de todas maneras, que al final es de lo que se trata. Más si se trata de un lunes.
El hombre se queda un rato ensimismado. Después agarra sus dos bolsas y le dice:
— Tienes razón: los lunes no son un buen día. Es mejor que se vaya a Moratalaz, que cene y acueste a los hijos, y yo abra mi loncheado como tenía previsto. Le vuelvo a pedir mis disculpas.
Y sintiendo ya el peso de la compra sobre sus brazos, concluye:
— En cualquier caso ahora me siento mucho mejor. Más liberado. Creo que me ha salvado el día.
— Lo cierto es que usted también a mí. No volveré a enfrentarme a un cliente en un buen tiempo. ¡Por lo menos, hasta dentro de otras trescientas pantallas de advertencia!
Ambos ríen y el señor le pregunta.
— ¿Trescientas pantallas coinciden con el próximo lunes?
— Espero que no. Sería injusto con usted.
— Lo averiguaré dentro de una semana: cuento con verla de nuevo.
— Yo también. Pero mejor no cuente tanto conmigo y sí cuente más los productos, si es que se dirige a la caja rápida. Ah, y elíjalos un poquito mejor: ese queso de oferta es un puto asco.
— Tomo nota — y el señor reflexiona que uno no sabe el destino de su vida, eso lo tenemos claro, pero ni siquiera el presentimiento de entidades menores, como el de ese queso lácteo de oferta que cuelga de su brazo: quién lo masticará, junto a qué otros alimentos, y sobre todo dónde, en la soledad de Chamartín o en el misterio de una casa con niños en Moratalaz. Tampoco el destino de cada día, con quién hablaremos y de qué manera, en qué momento se nos acabará la paciencia, qué pantalla de ordenador o qué voz entrometida nos harán perder los nervios y levantar la voz, gritar. Todo es misterio.
Ella se aleja a una puerta reservada para el personal mientras teclea velozmente en su teléfono móvil. Levanta la vista de la pantalla, se gira y le busca con la mirada, pero solo ve una espalda que mengua hacia la puerta de entrada: el hombre ha consultado su reloj y sabe que, si se da algo de prisa, llegará para ver el final de la segunda parte del partido.
La megafonía del supermercado da las gracias por su visita a los pasillos en sombra y el señor sonríe.